viernes, 19 de junio de 2015

El secreto de la Mansión Baltimore.

Isabelle cumplía dieciocho años. De esos dieciocho largos años, diecisiete y casi doce meses los había vivido en el orfanato junto a los que consideraba sus hermanos, niños y niñas que, como ella, habían tenido que sobrevivir a la pesadumbre, a la resignación, inventando aventuras por la residencia, un edificio enclavado en una zona arbolada algo apartada de la ciudad. Cumplir la mayoría de edad suponía adquirir algo que no habían tenido nunca: capacidad para decidir por sí mismos qué rumbo dar a su vida. A esa edad los chicos del orfanato eran oficialmente libres para salir a conocer el mundo o lo que era más inmediato: la cercana ciudad de Baltimore. Ese día todos los chicos del orfanato y las amas de llaves, que querían a Isabelle como a una hermana o incluso una hija propia, celebraron, como hacían cada vez que alguno cumplía dieciocho años, con sincera alegría la salida de su hermana mayor. Aunque lo pasaron muy bien, en el fondo sentían muchísimo pesar ante la perspectiva de vivir sin Isabelle, que se debatía entre la ilusión de salir y ser libre o quedarse allí con ellos, su única familia. Isabelle era un alma pura, la alegría de la casa y todos la querían muchísimo.

La despedida fue amarga, un pellizco al corazón, pero los niños no dejaron de sonreír para hacerle a su querida Isabelle menos duro el momento del adiós que precedía al vacío.

Isabelle llevaba un buen rato perdida en la carretera hacia Baltimore. Manoseaba un viejo periódico y de vez en cuando leía las ofertas de trabajo. Ése era su objetivo: encontrar un buen trabajo y un hogar. ¿Sería mucho pedir? Después de un buen rato leyendo se empezaba a desesperar. “Periodista no, Vendedora ambulante no, ¿¿Cabaretera?? ¿Pero es que no hay ni un solo trabajo para mí en esta ciudad?”, pensaba para sí dejando escapar esas maldiciones que se inventaban en el orfanato.
Tiró el periódico cansada y hambrienta y se sentó en la maleta derrotada, que le parecía más pesada que al iniciar el camino. Entonces, le sobrevino un agotamiento que nunca había sentido. Tuvo ganas de llorar, de volver al orfanato y rendirse al sueño de explorar un nuevo mundo.
Sin embargo, cuando creía perdida toda esperanza, se posó a sus pies un papel que había arrastrado el aire. Lo cierto es que se había levantado un viento furioso e Isabelle empezó a sentir las primeras gotas de lluvia. Si se le echaba encima la tormenta que se avecinaba lo iba a pasar verdaderamente mal. No había imaginado así su salida del orfanato. Por fin lo vio y se agachó para cogerlo. Empezó a leer.
-“Se busca persona”… vale eso está… “seria y responsable”… bueno, eso puede ser mejorable.., “para… mantener una casa en orden”. Bueno no es el sueño de mi vida pero por algo tendré que empezar ¿no? “Mansión Baltimore” ¿Una mansión? Qué raro… no… no pone la dirección…
Entonces empezó a llover de verdad como si no hubiera un mañana: -¡Genial! ¡Estupendo!- gritó su frustración a los cuatro vientos. La única respuesta que recibió fue un trueno. Dio un respingo, se abofeteó un par de veces las mejillas como solía hacer para entrar en razón, alzó la cabeza sintiendo que volvía a inundarla la necesidad de sobrevivir y al fin vio una salida. La mansión Baltimore. -Allá voy- se dijo convencida cuando al subirse a un pequeño montículo, para intentar situarse, vio lo que parecía una enorme casa al final de un camino.

Isabelle se topó con una puerta robusta. Llamó delicadamente pero no hubo ninguna respuesta. Llamó más fuerte, y más y más y en uno de esos golpes la puerta cedió con un chirrido. Isabelle decidió que la lluvia ya la había empapado lo suficiente y entró en la mansión. Apenas quedaba nada de su aspecto de niña bien educada y recatada. El pelo mojado y esa sensación de cansancio la habían transformado en su versión más oscura y decidida, algo menos frágil. Tampoco quedaba nada ya de aquel oportuno panfleto con la oferta laboral, que aún llevaba en la mano, pues estaba echado a perder.
-¿Hola? ¿Hay alguien en casa?-. A Isabelle la recibió una atmósfera algo viciada. Probablemente en algún lugar de la casa habría una chimenea calentita. Isabelle se sintió reconfortada. Sin embargo, se sentía inquieta. De algún lugar salía un murmullo continuo como un coro de voces fantasmales. No podía localizar de dónde venían además la casa parecía aparentemente vacía.
–Hola. La puerta estaba abierta y fuera llueve mucho. Vengo por la oferta de empleo- dijo mostrando aquel papel mojado totalmente inutilizable. Dejó la maleta en el suelo y se escurrió la falda que goteaba como si la hubiera sumergido completamente en una pila. Aunque todo era extrañamente lúgubre y la impresionaba, no se achantó y siguió hablando alzando un poco más la voz.
-En la oferta dicen que requieren los servicios de una persona seria y responsable y verán creo que doy el perfil... llevo años cuidando de una panda de locos bajitos..,emm de un montón de chicos, quiero decir, así que ¿qué dificultad podrían tener una casa grande y un montón de trastos viejos? Lo único que puedo tratar de mejorar es lo de "no hacer preguntas"... porque soy bastante habladora cuando cojo confianza.., y lo veo un poco difícil la verdad, si me permiten el atrevimiento.

Entonces se abrió una puerta de forma inesperada y tras ella apareció un hombre muy entrado en años, con gafas de media luna, una barba bien recortada y aspecto de mayordomo. -En seguida le llevo su bebida señor, aderezada con un culín de ron añejo como a usted le gusta- dijo dirigiendo su voz ajada hacia lo alto de unas escaleras que irrumpían majestuosas en el gran salón. El viejo reparó en la chiquilla empapada que permanecía plantada en el hall. -Ah has venido. En tu cuarto encontrarás ropa. Puedes empezar por el salón comedor. La vajilla es de plata. El señor la quiere tan reluciente como si acabara de salir de la orfebrería. NO-ROM-PAS-NA-DA- dicho esto, el anciano mayordomo se dirigió hacia las escaleras sin añadir nada más.

Isabelle se quedó petrificada, con la palabra en la boca. Tan sólo pudo decir un tímido “GRACIAS” tan abrumada como se sentía con aquel recibimiento. No sabía muy bien qué hacer así que pensó que buscaría su habitación. Aquella mansión rezumaba misterio. Tras perderse por larguísimos y tortuosos pasillos, Isabelle encontró por fin una pequeña habitación. En la cama, un montoncito de ropa limpia y seca le daba la bienvenida a su nuevo hogar. ¿De verdad la esperaban? Isabelle, decidió que aquello era una pregunta que resolvería más tarde y se tendió sobre la cama sintiéndose segura por primera vez desde su salida del orfanato. Se desperezó para secarse, y cambiarse de ropa. Pero luego se desplomó sobre la cama de nuevo quedándose profundamente dormida sin sospechar siquiera que unos ojos claros la observaban. Por la mañana la despertaron los rayos de sol más dulces. Decidió que, si todo era como había sido hasta el momento, nadie le diría qué hacer. Así que se puso en marcha. De camino al salón comedor encontró las cocinas. No había nadie, para variar, por lo que husmeó entre los cacharros y encontró una tinaja de hojalata llena de leche fresca. Se sirvió un buen tazón y tras lavarlo con mimo puso rumbo al salón comedor, donde empezaría su jornada. Al llegar allí, al fondo de la estancia, en una preciosa alacena se exponía una preciosa vajilla de plata. Isabelle se sintió desfallecer ante tanta cubertería que debía abrillantar pero contentar al señor de la mansión sería la única forma de ganarse su confianza. -Bueno Isabelle,- se dijo a sí misma – empecemos, que esto no se va a limpiar solo.

Así pasaron los días. Isabelle no hacía preguntas y trabajaba sin parar, pero necesitaba hablar con alguien. Quería conocer a ese señor de la mansión que no se había dignado a decirle nada. Un buen día al fin pudo conocerle aunque no fue tan agradable como hubiese deseado.

-Así que eres tú la que merodea por mi casa a mis espaldas, poniéndolo todo patas arriba, sin respetar mi descanso. La misma que abrillanta la vajilla. Por cierto, venía a comentarte que no la veo suficientemente brillante.
-Señor... verá yo vine hace ya... unos cuantos días por una oferta de trabajo... pero... usted no salió a recibirme. Su... su criado…-
-Melman- la interrumpió.
-... Melman me dio las indicaciones precisas para empezar en seguida y así lo hice.
-Ya veo... Este Melman... deja pasar a cualquiera.
-Verá creo que él quería que yo estuviera aquí.
-Ya le diré lo que pienso de contratar a la primera persona que se pierda por los alrededores. De momento usted es la elegida para mantener el orden en esta casa.
-Pues eso haré señor…
-Jules.
-Eso haré señor... Jules. Puede estar tranquilo. Su vajilla está en buenas manos.
-Lo dudo...

Y allí la dejó. Plantada de nuevo con la palabra en la boca. Isabelle sólo pudo pensar en la tristeza que había en sus ojos... parecía joven y sin embargo, su voz parecía la de un hombre cansado... de vivir.
-Has de comer algo chiquilla o te quedarás más plana que un lienzo- la voz de Melman la sobresaltó sacándola abruptamente de sus pensamientos.
-Tiene razón Melman. He de comer algo o esta casa me acabará comiendo a mí.

Desde su primer encuentro con Jules, Isabelle se sentía extrañamente feliz. Cantaba a todas horas y su cabecita loca andaba perdida en las nubes. Jules la escuchaba a escondidas y con el tiempo se acostumbró a oirla. Incluso y aunque le costaba admitirlo, se sentía extrañamente aliviado de tener allí a aquel pajarillo cantor. La casa estaba distinta. Isabelle había logrado convencer a Melman de que la dejara salir a dar algún paseo aunque no quería alejarse mucho de la casa para no traicionar su confianza. Se había tomado muy en serio su trabajo y se sentía feliz.
Sin embargo, la felicidad no le duró mucho. Días después la chica pudo interceptar al cartero, en la carretera, ansiosa por saber lo que pasaba en el mundo, pero hubiera dado su alma por no leer aquel periódico. Había habido un incendio en el orfanato. No quedaban supervivientes.

Isabelle sintió que algo dentro de ella se moría. Lloró y lloró amargamente perdiendo el sentido del tiempo. Entonces, cuando el cielo se pintó de noche cerrada Jules la recogió y la llevó en brazos hasta su alcoba. Isabelle sólo pudo dedicarle una mirada de agradecimiento antes de caer rendida en su cama y ser presa de terribles pesadillas. Los días siguientes la muchacha vagó por la casa como alma en pena sin encontrar consuelo. Sin su alegría la casa había vuelto a sumirse en la penumbra y el silencio.

-Isabelle... lamento profundamente…- empezó Jules mientras ella limpiaba la vajilla con tesón, como si borrando el óxido pudiera borrar los funestos recuerdos acumulados durante aquellos días.
-Déjelo quiere.
-Me gustaría… pedirte que…
-No puedo abrillantar más esta maldita vajilla señor.
-No es eso. Querría… quiero que hoy cenes conmigo.
-Se lo agradezco. Es usted muy gentil pero no soy buena compañía. Míreme.
-Eres la mejor compañía.
-No tiene otra señor, con todos mis respetos.
-Entonces ¿qué me dices? ¿Vienes?

Isabelle aceptó. Después de tantos días de dolor, necesitaba una pausa. Sentirse arropada por alguien.

A la mañana siguiente Jules salió a dar un paseo. Su ánimo había mejorado notablemente desde que se había atrevido por fin a acercarse a Isabelle. Se sentía extraño. Isabelle también pues aquella sensación era nueva para ambos. Jules había arropado su corazón destrozado. Se dirigía a las cocinas cuando de repente oyó de nuevo esas voces susurrantes que no había vuelto a oír desde el día de su llegada. Procedían del piso de arriba. Isabelle se debatió entre la curiosidad y la obediencia. Realmente nunca le habían prohibido subir las escaleras, pero nunca se había atrevido a hacerlo porque había como una prohibición velada sobre el hecho de subir a la planta de arriba. En aquel momento, sin embargo, se sintió fuertemente atraída por averiguar de dónde provenían aquellas voces. Subió las escaleras y siguiendo el sonido llegó a una habitación de la que parecía provenir una extraña luz. Isabelle entró con mucho sigilo y sintió que se le encogía el corazón. Una mujer se movía dentro de un lienzo.

-Huye ahora que estás a tiempo... es un monstruo.- la voz de Melman la sacó de su ensimismamiento. El viejo mayordomo estaba derrotado en una esquina de la habitación.
-¿Quién? ¿Quién es un monstruo?
-Ella por supuesto. No es quién parece. Es un ser despiadado y egoísta.
-¿Quién es, Melman?
-Mi adorada esposa.
Isabelle estuvo a punto de desmayarse.
-¿Cómo dices?
-Hace muchos años, un joven iluso se enamoró de una noble dama.-Le costaba hilar las palabras, e Isabelle tuvo la sensación de que Melman tenía la boca seca. Pero éste siguió lentamente como adentrándose en sus recuerdos. -Ideó para ellos el mejor de los futuros pero ella era avariciosa y sólo se quería a sí misma. Quise contentar todos sus caprichos y ésa fue nuestra perdición. Practicaba la magia negra a mis espaldas, una afición que tenía desde muy joven y supo de la existencia de un objeto mágico que la permitiría ser inmortal. Durante un tiempo conseguí agasajarla con presentes de lo más variopintos. Nos mudamos a esta casa y engendramos a nuestro hijo. Pero ella jamás lo atendió como tal tan preocupada estaba por las arrugas que asomaban en su rostro. En uno de mis viajes a la capital conseguí ponerme en contacto con un mercader que me vendió su objeto más valioso: un cuadro mágico. Quién lograba entrar en él se hacía inmortal. Cegado por mi deseo de satisfacerla y ganar su corazón cada vez más podrido de ambición, la obsequié con aquel objeto con el fin de que lo tuviera como adorno. Un día, sin más, desapareció para materializarse inmediatamente dentro de aquel lienzo. Ninguno supimos hallar la manera de hacerla salir de ahí y eso la volvió loca con el lento transcurrir el tiempo. Chillaba día y noche y al final decidí encerrarla aquí para poder cuidar de Jules. Él nunca ha querido saber de ella, aunque en el fondo creo que sabe quién es, y se martiriza día tras día y yo no he podido decirle que soy su padre. Por eso me hice pasar por su criado. La oye pero no hace nada por salvarla. Yo trato de hacerle compañía pero nada le sirve. Hace relativamente poco oí que el mercader había vuelto a la ciudad y fui a verle. A suplicarle que me indicara la forma de sacarla de ahí.

Decir que Isabelle se había quedado de piedra con aquella historia sería quedarse muy corto. Estaba en shock, sin saber cómo tomarse todo aquello. Volvió a mirar al cuadro y allí la vio, desquiciada, una mujer a la que su propia avaricia la había transformado en un esperpento.

-Ya no sé si quiero salvarla de esta condena- siguió Melman como perdido en sus pensamientos y en su propia historia.
-Pero ¿sabes cómo salvarla?- pudo reaccionar por fin Isabelle.
-Sí.
-Pues ¡¿a qué esperas?!
-No puedo hacerlo. No quiero hacerlo.
-¿Prefieres vivir con el remordimiento de haber llevado a la mujer que amabas a la perdición?
-Ella no va a volver. Si deshacemos el hechizo ella desaparecerá para siempre. No sé si estoy preparado.
-Yo te ayudaré Melman. Al fin y al cabo, tú fuiste quién hizo llegar aquel panfleto con la oferta de trabajo a mis manos ¿verdad? Tú me necesitabas porque para entonces ya sabías el contrahechizo, o al menos sabías que necesitabas a alguien para romperlo y allí estaba yo. El destino me puso en tu camino Melman. Y tu hijo merece ser feliz, salir de aquí. No tiene que vivir encadenado a este espectro que una vez fue su madre. Deseo que sea feliz. Confío en ti.

Melman lloraba de gratitud. Al fin alguien le tendía una mano tras tantos años de sufrimiento. Se secó las lágrimas y dijo:- Has de formular en alto tu deseo de entrar en el lienzo.
-Pero…
Isabelle se sintió muy aturdida. No se había preparado para aquella respuesta. Se sentía angustiada pero pensó en Jules, en que se merecía mucho descansar por fin de aquel recuerdo viviente que era aquel cuadro. También pensó en ella misma. Nada le ataba ya. Sólo Jules. Así que se colocó frente al lienzo y pronunció en alto su deseo de entrar sabiendo que no podría salir hasta que alguien hiciera lo mismo por ella.
Sintió que su cuerpo se desvanecía y después nada. Sólo su conciencia le hacía compañía. El sonido de la voz de Melman le llegaba algo amortiguado desde el otro lado aunque podía verlo perfectamente. Ya estaba hecho y no había vuelta atrás.

-¿Por qué no oigo su murmullo incesante, Melman?- decía Jules acaloradamente cuando llegó a la mansión.
-Se ha ido, señor.
-¿Cómo? Es imposible. Después de tantos años.
-Señor no debería.
-Déjame, he de verlo con mis propios ojos.
Entonces Jules llegó a la habitación y cayó de rodillas cuando descubrió a Isabelle ocupando el lienzo. Una lágrima resbaló por la cara de la chica al verlo.

-Oh Isabelle…- lloraba- no puede ser… Tú no deberías... Esa bruja tenía lo que merecía y ahora tú... no, mi ángel... no lo soportaría... te amo…

Entonces el cuadro se resquebrajó y pareció dejar de emitir esa extraña luz azulada. Se había quedado sin vida, sin aquella magia negra. De pronto, empezó a licuarse como derritiéndose por un intenso calor y de las gotas que caían al suelo se iba componiendo una figura humana. Era Isabelle. Jules la abrazó conmovido y la besó sin pensar. Por fin ambos sintieron que resucitaban en los labios del otro.

viernes, 12 de junio de 2015

Tormenta.

Aquella maldita e inoportuna tormenta la había arrancado de la cama. Con lo frágil que era su sueño, evocado artificialmente a base de pastillas soporíferas, no sería fácil volver a conciliarlo. Por eso, y para evitar dar vueltas en la cama hasta desesperarse, había salido al encuentro de los relámpagos tras el cristal de su ventana. Su ajado reflejo casi la asustaba más que aquellos truenos con los que podría anunciarse fácilmente el fin del mundo. Cuánto había cambiado... Aquel era el primer pensamiento que se le venía a la cabeza a Ana al encontrarse con su yo más etéreo en el vidrio empañado. No se reconocía tras todas aquellas arrugas que cubrían su rostro apergaminado antaño tan liso y fresco. Tampoco su sonrisa era la que la había identificado siempre. Ahora parecía un rasguño casi desdentado en su cara. Apenas quedaba nada de la chica alegre que había sido una vez. Tan sólo tenía un recuerdo fantasmal de ella. A veces soñaba y la veía ahí tocando tímidamente el piano. Entonces se miraba las manos y algo se rompía en su interior. Ana estaba cansada y sabía que su fin estaba cerca. Como tantas otras veces en su vida se sentía poco preparada para ello. ¿Por qué las tormentas la hacían sentirse así? ¿Por qué siempre le encogían el corazón y la sumían en esa melancolía? Trató de tranquilizarse. No era momento de pensar en esas cosas. Volvió a alzar su mirada al cielo y taladró con sus pupilas las nubes negras que lo encendían todo a centellazos que parecían partir el cielo en dos.

lunes, 8 de junio de 2015

Refugio.

Luchando contra las náuseas y las ganas de abandonar, Ivy trató de centrarse en buscar un escondrijo. Su casa ya no era segura y ella era la única superviviente de aquel exterminio. Corría sin mirar atrás por interminables calles grises, huesudas y desvencijadas, con olor a muerte, movida por la necesidad de escapar del aliento pestilente que emanaba de las bocas deformes de aquellas criaturas antinaturales, aberraciones cuasihumanas, hambrientas y desquiciadas que llegaba hasta su nuca rapada. Empezaba a marearse y a sentir flato pero siguió corriendo en piloto automático. Sus piernas la llevaban hasta el lugar al que siempre había acudido cuando se había sentido en peligro. Pero el miedo la impedía pensar con claridad y ver la ruta hasta su escondite. Por eso dejó que la guiara el instinto. Entonces, cuando su mente la empezaba a convencer de que no había escapatoria, lo vio y no dudó. El vagón. El viejo vagón. Allí podría ocultarse durante un buen rato como le enseñó su padre. Acurrucada en las sombras, cerró los ojos para acallar los chillidos de las bestias que habían perdido su rastro al pasar por las inmediaciones del viejo matadero. Aquellas monstruosidades se perdían por la carne y seguir su olor las mantendría distraídas durante un buen rato. Ivy trató de fugarse de allí recordando las historias de su niñez acerca de aquellos humanos que, allá por el siglo XXI, habían viajado en ese armatoste de hierros oxidados que ahora era su refugio en aquella Ciudad corrompida por las epidemias y dominada por aquellas criaturas que se alimentaban de los pocos humanos que quedaban.

domingo, 7 de junio de 2015

Un momento de reflexión por favor: Obsolescencia.

Necesitaba pensar. Pararlo todo una vez más y pensar de verdad, como antes de vivir inmersa en esta vorágine de pensamientos caóticos de la que no puedo escapar tan fácilmente, dedicándole el tiempo necesario a esa necesidad tan primaria que es reflexionar y que a veces olvido cubrir porque no hace rugir al estómago. Así, en silencio y a solas, me encuentro gozando de un ratito de intimidad con mi pensamiento acelerado, voluble y cambiante. La sensación es fascinante desde luego.
Y me he dado cuenta, de que este pensamiento que ahora transcribo frenéticamente producto de mi pensamiento más actualizado, valga la redundancia, permanecerá en formol en esta entrada del blog, hasta que muera la Red o hasta que la Red quiera, encerrado como una foto en un álbum de recuerdos o un amor soñado en un diario y se quedará anticuado e incluso, dentro de unos años, me podrá parecer irreconocible cuando lo relea. Y será como es esa imagen congelada en el tiempo, tan sólo un pensamiento temprano que escribí como si me fuera la vida en ello y que algún día veré obsoleto, anticuado, afuncional. Quizá bonito, quizá inmaduro, quizá ficticio, quizá lo mire con ojos tiernos, pero jamás volverá intacto y puro a llenar los rincones de mi mente como lo hace ahora, con la fuerza de un río liberado después de mucho tiempo retenido. Probablemente se disfrace de matices y vuelva a reescribirlo travestido o mutado, pero nunca será el mismo. Se adaptará, si es bueno, para no morir en neuronas marginadas, pero nunca nunca nunca volverá a ser el mismo. Así es la obsolescencia del pensamiento. Los pensamientos también se olvidan en un rincón, en algún milímetro cuadrado del hipocampo, se abandonan como un juguete roto, como un móvil pasado de moda. Porque siempre acaba llegando un pensamiento mejor que lo reemplaza, que ocupa su sitio en nuestro lóbulo frontal. Sólo los grandes pensamientos, los más puros, permanecen inmutables, siempre en el escaparate de nuestra mente, del que tiramos en cualquier situación, el que nos reconforta cuando todo se ha transformado y aún con todo es difícil encontrarlos en un cerebro con un gran historial. Esos pensamientos son especímenes raros en la pecera que llevamos sobre los hombros y pescarlos se hace difícil cuando las aguas se vuelven turbias y se llenan de mierda. A veces es bueno depurar las aguas para entrever el sedimento, las montoneras de pensamientos, algunos fosilizados ya, que cubren el fondo y sirven de sustrato a otros pensamientos nuevos.

Obsolescencia...

Tremenda palabra. Nunca una palabra me había evocado tanto abandono, tanto olvido, tanto reemplazo, tanta inutilidad. Y es que, nos guste o no, vivimos en la era de la obsolescencia. La sustitución de lo que se queda en segundo plano por algo mejor. ¿Dónde está el arte de la conservación? A veces uno no sabe qué conservar y qué tirar, y se ve abocado a un dilema existencial al juzgar lo que tiene valor y aquello que no tiene el suficiente como para preservarlo. Antaño, se buscaba la inmortalidad de lo material y un buen ejemplo de ello era la costumbre de dejar en herencia joyas de madres a hijas, y éstas, a su vez, a las suyas y así de generación en generación. Pero... ¿y ahora? ¿Qué les dejan las madres a sus hijas si nada tiene un valor suficiente como para no ser reemplazado?

Entonces llego a la conclusión de que probablemente lo más rico que les podamos dejar a nuestros hijos sean esos pensamientos que un día creímos caducos, obsoletos. Porque quizá ellos los tengan también y al leerlos, sientan que no están perdidos, que no están solos, que lo que piensan ya lo han pensado otros y puedan así utilizarlos como especímenes con los que dar vida a su propia pecera, de aguas cristalinas, espero.

sábado, 6 de junio de 2015

A través de los sueños.


Bárbara se despertó bruscamente de aquella pesadilla empapada en sudor, como siempre que él se le aparecía en sueños. A su lado, su marido dormía plácidamente ajeno a los remordimientos de ella. Aún temblando le venían a la mente escenas de ese sueño. Escenas que no quería olvidar porque eran la única forma de estar al lado de aquel que aún ocupaba con fuerza su corazón no correspondido. Miró a su alrededor, sus ojos cansados se posaron en sus botes de pastillas y luego en el reloj de la mesilla que parecía haberse parado y no pudo reprimir unas lágrimas silenciosas. Se sentía cansada de que sus sueños le sacaran a relucir todo lo que deseaba, todo lo que había dejado atrás, todo a lo que había renunciado por el simple hecho de tomar el camino más fácil, pero no el menos doloroso, se recordó. Y a pesar de sus setenta y ocho años, Bárbara seguía soñando con aquel ser imperecedero, que aún conservaba una sonrisa pícara y aires galanes, que la amaba más allá del tiempo y a través de los sueños.

viernes, 5 de junio de 2015

El Próximo Crepúsculo.

La pequeña Toad tenía un secreto, pero no un secreto cualquiera sino uno bueno de verdad.
Uno de esos secretos que insuflan una energía muy especial en el corazón haciéndole latir con fuerza desmesurada cada día, aún cuando no haya nada que celebrar, ni nada por lo que seguir.
Sin embargo, Toad era feliz porque no estaba tan sola como los demás pensaban que se sentía una huérfana.

Cada crepúsculo, cuando la pequeña villa se iba a dormir, y con los gatos asomados desde los tejados como únicos testigos nocturnos, la niña arrastraba su pequeña pianola hasta la colina y a la luz de las estrellas le arrancaba las melodías más preciosas. Pero no era sólo por el placer de interpretar sin que la molestaran, sino porque con cada nota se añadían centímetros de piel a esa mujer que aparecía de la nada.

Era la Música, sin duda, la que tomaba forma corpórea para acompañar a la huérfana y danzar al ritmo de sus melodías. La mismísima Música danzaba a su alrededor, con la luz de las estrellas reflejándose en su piel. Era tan bella como creía que había sido su madre en vida. La acariciaba y a cada caricia de sus dedos etéreos, Toad cerraba los ojos para saborear ese calor que la inundaba reconfortándola de tanta soledad y desamparo.

Sin embargo, algo se le rompía por dentro cuando intuía el final. Las horas pasaban demasiado deprisa a su lado. Al amanecer debería estar de vuelta en el orfanato antes de que se dieran cuenta de su ausencia. Muchos no soportaban verla feliz y si llegaban a descubrir su secreto podrían delatarla, despojarla de aquella pianola mágica y.., no podía imaginar su vida sin la única compañía que la hacía feliz. Sería su desgracia. Por ello, Toad hacía de tripas corazón para, al notar los tenues destellos anaranjados del Sol, reprimir las lágrimas al ver cómo la Música se deshacía entre sus dedos al parar de tocar. Verla desaparecer la entristecía pero vivía pensando en el próximo crepúsculo.

lunes, 1 de junio de 2015

La niña que dejó de huir.

Alicia corría y corría. De vez en cuando giraba la cabeza para asegurarse de que le sacaba una buena ventaja a aquella panda de seres descerebrados y desquiciados que pedían su cabeza, pero no dejaba de correr. No podía. Y así ocurría siempre, como cada vez que alguien leía su historia obligándola a revivir una pesadilla terrible. ¿Es que nadie pensaba en la pobre Alicia? ¿Cuántos le habían preguntado si quería perseguir a ese condenado conejo blanco? Desde luego aquello era una verdadera locura. Detestaba correr hasta ser rescatada justo en el momento en el que se le echaban encima aquellos endemoniados personajes. Pero no había otro remedio. Había aprendido a resignarse, a esperar despertar en el momento adecuado. Así eran las cosas en aquel lugar y no se podían cambiar ¿o sí?
De repente Alicia frenó en seco y sin dudarlo sacó dos espadas del cinto. Empuñó ambas con sendas manos y al hacerlo una furia tremenda se apoderó de ella y, en menos que canta un dodo, comenzaron a rodar cabezas y a volar pedacitos de cartas por doquier. Alicia pudo sentir por un instante la euforia fugaz de la venganza y despertar de aquella pesadilla sabiendo que había ganado la batalla de verdad, que por un día había dejado de huir. Jamás podría adivinar que alguien en un pequeño blog había cambiado su historia para que, cuando fuera leída, Alicia pudiera cambiar su destino y saborear la venganza en una tierra de locos.