viernes, 6 de septiembre de 2013

Un amor de hojalata

Me llamo Tysus, tengo 93 años y llevo 77 enamorado. Ya veis, toda una vida, enamorado de una mujer de hojalata, de su piel gris ceniza y sus ojos negros como la noche.

Recuerdo la primera vez que la vi en el taller del Anfiteatro. Mi maestro era un famoso juguetero singular que pocas veces salía de su escondrijo. Con los años había acabado obsesionándose con conseguir su creación más hermosa como si fuera un dios creador y pasaba sus días encerrado ideando y construyendo toda suerte de artilugios, de juguetes, enloqueciendo en su búsqueda a contrarreloj. Yo solía ayudarle con las herramientas, adelantando el trabajo por las noches mientras él se devanaba los sesos pensando y pensando. Creó relojes capaces de hacer viajar a una persona al pasado con tan sólo girar sus manecillas, fuentes inagotables de oro líquido, aviones hechos del algodón de las nubes... Lo cierto es que llegó a fabricar las más bellas invenciones que se puedan imaginar pero se sentía vacío y muy anciano. Por eso cuando vio cercana e inexorable su muerte quiso hacer el último trabajo de su vida. Su última creación.

Tanto tiempo en la oscuridad de su taller en el Anfiteatro le alejó de las gentes privándole del calor de los sentimientos humanos y se sintió muy solo. Pero llegó el día en el que tuvo la idea de su vida. Deseó una compañía que no le rechazara, que no le mirara con ojos recelosos a diferencia de las gentes de la comarca. Así comenzó a fabricarla con hoja de lata.

Yo veía cómo iba tomando forma poco a poco pero mi maestro cayó enfermo y postrado en su lecho de muerte me confió su última voluntad: quería que yo terminara de fabricarla y por ello me legaba sus bocetos. Yo me creí incapaz de conseguirlo pero por mi buen maestro accedí a cumplir su postrero deseo y le prometí protegerla siempre y cuidarla hasta mi muerte.

La noche que el anciano expiró entré en el taller y allí la vi a medio hacer. Cogí los bocetos y empecé a moldear la lámina estañada.
Pasé noches enteras en vela encajando cada pieza de su cuerpo, pintando cada detalle de su carita, como mi maestro hubiera querido. Ciento ochenta y seis días después la vi por fin acabada y hermosa. Lo cierto es que era lo más bello que había visto en mi vida.

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