domingo, 2 de septiembre de 2018

Una diosa en Madrid.

Empezaron a sonar esos acordes infernales que le ardían por dentro, así que subió el volumen de los auriculares y se dejó llevar por la locura musical que comenzaba a poseerla embotándole los sentidos como solía hacer la ambrosía. Corrió como si no fuera corpórea, como si no llevara siglos sin hacerlo, provocando las miradas atónitas y lascivas de los hombres y mujeres que abarrotaban la Gran Vía y los chismorreos de las ancianas escandalizadas que sorbían los restos de su pegajoso smoothie en las terrazas. La acera se empezaba a quedar pequeña para sus propósitos, así que cogió impulso y saltó tanto como pudo para seguirse elevando con las corrientes de aire que se colaban entre los edificios. Un niño gritó "¡Spiderman es una mujer!" pero no lo oyó. Abrió los brazos, respiró a pleno pulmón, se hizo el solo de guitarra de "If you want blood" y aterrizó en la azotea más cercana. Oteó el horizonte y saltó de un tejado a otro entre risas que quebraron el cielo. Era una de las ventajas de ser una diosa. Madrid se veía realmente preciosa desde allí. Y ella estaba radiante con el sol del atardecer bañando su cuerpo de divinidad enfundado en esa camiseta de tirantes y aquellos pantalones que permitían movimientos de pantera esculpiendo en cuero su figura. Si por algo envidiaba a los humanos era por esa sensación de libertad continua y por ser capaces de componer música infernal. Estaba claro. El Olimpo iba a tener que esperar.

Escribir de todo y de nada.

A veces creo que escribo de todo y a veces que escribo de nada.
Que hablo de mis emociones más profundas, universales y absolutas, de revelaciones del alma, que en el prisma del tiempo acaban pareciéndome un montón de estupideces, soliloquio insoportable lleno de ridiculeces vanas. Que de la hoguera muy poco se salva. Que doy vueltas sobre lo mismo, perdida en el carrusel de mis pensamientos, examinándome al detalle con alevosía hipocondriaca, sufriendo lo indecible por ello casi por hobby, royendo un hueso que nunca acaba, que no me deja satisfecha y que su sabor amarga. Pensamientos que se enredan, que son ovillos de lana. Que llenan diarios de una adolescencia incompleta e inacabada. Que pierden el sentido y provocan la carcajada. Que no se sabe dónde empiezan ni tampoco dónde acaban. Tormentos que se destiñen y se vuelven una mancha difusa en el expediente, un pobre chiste sin gracia. Que hacen ruido de cacerolas en mi cabeza y no son nueces ni son nada.
Que escribo desde mi torre de princesa encerrada, que no ha experimentado lo suficiente pero cree saberlo todo tan sólo porque lo abarca su mirada, porque tiene la capacidad de imaginarlo cuando le dé la gana y así vuela "in aeternum" como una hoja desprendida que no acaba de tocar fondo, que no vuela pero "es volada". Sin rumbo en un desierto de fantasía estéril, de oasis sin calma. Que acabará muerta con un libro en las manos, preguntándose aún si vivió su vida, o se perdió en el típico cuento de hadas, si no fue un espejismo o simplemente nada.
Y así me devano los sesos, vivo sin vivir, escribo sin decir. Aunque quizá en cada cosa que escribo esté la clave para dar el siguiente paso, a modo de instrucciones para la existencia. Escribir de todo y de nada no es estético, ni productivo a simple vista, pero aclara la visión, despeja el camino, sana. Porque contiene algo mío, quizá un reflejo de mis miedos y de mis esperanzas. Quizá sea mi forma de abrir caminos entre tanta lana desmadejada.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Tras los barrotes.



No puedo remediarlo.

Mi mente se escapa y vuela a tu lado. Una y otra vez.

Le he puesto barrotes a las ventanas, no sé si para evitar que ella salga o que tú entres.

Y juraría que ella actúa por hambre y desesperación.

Pobre loca. Aún cree en ti.

Cada día viola mis leyes sin importarle un carajo el castigo.

La vuelta a la inanición, a la nada.

Cada día juega con tu recuerdo sabiendo que me ofende en lo más profundo.

Pero yo tampoco me salvo. Os miro. Y estoy ahí contigo. Bailando tras los barrotes.

Y de repente ésa es la única fantasía que haría realidad.

Y aunque no quiero, cada día durante varias horas estiro los últimos instantes en que fuimos sólo nosotros.

Porque ahora tengo el presentimiento de que somos muchos.

Y no cabemos.

El espacio reducido en el que nos quemábamos la piel es ahora un espacio insignificante cualquiera.

Nunca pensé que fuera a importarme.

Pero me indigna.

Me indigna que no veneres esos momentos como lo hago yo.

Con la solemnidad que merece lo sagrado.

Nunca te había sentido tan lejos.

Nunca te había despreciado tan íntimamente, tan visceralmente. Quizá como te quiero.

Nunca me había pesado tanto el tic tac del reloj.

Nunca me habían dolido tanto unos acordes.

¿Piensas en mí?

De verdad querría saberlo.

Y sería mucho más fácil si te pronunciaras al respecto.

Pero he de lidiar con tu silencio, una vez más.

Con tu ausencia, una vez más.

Con el teléfono inerte en mis manos.

¿Piensas en mí? Te lo repito por si a fuerza de decirlo te acaba llegando el eco, como un mensaje en una botella.

Pero no te das cuenta de que tu mar está plagado de botellas y no has abierto ninguna.

Me niego a pensar que sea cobardía.

Me niego a pensar que sea indiferencia.

Me niego a pensar que creas que es lo mejor.

Me niego a pensar que no sientas nada, que fuera todo un juego, como el baile tras los barrotes.

Me niego a pensar que no merezca más instantes eternos contigo, que los tenga que mendigar.

Me niego a pensar que estés usándolo a tu favor.

Pero parece que has puesto precio a tu tiempo, a tu cariño y que cualquiera puede pujar por ellos.

No sé cuánto tiempo más bailaremos.

No sé cuánto tiempo más aguantaremos.

No sé cuánto tiempo tardaremos en desvanecernos.

No sé cuánto tiempo.

No sé.







viernes, 31 de agosto de 2018

El sufrimiento emocional crónico.

Aquí van unas cuantas obviedades vitales, que son obvias teóricamente desde que nos cuentan eso de que la vida es nacer, relacionarse, reproducirse y morir (como si fuéramos a aceptarlo tan fácilmente, como si fuéramos ovejas dóciles e imbéciles, como si la vida no fuera un viaje de entendimiento profundo, de rebeldía y revelaciones), pero que sólo resultan obvias empíricamente cuando se viven y nos asolan temporalmente y luego reunimos el valor de analizarlas desde la distancia espaciotemporal valorando cuán capaces hemos sido de afrontarlas y cuál será nuestra posición en el futuro.

Las pérdidas, los desencantos con nosotros mismos, con nuestras vidas, con nuestra existencia, con nuestras circunstancias, con nuestros mayores, con nuestros familiares y amigos, etc, son parte esencial de nuestro crecimiento. Suelen responder a pasados demasiado cerrados, llenos de exigencias y perfección, de lazos familiares opresivos, de deseos frustrados, de tabúes, de corsés sentimentales, de alejamiento del dolor y del error, como si la línea recta fuese el único camino a la meta. A veces el sentimiento de derrota es rápidamente sustituido por otro mucho más motivador y positivo y otras veces nos abandonamos al sufrimiento dejando que se instale en nosotros, durante años incluso. Y todo cambia. Y todo se deforma.

Cuando dejas que el sufrimiento sea parte de ti, de tu carácter, de tu intimidad, la nueva base de tu filosofía e incluso de tu creatividad y se convierte en tu aliado, en la excusa perfecta para seguir viviendo en el inmovilismo, en el falso conformismo, en la convicción de tu propia incapacidad... Crees que la única vía posible es la de ir a la deriva. LLega a gustar cómo te petrifica y te conviertes en víctima de ti mismo y de tus circunstancias y vagas sin rumbo; los horizontes y las expectativas, antes claros y definidos, se diluyen como pintura aguada que escurre sobre el lienzo y el descontento motoriza tus impulsos carnales, espirituales y creativos. Durante mucho tiempo te convences de que quizá siempre has sido así, de que no saldrás de ahí porque en el fondo eres así, que nadie acudirá a salvarte de ti mismo como un ansiado redentor. Lees, buscas desesperadamente el ancla que al izarse te lleve a la superficie para poder respirar aire puro otra vez... Pero no llega porque eres tú. Y llenas páginas de diario con pensamientos funestos y analizas hasta la extenuación la base de tu comportamiento, como si fuera un parásito que pudieras extirpar tan fácilmente. Te dicen el famoso "todo pasa, ten paciencia" pero te pueden la impaciencia y la ansiedad. Y cometes errores. Y dejas de reconocerte. Te transformas.

Pero llega. Llega en un momento cualquiera el día en el que no notas más ese peso. Y no necesitas escribir frenéticamente para llenar tu descontento, para contentar tu hambre de felicidad, de autosatisfacción. Y llega la calma a la mente. Entonces empiezas a desintoxicarte de ti mismo y de tus hábitos durante el sufrimiento y te vuelves a acercar a tu yo de antes pero renovado, con una nueva consciencia de ti mismo y de tu vida. Y encuentras antiguas emociones y las entiendes, pero las nuevas son mucho más potentes e inspiradoras para el día a día. Y entonces eres feliz sin más. Mi consejo es que cuando te reconozcas en ese dulce momento, no busques demasiadas explicaciones y úsalo para reorganizar tu vida y tu interior. Tus valores. Redibuja tus horizontes, defínelos con trazos gruesos y simplemente anda hacia ellos con firmeza. Ya tienes el propósito que te faltaba. Ya puedes caminar sin las piedras en los bolsillos porque las has sacado inconscientemente y te ha gustado sentirte ligero. Ese momento llega y es absolutamente renovador. Aprovéchalo. Quizá tengas las páginas del diario más vacías que nunca. Quizá tengas sequía creativa. No te preocupes. Siempre puedes redirigir tu fantasía en otra dirección. Prueba a buscar de nuevo. No se te ocurra angustiarte. Estás viviendo de verdad. Sólo deja que te inunde la calma.

jueves, 30 de agosto de 2018

Se ha ido.

No lo puedo creer. Que no lo encuentro oye.
¿Y si en un descuido este verano lo he perdido por ahí? Es verdad que no le he hecho mucho caso...
Ahora, que si se ha ido... Maldito bastardo. Se ha tenido que ir. ¡¿Cómo se atreve?!
Después de tantos años... Esto es que se ha ido. Si no no me lo explico. Las sábanas están intactas. No hay colillas en el cenicero. Ni un triste mensaje en el contestador.., ni una triste nota de despedida ahorcada
en la nevera. ¿No le enseñé buenos modales? ¿No ha aprendido nada de mí? Es increíble. ¡Después de tantos años!
¡Yo que lo adopté como forma de vida, mascota, compañero de cama y base del pensamiento!
Por lo menos podría haber respetado mi aversión a la incertidumbre. ¡Podría haberme dejado por whatsapp! ¡No pido tanto!


Odio este silencio.



Definitivamente se ha ido. Ya está. No vale darle más vueltas. Cuanto antes lo acepte mejor.

¿Pero cómo?

Supongo que es ahora cuando empiezo a pensar como una mujer madura, ¿no?

Ok entonces lo primero será decirlo en voz alta.

Bien.
Allá voy.

El...
Oh por favor.

Vale, ya.

El...
Dolor... Se ha ido.

Oh, maldita sea. ¿Por qué se me hace tan duro verbalizarlo?
¡Soy una mujer madura por el amor de dios!
Supongo que no se tendrá en cuenta que haya aguardado tras la puerta a que regresara, sólo por si se hubiera desubicado o por si hubiera sido un calentón, de vuelta a mis brazos como un niño perdido, pero... no le he oído al otro lado.

Así que esta vez va en serio. Ha querido independizarse.
Seguro que cuando vuelva no lo reconozco. Porque volverá. Y ya no será el mismo. Quizá tendrá un olor distinto. El peinado algo más sofisticado. Con barba de unos días.
Pues no estoy alegre. Pero me haré la dura con mis amigas.
No imaginaba la vida sin él. Encajábamos joder.
No pensaba que me fuera a dejar, la verdad. Soy una hembra difícil y orgullosa. Y me gustaba nuestra relación.
Se va sin dejar rastro, es un auténtico bastardo. Un bastardo sexy, facilón y de naturaleza devastadora.
Mis páginas en blanco nunca serán más incómodas.
Pues que le vaya bien.
Se acaba de convertir en mi ex más odiado.

miércoles, 13 de junio de 2018

F8

Sus pequeños deditos jugaban a parecerse a los de su madre, incansables y precisos encajando piezas, manipulando chips y cables, fabricando complejos circuitos electrónicos, soldando chapas... Aunque tenía mucho que aprender de ella, no le faltaban interés ni chispa en la mirada y a sus siete añitos era todo un experto en mecánica espacial y naves. Su juego favorito era rebuscar entre los montones del vertedero de chatarra la pieza que su madre le encargaba y no había cosa que le hiciera más feliz que el beso que recibía en la punta de la nariz cuando regresaba de la búsqueda.

El pequeño empezaba a sospechar que a su madre no le importaba si acertaba a traer la pieza correcta porque ella siempre, siempre, le besaba.

Un día se atrevió a comprobarlo llevando una pieza que nada tenía que ver con la que ella le había pedido. Mara, que así se llamaba su madre, le soltó el besito en la nariz como si nada y entonces cuando se paró a examinar la pieza, le miró inquisitiva y juguetona y cuando él sacó de su delantal la correcta ambos se echaron a reír.

Le gustaba calcular el tiempo así, en besos. Para su octavo cumpleaños quedaban exactamente 3 y no podía reprimir su orgullo porque ya se sentía casi un adulto más y estaba más cerca de poder pilotar una nave él solito. Lo único que le preocupaba era que Mara dejara de darle besos en la nariz.

Y esa era su vida en Taller, el satélite artificial en el que vivían desde que desembarcaron del Gran Crucero sin saber cuál sería su destino, o si volverían algún día a por ellos. Habían pasado unos 8 años y seguían sin recibir noticia, ni señal de aquellos seres humanos que habían compartido la travesía espacial huyendo de un planeta Tierra enfermo.

Los habitantes de Taller trabajaban para no perder la esperanza. Algunos se afanaban en la construcción de un receptor de ondas de radio suficientemente potente y otros como Mara, fabricaban naves a partir de complicados planos. No era fácil hacerlas funcionar. Lo más complejo era cargar las baterías con aquel mineral brillante que custodiaban en el Almacén. No podían desperdiciarlo porque no sabían cuando volvería el Gran Crucero a rescatarlos. Lo que sí sabían era que los recursos escaseaban en Taller y tarde o temprano tendrían que salir al espacio exterior a por provisiones.

El pequeño Fate, o F8 como solían llamarle, contemplaba cada día aquel planeta Tierra enfermo que se aparecía gigante en el firmamento, con la única ilusión de ver con sus propios ojos los árboles sagrados de los que le hablaba su madre.

domingo, 20 de mayo de 2018

Abuelos.

Siempre me prevenían de ese tiempo sin ellos.

Querían que entendiera la ausencia, que la procesara y aprendiera a vivir con ella.
Pensaban que así me protegían de lo duro de la vida y de los efectos de la soledad involuntaria.

"Disfruta de tus abuelos que un día los perderás", me repetían unos y otros.

Lo que no imaginaban es que yo ya vivía con la angustia de que desaparecieran un buen día, sin más.
Sin pedirme siquiera permiso para irse.
Como la arena que se escurre entre los dedos.

No sabía cómo exprimir -aún más- los momentos con ellos. Que fueron muchos.

Yo andaba aterrorizada de que se volatilizaran en medio del parque de canastas o al llamar al timbre de mi puerta con la bolsa de palomitas y el paquete de chicles que compraban para mi hermana y para mí el fin de semana o al echarse la siesta o al desaparecer por una sala del Museo de Ciencias.
Pero ellos como si nada, como si no se fueran a ir jamás de mi lado. Eran felices. Eran maestros en eso de restar importancia a lo que inevitablemente llegaría con el paso de unos pocos años.

Lo daban por hecho. Lo asumieron. No lo pensaban. No sé. El caso es que no podrían haber imaginado que años después de su partida yo seguiría rota por dentro.

Trataron de prepararme.
Como si así fuera a doler menos.
Como si mentalizándome previamente en sesiones de entrenamiento intensivo fuera a lograr doblegar la angustia futura con éxito.

Y sin embargo, dolió tanto que no cabe en palabras.

El entrenamiento no fue suficiente. Fracasé.

Y a día de hoy sigo sin estar preparada para esa ausencia eterna. Aunque sonrío a menudo.
Y nunca es como te dicen ni como piensas.
Es como es al final. Como sucede. Como lo padeces. Como lo sientes. Como lo gritas. Como te duele.

Ahora vivo la nada. Una pausa gigante.

Entre cafés y recuerdos. En una vigilia inacabable.

Recordándoles saludándonos desde la ventana de la cocina hasta vernos doblar la esquina.

miércoles, 18 de abril de 2018

Se me hace extraño que vuelvas.

Había logrado convivir con la espera.., alimentándome de fantasías absurdas y pueriles para no morir de inanición sentimental.
No soy de dejarme fenecer ni de amurallarme el corazón, lo reconozco. Ni soy tampoco de perderte en los recuerdos.
Nuestros "yos" imaginarios se me rebelaban, violando la quietud de lo vivido, saltando al vacío de los pensamientos para amarse una vez más en la oscuridad. Y yo los dejaba hacer, vencida por la tentación.
Allí estábamos bien. En mi cabeza, me refiero. Mejor que bien. Allí éramos perfectos. El uno para el otro.
Podíamos rozarnos las manos y los labios sin temernos. Aunque temblábamos igual.
Casi me había acostumbrado a tu presencia onírica, como único consuelo, como pan mío de cada día.
Por eso se me hace extraño que vuelvas. Corpóreo. Sin más. Como si no te hubieras ido. Como si no hubieras estado ausente tanto tiempo.
No me atrevo a decirte nada... Te he sido infiel con tu recuerdo. ¿Debería sentirme culpable?
¿Qué quieres que te diga? Que vuelvas es una fatalidad.
¿Y si tu recuerdo te encontrara fresco en mi pensamiento? ¿Se volvería loco por verse a sí mismo? ¿Se autodestruiría?
Ahora me haces pensar qué vale más. Si tu presencia temporal o tu recuerdo eterno.
Se me hace extraño que vuelvas. Y que lo remuevas todo. Como siempre. Aunque lo admito, volver a respirarte es insuperable.

domingo, 4 de febrero de 2018

Qué malo.

Qué malo es deberse palabras, cuando lo valen todo.

Qué malo es deberse razones, cuando lo explican todo y ponen fin a la elucubración.

Qué malo es deberse un momento que nos cure a ambos. Así andamos mendigando pócimas milagrosas a otros...

Qué malo es esperar un instante contigo, que nunca llega.

Preparo discursos largos, llenos de cosas pendientes que decirte, esperando escupírtelo todo con un beso.

jueves, 1 de febrero de 2018

Isla Infancia.

Muchas veces me pierdo en mis pensamientos. Soy de ese tipo de personas que bucean a menudo por su mente e incluso hacen el muerto en el mar de su memoria y se dejan llevar por las corrientes.
La mayoría de las veces acabo en una isla en concreto. Una isla virgen, intacta, inocua, patrimonio de mi humanidad: mi infancia.
Allí muchas cosas están a salvo pero con el tiempo se han ido desfigurando. Desde hace un tiempo hay una neblina extraña de olvido, olor a desván y ha crecido la vegetación salvaje tapando la vista.
Cada vez me cuesta más llegar al corazón de mi pequeña isla. Soy una extraña en esta tierra, su humedad me satura los pulmones, me asfixia. Creo que así es como me habla la isla, mandándome señales para que la abandone. Un día viví en ella como fauna autóctona y ahora soy una especie invasora que no encaja. Duele.
Mientras estoy allí doy largos paseos admirándolo todo para recordarlo durante el viaje de vuelta, como si nunca supiera cuando podré regresar.
Desde la orilla oteo el horizonte. Reconozco que lo que veo, esos pegotes que sobresalen en el mar, me gusta aunque no puedo evitar sentir miedo ante la idea de abandonar mi querida isla. Miedo y mucha ansiedad.
En mi isla hay personas que no pueden salir de ella. Intenté, en viajes anteriores, que nadaran conmigo de regreso al continente pero no hubo manera. El mar les quemaba.
Esas personas se han ido a vivir al corazón de la isla y visitarlos supone atravesar un laberinto espinoso de una especie recia, resistente y de crecimiento vertiginoso. Cualidades de una mala hierba. Admito, a mi pesar, que lo he dejado crecer entre visita y visita y se está lignificando. No puedo nadar hasta aquí con la katana que he fabricado en el continente porque el mar la funde.
Tengo las manos llenas de arañazos tratando de llegar hasta ellos, pero es imposible avanzar. No puedo verlos. No me llega el eco de su voz. Tampoco les llegan mis gritos.
Lloro amargamente. Los echo tanto de menos.
Cuando lloro escribo mensajes en botellas y las lanzo a la deriva. Necesito un rescate que no llega. Cuando me doy cuenta de que he naufragado, acaricio la arena una última vez y vuelvo al agua. De pequeña saltaba las olas. Ahora ya no me divierte, juraría que se han vuelto más poderosas. Trato de no volver la vista atrás pero es imposible, como cuando de niña localizaba la sombrilla de mi familia, de rayas verdes y blancas, desde mi piscina de arena. Entonces me envuelve la corriente contraria y el océano me obliga a nadar con los ojos puestos en la otra orilla. Cuando llego a tierra hay gente esperándome, me ayudan a levantar, me colocan una toalla para secarme. Me preguntan, con la preocupación enmarcándoles el rostro, dónde he estado para venir tan desastrosa y derrotada. No me salen las palabras. Sólo puedo levantar la vista hacia el horizonte. La isla ha desaparecido.

Os prometo que volveré.

miércoles, 24 de enero de 2018

Pan y migajas.

No hay nada más patético que sentirse destronada de un trono que jamás te perteneció.
No hay nada más patético -se decía cada vez que se sorprendía furiosa y encelada- que desear lo que se creyó posible, aunque sólo fuera por un instante.
No hay nada más patético que desear el pan cuando sólo te caen migajas.
¿Qué cabía hacer ante aquella situación? ¿Razón y entendimiento? ¿Fuego y furia? ¿Punto y coma? ¿Corto y cierro? ¿Sal y alcohol para las heridas..?
En cualquier caso, las heridas eran de su propia cosecha. Ella solita se había marcado las entrañas con fuego. Y ahora, que se las lamía como una gatita, se lamentaba de habérselas hecho.
Alguien le había advertido de aquello, pero ella se creyó inmune. Qué error. Nadie está a salvo de las trampas del destino.
¿Debía agradecer esas migajas y aceptarlas sin rechistar para racionárselas a escondidas y vivir siempre así? ¿O rechazarlas con altanería para ir a buscar una nueva fuente de alimento?
¿No había más opciones? ¿Por qué no encontrar la forma de pegar esas migajas y hacerse un pan como unas tortas?
Nada sonaba del todo bien. Nada la reconfortaba. Sólo la autodestrucción y la culpa parecían ser el mejor refugio. Pero no quería claudicar. Sabía que las mujeres, grandes costureras, se remendaban el corazón y que aquello las hacía más fuertes. Se imaginaba a su madre, a sus amigas, a sus abuelas, a sus tías.., pasando hambre, cerrándose las heridas... Ella no sería diferente, comprendió en su soledad. Sabía que ésta era su prueba particular, una carrera de obstáculos, parte del ritual iniciático en eso de ser mujer. Por eso respiraba y pensaba, tratando de deshacer el ovillo que habían formado sus pensamientos enredados.
Quizá sólo se trataba de controlar su manera de desear... ¿Pero acaso puede desearse algo a medias? ¿O sólo un poquito?
Por definición el deseo es desmedido. Incontrolable. Y subjetivo. Su única solución es el budismo. Conocer nuestras debilidades y cortar el sentimiento de deseo antes de que se vaya a producir. Despojar al deseo de sus cualidades intrínsecas para transformarlo en lo opuesto. Algo medible, objetivo y controlable. Un enemigo neutralizable.
La voluntad está en el deseante no en lo deseado. Porque el objeto de deseo no tiene ni voz ni voto ni culpa. A no ser que sea un pan que se contonea ante nuestros ojos con aroma embriagador...
A no ser que ese pan te coma la boca. Y los sueños. En cuyo caso es un pan un poquito hijo de p...
A veces ella ha sido pan y ha comido bocas y sueños.
Y a veces, la inmensa mayoría, ha sido migajas.
Y cuando por una vez ha querido el pan con todo su ser... Ay, cuando lo ha tenido al alcance de sus dedos... Se ha tenido que tapar la boca contraria a su voluntad. Ha tenido que cerrar sus sueños.
Y así está ahora, furiosa y encelada por lo patético. Obligándose a cancelar fantasías por propia prescripción médica.
Sin duda, el destino es hijo de panadero. Un niño travieso con un pan en la mano que disfruta sádicamente al sacudirlo delante de tus narices, desprendiendo su aroma y dejándote babeando indefensa y deseante. Y cuando, pobre infeliz, alargas la mano, el niño cabrón lo retira entre carcajadas como en un juego infantil.

sábado, 6 de enero de 2018

¡Bésame, canalla!

Llévame a lo oscuro,
¡y bésame, canalla!
Que nos sorprendan los escalofríos,
que nos apremie el alba.
Atrápame en lo oscuro,
¡y ámame, canalla!
Que me envuelvan tus brazos,
que se me rebele el alma,
en este coche diminuto,
al rayar la madrugada.

jueves, 4 de enero de 2018

Ésa, ésa no era su Noche.

Era un precioso manto estrellado, bello y espectacular hasta cortar la respiración, pero no era su Noche.
Su Noche extendía unas manos juguetonas, salpicadas de constelaciones, que lo acariciaban y lo hacían volar. Eso a él le enganchaba y por eso siempre salía a su encuentro desesperado.
Pero esa vez su Noche no apareció. No le hizo volar.
Estaba acunando a la pequeña criatura que él había engendrado.