martes, 29 de septiembre de 2015

El bardo y la destrucción.

Ya no quedaban más como él. La Tierra y los Hombres habían cambiado más de lo que se esperaba y apenas eran reconocibles ya a los ojos del cansado bardo. Recordó entonces los tiempos en los que los bosques eran vírgenes y las ninfas hermosas... Ahora, las ninfas mutiladas arrastraban jirones de piel por los lodazales y sus lamentos ahuyentaban a los pocos que deseaban de corazón encontrarlas para trasladarlas a algún reducto terrestre en el que pudieran recuperarse. Pero las ninfas no están hechas para la cautividad. Nadie las busca ya. Nadie las adora hasta perder la cordura... El corazón del bardo lloraba amargamente pues una tierra abrasada no podía inspirar más bellos poemas.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Martín y la Noche en un desván.

"Dicen que la Noche es muda pero cuenta historias a través de las plumas elegidas por las musas. Que la Noche se licua y se hace tinta y canta todas las historias de las que es testigo cuando engulle al Sol. Que el cielo estrellado embruja a los hombres y los mueve a contar confidencias con chispas en los ojos, a amarse y traicionarse, a soñar".


A pesar de contar sólo siete años, Martín sabía todo esto o al menos lo intuía. Martín llevaba meses soñando atrapar la Noche. La esperaba paciente día tras día poniendo a prueba los artilugios más ingeniosos de los que disponía para darle caza. Sabía que la Noche le daba los sueños que no le daba el día y por eso quería tenerla para admirarla a cualquier hora y poder soñar despierto. Comprendió que la Noche buscaba la luz para hacerse más oscura. Así, Martín encendió las viejas lámparas que dormían en el desván, como si de un cebo se tratara, y cuando llegó la noche atraída por ellas y penetró en la estancia por el tragaluz, Martín lo tapió con cartulinas y cartones. Contempló maravillado las estrellas que se habían colado por aquel sumidero, encendiendo chispas en sus ojos de golondrina.Temía salir del desván y que a su vuelta la Noche se hubiera esfumado. Para evitarlo, decidió vivir allí siempre, aunque echara terriblemente de menos sus juguetes y los mimos de su madre. Se haría un hombre valiente en aquel desván. Ignoró a la mosca del sueño y se bañó en la luz de la luna chapoteando polvo estelar por doquier sin importarle lo que tendría que limpiar después. Con los ojos enrojecidos y picantes se tumbó a descansar cinco minutos aunque no pudo evitar que, al despertar horas después, la luz del día volviera a inundar la estancia. Su hermana Clara lo miraba enojada por haberlo estado buscando toda la noche, pero él no pudo evitar enfadarse aún más con ella por haberle abierto la puerta a su Noche permitiendo que escapara una vez más.

PEPITA NOCHE

Pepita Noche era toda embrujo. Muchos la conocían como “ésa a la que todos aman”. Sus ojos, sus curvas, su voz, sus formas, su manera de amar.., todo en ella destilaba apetecible y misteriosa nocturnidad. Había olvidado sus orígenes o nunca nadie le había hablado de ellos. Pretendía encontrar su historia en boca de hombres y mujeres hechizados por ella en la intimidad de una alcoba, cuyas palabras la reconfortaban y reconstruían. Decidió adoptar para ella la teoría que un hombre viejo formuló antes de expirar tras los esfuerzos amatorios: “si por el día te escondes, deambulas huyendo de todo… eso es que eres y siempre serás hija de la noche”.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Hojas Secas.


Aún no me he recuperado de la visión que sigue pintada en mi retina y mi cuerpo tampoco parece dar señales de querer recuperarse del shock. Apenas puedo parpadear y mucho menos escribir. Me tiemblan las manos y me faltan palabras para describir lo que acaba de pasar aquí en mi cuarto. Y eso que soy escritor. En paro y con el síndrome de la página en blanco, pero escritor al fin y al cabo. Debería poder sentirme capaz de sacar una saga entera de lo que he presenciado y sin embargo, sólo pretendo escribirlo para no olvidarlo jamás, si es que algo así se puede olvidar. Quizá sólo haya pasado en mi imaginación pero sé que no, que ha sido tan real como yo. Me había alquilado una tranquila casita rural para tratar de refrescar mis ideas para la nueva novela que tenía apalabrada. Ésa que, a estas alturas del año, ni siquiera tiene forma en mi cabeza. Sonaba bien hace una semana aquella frase que tanto me había repetido en la universidad y que no había dejado de emplearla en mi madurez totalmente seguro de la flor que alguien, mi santa madre quizá, me había puesto en el culo “allí seguro que se me ocurre algo y otra vez a vivir del cuento –y nunca mejor dicho-”. Pero mi frustración iba creciendo al ver que se acababa el plazo de entrega del borrador definitivo y mi mente seguía en blanco. No, la flor nunca me había fallado y la presión me excitaba inspirándome hasta límites insospechados. Mi editora me besaría el culo al ver el borrador encuadernado en su escritorio justo unas horas antes de que nos venciera la maldita fecha, como la tenía acostumbrada sólo por ver su cara de éxtasis y oír los sensuales improperios que solía descargar contra mí. Se ponía tan bonita cuando se exasperaba… Y quizá me lo acabaría agradeciendo como sólo ella sabe. Sin embargo, aquella casita y su silencio desquiciante me estaban volviendo del revés. Soy un hombre de bullicio y de inspiración callejera. No se puede esperar que un entorno idílico sede a quién se duerme escuchando heavy del duro. La paz no es para mí, ni lo será. Pero no cambio ni por todo el ruido del mundo ni por todo el oro lo que he vivido hace unos instantes. Justo cuando estaba a punto de tirarme de los pelos ha ocurrido lo inimaginable, incluso para mí, que lo he imaginado casi todo y más si es por dinero. Es probable que al releer esto ni yo mismo me crea mis propias palabras. Pero sé que no son fruto del alcohol ni de un buen porro. Hasta hace unos instantes, una ninfa, no de las que detienen coches en lencería, sino una de verdad, una de esas criaturas que han poblado fuentes y bosques durante siglos, que han hecho perder la cordura y la paciencia a más de un incauto forajido y han tomado forma en las mentes de los grandes artistas, ha estado en mi cama. Miraba sin ver a través de la ventana de mi habitación con un café ardiendo entre las manos, cuando al entornar los ojos y enfocar, la he visto. Un cuerpo desnudo y tendido en el suelo alzaba una mano suplicante con las pocas fuerzas que le quedaban. Tardé un poco en reaccionar pero salí pitando hacia ella. A medida que me iba acercando a la ninfa sentía que mi corazón se aceleraba. Era como si de repente estuviera presenciando un milagro, la visión más espléndida que puede esperar un hombre enamorado de las musas. Pero aquel ser estaba malherido y se hundía en las sombras, el más cruel de los destinos para una criatura de luz. Sentí que me daba permiso para cogerla en brazos y llevarla a un lugar seguro. Sólo quise salvarla. Deseé que se salvara. La llevé dentro y la dejé con cuidado sobre mi cama. Temí que se hiciera añicos al rozar las sábanas. No me atrevía a hacerla nada, ni siquiera a acariciarla, aunque de mis dedos tiraban unos hilos con la fuerza de un imán de neodimio hacia su cuerpo. Casi podía sentir cómo mis labios boqueaban el aire buscando sus labios. Así que sólo pude quedarme petrificado, sin saber qué hacer. Entonces me miró a los ojos y sentí lo que no soy capaz de describir. Puede que me hechizara, pero estoy seguro de que no fui presa de ningún embrujo. Simplemente durante aquellos minutos la amé locamente. Quise acariciarla pero en sus gestos entendí que la aterrorizaba. Recordé que las ninfas huían de los seres humanos y conmigo no iba a ser diferente. Pero ella no podía huir. Buscaba un refugio donde morir. Quizá mi cama era algo más cálida que la tumba de fría y punzante hojarasca que la hubiera envuelto de no haberla recogido. Quizá necesitaba sentir que aquel mundo que se apagaba ante sus ojos no era tan malvado. Algo oscuro la estaba devorando por dentro. Agonizaba en mi cama por la ponzoña de una trampa mortal que invadía su cuerpo desnudo, níveo y centelleante, ennegreciéndolo. No he podido despegar mis ojos de ella. Y al mirarme una segunda vez supe que estaba perdido, condenado a ver cómo desaparecía entre las sábanas dejando un rastro de hojas secas.