lunes, 19 de septiembre de 2016

Una noche sin luna.

El pequeño Celián, en cuyas pupilas chisporroteaban las llamas que bailaban en el centro de aquella fiesta celta, se frotó los ojos para ahuyentar el cansancio. Su madre y las otras mujeres bailaban ante las lascivas miradas de los hombres del clan.., pero Celián no era consciente de aquello, por supuesto. Había tratado de llorar para conseguir captar la atención de su madre, pero había demasiado ruido. Como siempre. El clan de Celián era conocido por sus frecuentes celebraciones nocturnas, ruidosas y excesivas y no eran pocas las veces en que se sumaban otros clanes para entablar lazos de sangre o por intereses puramente comerciales. Y él era un niño tranquilo, muy observador. Decían que tenía alma de druida, pero él no sabía qué era eso. Tenía sueño así que decidió abandonarse a aquella sensación de párpados pesados y bostezos regulares, sobre esas pieles de vaca lanuda tan cómodas en las que su madre le había sentado. Entonces una suave brisa le acarició el rostro y sintió que el sueño desaparecía poco a poco. Miró al cielo nocturno y algo le extrañó. No había Luna. Había desaparecido. Debería estar en lo alto, alumbrándoles como todas las noches, como le contaba su madre. La Luna les protegía. Les susurraba sueños y velaba por ellos hasta la salida del Sol. Su ausencia le inquietó. Así que escudriñó en los alrededores. Quizá la Luna, como era tan pesada, se había caído de su sitio. Quizá las nubes no habían podido sostenerla en aquel techo estrellado. Entonces a lo lejos, a la entrada del Gran Bosque Sagrado de Névet, un destello captó su atención cortándole el hilo de sus pensamientos infantiles. De ese mismo lugar salió una figura envuelta en una capa oscura como la misma noche. Celián se asustó pero la figura alzó un poco la cabeza y así el niño comprendió y descubrió, bajo la amplia capucha, la cara oculta de la Luna, que sin duda era curiosa, sintiendo cómo volvían a cerrársele los ojos irremediablemente.