sábado, 23 de marzo de 2013

Sonido lastímero de trompeta.

El sonido lastímero de la trompeta resonando en las profundidades del parque quebrando el silencio me conmovió. Sonaba una conocida seguidilla castellana que me llevó a recordar aquellas noches de fiesta interminables de verano en el pueblo que tanto me alegraban el corazón antaño. Pero aquellas notas no sonaban tan felices y despreocupadas como yo recordaba, tenían un matiz de nostalgia que se clavaba hasta en el tuétano. Por fin llegué a la fuente del sonido. Procedía de un montón de rocas. Allí, entre toneladas de granito, estaba sentado aquel hombre que pintaba canas y tenía perdida la vista en el horizonte mientras sus pulmones insuflaban aire al instrumento y sus dedos correteaban por él al ritmo de esos sonidos que jamás se olvidan. Miré hacia donde supuse estaba el destino de sus melodías y por fin entendí. Al otro lado de la carretera se hallaba el camposanto. Así era como cada día ese hombre dedicaba probablemente a su mujer, o a su hijo, las canciones que habían oído en vida como quien lleva un ramillete de flores para que siempre se mantenga vivo su recuerdo.

jueves, 21 de marzo de 2013

Nada que contar.

Hoy me siento vacía, como si no tuviera nada que contar, como si no estuviera en mí y sólo fuera una triste muñeca de porcelana y ojos vidriosos inmóvil en el escaparate de la tienda más hermosa. Viendo sin ver, siendo sin ser, sonriendo sin querer. Mis dedos teclean al son de unas ideas fugaces. Es un milagro que tengan algo de sentido. En mi interior sólo suenan sus ecos. También esas ideas están vacías, débiles. Han perdido su lozanía, su esplendor. Ya no son tan jugosas como solían. Es la decadencia más absoluta de quien no da más de sí. De quién necesita beber de nuevas fuentes de inspiración para encontrarle sentido a lo que ya no lo tiene.

martes, 19 de marzo de 2013

Ya no será lo que se fue.

He quemado todos mis cartuchos. Siento que ha terminado una importante etapa de mi vida para dar paso a una sin duda más esencial, vital. Hasta aquí ha llegado una parte de mí que ya se siente extraña, que quiere quedar en el olvido para dar paso a un nuevo yo. Vivir exige una constante renovación, ser un Ave Fénix y resucitar de entre las ascuas ardientes para ser una versión mejorada de lo que se fue, pero sin olvidar la esencia. Siendo algo parecido, transformado. Muchas cosas ya no son lo que fueron, se mantienen en precario equilibrio hasta que la balanza de la vida quiera decantarlos hacia un lado o hacia el otro. Y ahí estoy yo intentando inclinar la balanza hacia el lado más oportuno para mí, el que me traiga menos desconsuelos, el que me ofrezca seguridad para seguir cuerda en este mundo de locos. Cada día me cuesta más conciliar el sueño, me acechan horribles pesadillas que presagian esos cambios internos. Son la mejor homeostasis, el mejor indicador y regulador del medio interno, la vía de escape que me queda para no colapsar y perderme entre tanto oscuro pensamiento.

martes, 12 de marzo de 2013

El convencionalismo en los vagones y el hombre de la capucha amarilla.

Hace tiempo que me descubro en el metro espiando furtivamente a los pasajeros en busca de un personaje que me atraiga lo suficiente como para inventar su historia, pero el convencionalismo reina en los vagones. Ni un alma diferente, llamativa. Todas esclavas de las tendencias, del dinero, de los instrumentos tecnológicos imprescindibles de pantalla táctil de ultimísima generación que les chupan el cerebro a través de los ojos que apenas parpadean hipnotizados por los píxeles de esas máquinas que acunan en sus manos de pulgares oponibles superdesarrollados a base de tecleteo frenético. Mentiría si no admitiera que hay alguna reivindicativa pero no deja de ser más de lo mismo: ese espíritu joven y luchador que encara al sistema con unos cuantos rotos en sus pantalones, pinchos en sus pulseras, un look muy transgresor y una novela de Tolstói. Pero sigue sin ser lo que busco. Sin embargo, hace unos días, cuando tocó el diluvio universal del año, me topé sin quererlo ni beberlo con lo que andaba buscando tan ávidamente. Un hombre de mediana edad perdido en sus pensamientos con ojos abiertos como platos tras unas lentes doradas, con una barba prominente pero no del todo descuidada, vestido todo de pana con unos pantalones y una sudadera amarilla encapuchada y un misterioso maletín de cuero. Tenía muchos ingredientes para pasar desapercibido pero algo me hizo centrar en él toda mi atención. Se sentó frente a mí y en el mismo instante en el que lo miré por primera vez, empezó a murmurar algo ininteligible y tras colocarse la capucha, como si dentro del metro fuera a caerle el chaparrón que azotaba en el exterior, se aferró a su maletín. Mi mente no paraba de hacer hipótesis, de viajar por su historia a través de los datos que ofrecían su comportamiento y su aspecto tan inusuales. Si no fuera por su gesto adusto y poco amable pensaría que el Capitán Pescanova se había escapado del anuncio de la tele, pero distaba mucho de parecerse a aquel personaje de ciencia publicitaria. Aquel hombre que portaba consigo ese maletín, sin duda encerraba un misterio. Todos sus gestos parecían querer esconderle de algo o de alguien pero a mis ojos aquello no hacía más que delatarle. Imaginé documentos secretos en manos de un estrafalario guardián custodio que escapaba de unos perseguidores escabulléndose entre la muchedumbre un día gris y lluvioso de marzo... Sin embargo, cuando me encontraba ensimismada en la búsqueda de respuestas a aquel interrogante la reconocida voz que anunciaba las paradas y conexiones de metro pregonaba mi destino y me obligó a apearme perdiendo la pista a aquel hombre de la capucha amarilla. Cuando me volví en el andén a echarle un último vistazo sus ojos profundos y azabaches se clavaron en mí burlones: no podría seguirle la pista.

lunes, 4 de marzo de 2013

La fragilidad más absoluta.

Hoy he apreciado, como nunca había hecho antes, la fragilidad de su cuerpo envuelto en esa bata a mediohacer que reduce el movimiento de quién la luce por lo fácil que resulta mostrar el pandero al mínimo gesto. Unas piernecitas reducidas al hueso cuelgan en esa silla ortopédica de la habitación 1404 del hospital a la que la han amordazado con tubos de oxígeno para limpiar sus pulmones. Unas manitas huesudas luchan por hacerse con el control de un triste muslo de pollo que apenas sabe a nada y que le está costando Dios y ayuda tragar por un esófago vago y desgastado que la ha vuelto de apetito caprichoso y pueril. Su cara ajada por la edad y los disgustos de los últimos tiempos ha empequeñecido bajo esa densa mata de canas acaracoladas y revueltas. Las enormes gafas de pasta que la permiten empeñarse durante largos ratos en la resolución de una sopa de letras, parece que se le vayan a lanzar por el trampolín nasal incapaz de seguir resistiendo y contenerlas. Sus ojillos de cordero degollao y su sonrisa triste y desganada me mueven a querer llevármela a casa aún teniendo a todos los médicos en contra.

Te quiero abuelita, recupérate pronto.

sábado, 2 de marzo de 2013

El caos aletargado.

Nunca me había sumergido así en el caos más absoluto. Allá donde mirara surgían sinsentidos que me sumían aún más en la confusión. Máscaras por doquier, estatuas que escupían vísceras, chamanes extasiados, curanderos exorcistas, báculos y espíritus mediadores se contorsionaban a mi alrededor en una danza macabra. No puedo negar que sentí miedo y a la vez fascinación por aquel mundo de sombras, de locura y perdición. Me vi atrapada por aquella atmósfera de humo y exclamaciones ininteligibles como si de un mal sueño se tratara y cuando por fin logré despertar me invadió una sensación de cambio, como si una parte de mí, una oscura parte de mí, se hubiera desperezado tras un largo letargo.

viernes, 1 de marzo de 2013

Román

Nunca olvidaré esa tarde fugaz que compartimos en aquella humilde casita de campo que era tu refugio, tu santuario. Aún recuerdo cómo sin palabras me adentraste en tu mundo de madera tallada. Me pareciste un auténtico artista, de esos que sólo quedan en inhóspitos reductos de este planeta... Conservabas como oro en paño las cajas de madera que tallabas con tus manos encerrado en tu fría y rústica habitación y me las enseñabas como si se trataran de un tesoro ancestral de valor incalculable con ese brillo tan especial en tus ojos. Ojalá hubiese podido pasar más ratos contigo tratando de adivinar retazos de tu pasado entre tus balbuceos en español.
He sentido la necesidad de escribir esto para, de alguna forma, agradecerte aquella tarde inolvidable.