sábado, 29 de enero de 2011

Pequeño homenaje a Laura Gallego. Finis Mundi II. El regreso del Anticristo.

Siempre he admirado a esta joven escritora española. Sus libros despertaron en mí la necesidad de contar historias. Con esta secuela le rindo mi modesto homenaje. A ti, Laura. Gracias por hacerme soñar.

“29 DE DICIEMBRE DE 1999. Edimburgo, Escocia.
Querido diario:
Mañana será un día muy especial... ¿Sabes por qué? Porque toda la clase nos vamos de excursión a Stonehenge, un lugar misterioso, en el que según dicen, las almas de los druidas, sabios magos de los bosques que lo circundan, todavía siguen merodeando por allí, custodiando los secretos del monumento megalítico.
Los profesores nos darán allí una clase extraordinaria de historia y puede que luego visitemos algún castillo en ruinas... ¡Qué emocionante! Ojalá mis padres estuvieran aquí. ¡Todo esto es fantástico! Les agradezco mucho que me hayan pagado los estudios aquí en Escocia para aprender inglés. Porque nunca es igual estar aquí rodeada hasta el cuello de inglés a escucharlo en España. Echo de menos los bosques de Galicia; aunque la brisa que recorre Escocia me recuerda a mi tierra. Bueno tengo que dejarte. Mañana será un día muy largo y lleno de emoción. ¿Te lo puedes creer? ¡Todo el verano aquí encerrados y ahora, en invierno, necesitan salir urgentemente!”

Firmado Amalia

Con los ojos escocidos Amalia se fue a su cama, dio las “buenas noches” a las dos compañeras con las que compartía habitación en aquel colegio de aspecto mágico emplazado en un antiquísimo monasterio que antaño había sido una universidad. En la Gran Biblioteca aún se conservaban viejos códices e incunables antiguos que compartían estantes con las más modernas ediciones de libros de todas las disciplinas y saberes. A Amalia le encantaba visitar las distintas secciones; pero en especial, sentía curiosidad por una. En ella se encontraban libros de lo más variopintos que desde que llegó fue hojeando uno a uno; pero aún no se los había leído todos.
Al dirigir su mano hacia la mesilla de noche donde guardaba fotografías de su familia, recortes de periódicos y bocetos con símbolos celtas dibujados, por los que sentía predilección, para dejar las gafas sobre ella, tropezó con el suave tacto de la superficie lisa de un sobre en blanco. Lo cogió extrañada y como sus compañeras daban señales de estar sumidas en la paz del sueño, lo abrió con sumo cuidado y con una chispa de perspicacia en los ojos. Pensó que tal vez aquel chico tan guapo de la clase de historia le había dejado una nota. Lo abrió emocionada. Sin embargo en vez de una carta se encontró lo que parecía una hoja de sauce lanceolada verde por el haz y blanca por el envés y en esta parte había inscrito un símbolo que Amalia nunca había visto antes. ¿O sí? Parecía compuesto por tres partes unidas en una. Eran tres rombos, dos de ellos unidos al mayor por dos de sus lados consecutivos de manera que formarían un triángulo completo de no ser porque faltaban tres semirrombos. Y éstos tenían en su interior algo semejante a una piedra pulida circular. Apenas se podían apreciar bien los detalles pero en general la figura se podía distinguir claramente.

Por unos instantes perdió su mirada en el ventanuco que daba al claustro consecutivo a la biblioteca. Recordó. Le fascinaban los símbolos desde muy pequeñita, afición que le había inculcado su madre... Entonces la imagen de aquel extraño símbolo le vino a la memoria y con él la sección preferida de Amalia de la vieja biblioteca. Se trataba del códice que tanto le había llamado la atención. Era en realidad una copia de uno que estaba en el monasterio de Saint Michel. ¡Ahora lo veía con claridad! ¡Lo había visto en aquel códice de un tal Beato de Liébana que había predicho el fin del mundo!
Tenía que saber qué significaba todo aquello. Saltó de la cama lo más silenciosamente que pudo, se puso las zapatillas y una chaqueta de lana escocesa para combatir el frío de la estancia. Se dirigió hacia la puerta y la abrió con extremo cuidado para no despertar a sus compañeras. Inmediatamente después se encontraba en el claustro. Ahora parecía mucho más tétrico de lo que era a la luz del día. En el centro había una estatua de gran altura que representaba a un ángel de mármol que custodiaba un gran libro entre su túnica y su poderoso brazo izquierdo y en su brazo derecho un cofre que alzaba y acompañaba con su mirada. Temblando de frío y esperando que el eco de sus pasos no la delatara, entró apresuradamente en la Biblioteca. La cadena que llevaba al cuello la golpeaba con un tintineo molesto. Era una antigua reliquia familiar que le había regalado su abuela, aunque nunca la llegó a conocer, y que según le había dicho su madre había pasado por muchas generaciones y según contaba la tradición había sido forjado por las viejas meigas de los bosques gallegos en el año 1000 en honor de una meiga muy especial que trovó bellas canciones a cerca de un joven monje que salvó a la humanidad de la venida del Anticristo; sobre lo que Amalia había oído e inventado numerosas historias.
Una vez en la biblioteca se dirigió hacia su sección favorita con una sensación raramente excitante pues estaba prohibido merodear por los pasillos fuera de la hora permitida y menos aún de noche. Comenzó a rebuscar entre los libros pero no encontró lo que buscaba. El códice había desaparecido. En su lugar había un pequeño trozo de pergamino con un símbolo que consistía en una gran “A” mayúscula que encerraba una “C” también mayúscula y que ambas estaban rodeadas por la silueta de una serpiente que las refugiaba entre su cuerpo escamoso. Amalia lo reconoció al instante: era el símbolo del Anticristo. La chica hizo todo lo posible por acordarse del contenido de las páginas del códice de Liébana. Sí, hablaba de la llegada del Apocalipsis en el año 1000, pero no la del año 2000. Recordaba perfectamente que las páginas siguientes a la descripción del reinado del Anticristo estaban en blanco.
De repente el sonido de unos pasos paralizó sus pensamientos. ¿Y qué podía hacer? Si la pillaban estaba perdida. La castigarían. Y ¿Quién sabe? A lo mejor la expulsaban porque esta sería la tercera vez que la pillaran haciendo algo que no estaba permitido y siempre por culpa de su curiosidad.
- Amalia, ¿qué estás haciendo aquí? –Le espetó la profesora de historia.- ¿Qué tienes ahí? ¿Qué escondes?
- Nada.- Dijo guardándose apresuradamente el símbolo en el bolsillo derecho de la chaqueta.
- ¡Ven aquí!- Amalia obedeció y la profesora metió su afilada mano en el bolsillo izquierdo y luego en el derecho. Al fin encontró lo que buscaba y al ver el símbolo arqueó las cejas y apareció en su mirada una chispa de asombro y luego esbozó una pequeña sonrisa.
- A la cama, ¡ya!
Amalia obedeció. Se encaminó hacia su dormitorio pero en el recorrido se ocultó tras el ángel de piedra, para ver si podía descubrir cuáles eran las intenciones de la profesora. El vuelco que le dio el corazón al ver a la mujer acercarse al ángel la mareó durante un rato. Ésta había acercado su mano pálida y afilada al cofre que custodiaba el ángel y giró lo que parecía una rueda que imitaba una piedra que decoraba dicho cofre. La estatua giró 180 grados y donde estaba su base aparecieron unas escaleras que daban paso a un gran túnel. La profesora desapareció en él y Amalia sintió el deseo de seguirla pero prefirió esperar a que saliera, algo que no ocurrió hasta después de una media hora. Amalia la siguió con la mirada y una vez hubo desaparecido la niña trató de imitar a su maestra recordando sus movimientos pero la estatua no respondía. Quizá le faltaba algo. Pensó. Pues claro... ¡El colgante! Lo buscó en su cuello pero no lo encontró. Quizá se le había caído antes de entrar en la Biblioteca. Corrió hacia allí pero no vio ni rastro de él. Resignada y cansada se fue a su dormitorio. Mañana sería otro día...

Por fin llegó el día de la excursión. Amalia estuvo muy callada durante todo el trayecto pensando en lo que había ocurrido el día anterior. Tardaron bastante en llegar al sitio en cuestión y nada más bajarse del autocar el ambiente mágico les envolvió. Estaban ante el gran monumento de Stonehenge que presentaba un aspecto muy deteriorado. Amalia observó que la profesora estaba más nerviosa de lo normal.
- ¿Busca algo señorita Elisabeth?- se atrevió a preguntar la niña.
- Eh, eh... –Balbuceó la mujer.- Oh, nada, nada. Es que he perdido mi bolso y ahí tenía la ruta que vamos a seguir...
- Ah, si quiere yo la puedo ayudar.
- ¿Acaso sabes donde está? –preguntó con la mirada penetrante y arqueando las cejas.
- No.- respondió Amalia intentando disimular.
La persistente mirada de Elisabeth pretendía intimidarla pero Amalia aguantó sin bajar la vista pero con aire inocente. Si la profesora sospechaba algo le restó importancia y se marchó. Una vez la hubo perdido de vista, Amalia echó a correr hacia el autobús con una extraña sensación de triunfo pues recordaba haber visto allí el bolso.
Efectivamente cuando llegó se asomó por debajo de los asientos y allí estaba entreabierto. Amalia lo cogió, miró a su alrededor para cerciorarse de que no hubiera nadie y lo abrió. Dentro encontró una tarjeta con los datos de la profesora: M. Elisabeth Alinor Richardson, un pintalabios, un pequeño espejo, un pañuelo con unas iniciales que Amalia reconoció al instante como el símbolo del Anticristo y por fin lo vio. Allí en uno de los bolsillos encontró su colgante. Ahora que lo admiraba con más tranquilidad se percató de que tenía una forma muy similar al amuleto que anuló al Anticristo hace mil años. Y para su sorpresa había otro colgante igual al suyo que tenía por detrás grabadas las iniciales de la profesora. Aquello no podía ser casualidad. Se quedó absorta en sus pensamientos tratando de unir todas las piezas de aquel horrible rompecabezas, pero de repente algo quebró el silencio.
- Pues no eres tan tonta como creía. Me gusta tu arrojo. Te pareces a mí cuando tenía tu edad.- Elisabeth Alinor apareció justo detrás de ella con aspecto altanero.- Dame eso, vete y olvida lo que has visto.-
- Cómo quiere que lo olvide. ¿Por qué cree que debo hacerlo?
- Porque así será mejor para todos, querida.
- Querrá decir que será mejor para los que son como usted- soltó Amalia con una renovada energía que disipó su miedo a aquella extraña e impredecible mujer.
- ¿Los que son como yo? Perdona niña pero no te entiendo.
- No se haga la tonta,- dijo Amalia olvidando de repente sus modales- sé que usted está dejando vía libre para la llegada de un nuevo Apocalipsis.
- ¡Nunca había oído una estupidez semejante! ¿Y que te hace pensar esa tontería?- preguntó divertida.
- Usted ya ha recuperado dos de los amuletos que necesita y sólo le falta el tercero para evitar que alguien anule lo que usted tanto desea.
- Muy bien pequeñina,- dijo la mujer con aire maternal.- Y como sabes demasiado no puedo dejarte huir para que se lo cuentes a tus amiguitas, así que me ayudarás a encontrar el tercero. Porque ya sabes dónde se encuentra ¿no?
- No- respondió la chiquilla incrédula y sorprendida ante aquella pregunta inesperada.
- Bueno yo te lo mostraré; mientras tus compañeros están entretenidos en el bosque. Porque como tú muy bien decías no estoy sola... Y ahora que estás enterada acompáñame- pidió amablemente Elisabeth.

Amalia no podía huir. Le cerraban el paso dos tipos de gran tamaño y aspecto siniestro: el conductor del autobús y un hombre al que nunca había visto que llevaba la cabeza tapada con una gran capucha. Los dos la apresaron, le taparon la boca y la llevaron a trompicones hasta el centro de Stonehenge. Allí había una piedra de enorme tamaño colocada a manera de altar.
- ¡Amalia!- gritó la mujer fuera de sí mientras los hombres la vestían con una túnica negra- ¡Colócate frente al monumento y coloca las dos piezas que te he dado en su posición correspondiente! Amalia sabía que se refería a los amuletos pero no conocía en qué posición los debía poner. Así que probó. La primera combinación no funcionó pero la segunda sí. De repente con un gran estruendo un gran rayó salió del altar y lo quebró en dos. De la grieta salió el tercer amuleto envuelto en una claridad deslumbrante que obligó a Amalia a cerrar los ojos porque le lloraban y le escocían. La chica oyó a lo lejos la voz de Elisabeth que gritaba:
- ¡Cógelo Amalia y tráelo aquí!
Amalia obedeció como hechizada y cogió el tercer amuleto. Pero justo cuando iba a darse la vuelta revivió los peores momentos de su vida y los que había sufrido hasta entonces la humanidad. Fue horrible. Sintió un penetrante grito que le taladraba el tímpano. Se mareaba. Le dolía la cabeza como si hubiesen hundido un hacha en ella. Tenía ganas de vomitar. De repente notó como si sus pies se estuviesen elevando en el aire y la condujeran a otra dimensión. Entonces cayó hacia atrás. Notó que alguien le quitaba de entre los dedos el amuleto pero ella no opuso resistencia. Se encontraba muy débil. Había visto cosas espeluznantes: hambre, desesperación, guerra, dolor, represión.., y pensó que tal vez todo era mejor así. La humanidad no se merecía seguir viviendo. ¿Por qué sufrir?
En ese momento la imagen de sus padres le vino a la cabeza. Se sintió feliz, llena de vida y con la fuerza suficiente como para abrir los ojos. Entonces allí vio la esbelta figura de aquella mujer diabólica, que se acercaba lentamente con su melena antes recogida en un moño alto, y ahora suelta sobre los hombros realzando aún más su fría belleza. Caminaba pronunciando unas palabras en una lengua extraña, quizá gaélico. En sus gélidas manos cobijaba el amuleto que le ayudaría a culminar su plan e instaurar el caos en la tierra. Pero para ello debía invocar al Espíritu del tiempo. Entonces se paró al lado de la niña y le susurró:
- Gracias Amalia. Te has portado muy bien. Y tu colgantito me va a servir de mucho... La próxima vez deberías tener más cuidado y no ir enseñando por ahí cosas que ni siquiera sabes qué significan. Si hay otra próxima vez claro...- Y soltó una risa estridente.

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