sábado, 29 de enero de 2011

Dedicado a la gran Agatha Christie.

"Humildemente he escrito este relato en homenaje a uno de mis ídolos literarios,la gran Agatha Christie, sin duda, la mejor tejedora de historias de intriga y crímenes de la Historia."



Recuerdo aquella fría mañana de otoño de 1842. Yo me encontraba en mi modesta casa a las afueras de París, en la que me había instalado para dedicarme por completo a mis pasiones: la literatura y mi jardín. Y ¿Por qué no decirlo? También me pasaba horas enteras hojeando los distintos periódicos del distrito y del mundo a la espera de extraños sucesos que me permitieran recordar aquel tiempo en el que yo, Pierre le Mond, consumía mi tiempo resolviendo enigmas y misterios de gran magnitud por todo el mundo.
Pues bien, aquella mañana encontré un artículo digno de una profunda reflexión: el caso de la joven Margaret Simons de Brighton, Inglaterra. Sus padres, los señores Simons, ricos y conocidos aristócratas que debían su vida a la música, habían sido secuestrados y asesinados. Esta tragedia había supuesto un fuerte golpe para Margaret, la única hija del joven matrimonio, quien quedó trastornada, soportando fuertes depresiones y en estado de shock continuo por lo que tuvo que ser ingresada. Recibió numerosas visitas del médico, amigo de la familia desde la infancia de Margaret y el que seguía con atención la medicación de la joven, de la institutriz que acompañó a la niña desde que su madre tuvo que reincorporarse a la compañía de ópera en la que trabajaban y también recibió las visitas sucesivas de la cocinera, del mayordomo y del novio de la chica, un joven relojero que a pesar de u corta edad destacaba en su ciudad por su gran habilidad con las máquinas.
Tras seis años de intensos cuidados y medicación le dieron de alta y por fin volvió a su casa. Los lugareños comentaban cada vez que veían la silueta de aquella casa sombría rodeada por todo tipo de vegetación salvaje, que la chica se había vuelto muy fría y apenas salía de allí. Los vecinos no se atrevían a pasar muy cerca de la casa porque enseguida empezaron a difundirse extrañas historias y leyendas. Sin embargo la mayoría de las personas que pasaban por allí coincidían en que siempre oían una triste melodía procedente del viejo piano de la familia. Seguramente aquella sería una vieja canción del repertorio de los Simons, que la chica tocaba para recordar a sus fallecidos padres. Pero en la villa de Brighton pronto cesó aquella melodía, puesto que Margaret y los suyos se mudaron; pero nadie supo jamás en qué lugar establecieron su “cuartel general”. Como pueden observar, este caso aumentó mis ganas de volver a mis comienzos de detective amateur.
Hice mi equipaje y muy convencido dejé mi casa a las afueras de París y mis aficiones para embarcarme en esta apasionante aventura.
Mi primer objetivo fue visitar la casa de Brighton. Una vez hube llegado, inspeccioné cada rincón de la siniestra morada, deteniéndome sobretodo en la sala de música en la que Margaret había pasado tantas horas. Sin embargo, no encontré nada interesante que me reportase alguna idea de adónde podían haber ido y para qué. Bien es cierto que la joven, debido a sus bien enraizados modales británicos, quizá hubiera huido de aquel lugar con la esperanza de dejar atrás los fastidiosos comentarios de los vecinos del lugar que llegaban a sus oídos por medio de lo que habían escuchado sus amigos, y poder así también liberarse de aquella pesadilla.
El hecho de no haber encontrado ninguna pista significativa en el sombrío edificio, me hizo pensar que quizá había perdido mis cualidades de detective. Pero aún me quedaba un recurso, aunque admito que en aquellos momentos no sabía si podía dar buen resultado: decidí pedir ayuda a algún que otro vecino. Aquella misma tarde comencé con una de las primeras sirvientas de los Simons de cuya existencia me enteré hablando con una curiosa mujer que parecía muy enterada del caso, a la que me encontré paseando por los alrededores a la caza y captura de algún sonido que resultara extraño.
- Perdone señora, - dije yo amablemente- estoy buscando a la señorita Simons. ¿Sabe usted dónde puedo encontrarla? Soy un viejo conocido de la familia... Y hace años que no vengo por aquí... Ya sabe el trabajo y las obligaciones diarias...- mentí.
La cara de aquella señora de avanzada edad, regordeta, con ojos saltones, las mejillas sonrojadas y el pelo canoso y ondulado graciosamente recogido en un moño, se iluminó de pronto como si estuviese ardiendo en deseos de contarme algún chismorreo de gran valor. De pronto comenzó a contarme todo lo que le había sucedido a aquella desgraciada familia y al final de su relato llegó la pista que estaba buscando.
- Sí, sí señor. Todo fue muy rápido y la chiquilla no lo pudo soportar. ¿Sabe usted? Algunos de por aquí dicen que se la han llevado al manicomio porque estaba loca, otros dicen que se ha ido a casa de algún pariente lejano que vive en Alemania... Pero ¿sabe lo que pienso yo? Lo he propuesto en las reuniones de vecinos pero nadie parece creerme. Verá. Escuche atento. Creo que la casa se convirtió en un cuartel porque la gente que entraba y salía lo hacía casi siempre de noche. Supongo que sería porque no querían que yo los espiase. –Viendo que yo arqueaba las cejas en señal de incredulidad la mujer se explicó.- Es que mire, mi casa está muy próxima a la de ella y desde la ventana del ático puedo ver la puerta de atrás de la casa, que es de metal y muy pesada... Y cada vez que alguien entra o sale hace mucho ruido. Sin embargo ellos debieron de pensar que mi sordera era bastante grave y que no podría oír nada; pero se equivocaron. En una hoja fui anotando las personas que visitaban a la chica y le hacían los recados. Observé que todos salían a la misma hora todas las noches, después de que la chica tocara aquella escalofriante melodía. Yo creo que la joven tocaba el piano para distraernos e hipnotizarnos mientras que los que estaban con ella planeaban la venganza contra el asesino de sus padres… Pero ya sabe todo esto deben de ser las suposiciones de una pobre vieja a la que nadie cree… En fin yo seguiré en mis trece porque es lo que pienso. No creo que aquella gente celebrara tan a menudo fiestas de cumpleaños y la hora del té no dura tanto. Eso es lo que me tiene intrigada porque mire…

Aquel testimonio empezaba a divagar y a apartarse de mis presentimientos así que me quedé pensativo dando vueltas a aquellas últimas palabras de la mujer mientras de vez en cuando sacudía mi cabeza en señal de afirmación. La mujer pareció darse cuenta y al ver a una vecina corrió a contarle sus últimas sospechas dejándome absorto en mis pensamientos: “yo creo que la joven tocaba el piano para distraernos e hipnotizarnos mientras que los que estaban con ella planeaban la venganza contra el asesino de sus padres.”
Para aclarar mis ideas decidí hacer un pequeño viaje a Southampton, el primer barrio en el que había vivido la familia Simons cuando Margaret tenía cinco años y allí fue donde aprendió la que sería la melodía más escalofriante después del asesinato de sus padres.
Llegué a la estación y la fuerte lluvia me impidió seguir mi camino aquella tarde, así que me dirigí a una pequeña posada de los alrededores. Mientras tomaba una copa de brandy, un joven se sentó a mi lado. Era alto, rubio, de fácil conversación y muy ameno por lo que pude charlar con él hasta que se sumergió en una divertida charla con la camarera. La posada estaba casi vacía a excepción del joven, la camarera, dos hombres entrados en años que discutían acalorados sobre la lentitud del servicio telegráfico, y yo.
De repente la puerta de la posada se abrió y por ella entró un hombre con expresión adusta y gélida, empapado por la lluvia torrencial que se había desatado. Se dirigió hacia la barra donde se hallaba la camarera y pidió una cama para pasar la noche. En ese momento me pareció captar fugazmente la mirada furtiva que lanzó al joven rubio mientras se dirigía hacia la habitación que le había asignado la señorita.
Quizá fue mi experiencia o mi exquisito olfato detectivesco el que me hizo esperar hasta ver la reacción del joven. El que se dirigiera hacia el piso de arriba hizo que yo empezara a especular. Decidí arriesgarme y pedí una habitación para mí y a ser posible una desde la que se pudiera ver la entrada principal de la posada. Al ver la expresión extrañada de la chica inventé rápidamente la excusa de que debía esperar allí a un viejo conocido con el que estaba planeando llevar a cabo una importante empresa. Aunque aquello no parecía convencerla del todo, la muchacha me explicó que esa habitación ya estaba ocupada por un tal Richard Rickman. Yo le pregunté que si por casualidad aquel nombre era el del joven que tan animadamente había conversado conmigo, pero ella me respondió que no, que Richard Rickman era el último hombre que había entrado en la posada. Para no levantar sospechas decidí poner fin a aquel mini cuestionario y le pedí amablemente que me preparara cualquier habitación cercana a las escaleras con el fin de poder bajar a la sala principal para poder tomarme, en caso de necesitarlo, algún remedio para mi insomnio. Ella aceptó sin ocultar una actitud un tanto dubitativa ante mis extrañas peticiones.
Llegué a mi habitación y fingí salir al baño; sin embargo me detuve un momento ante la puerta de la habitación de ese tal Rickman. No oí nada. La verdad es que ese hombre no me dio buena impresión pero aún desconfiaba más del joven rubio y dicharachero.
De repente la puerta de la habitación de Rickman se abrió y cuál fue mi sorpresa cuando vi al joven rubio salir tras ella. Rápidamente me agaché como haciendo que buscaba algo. ¡Qué situación más ridícula para un detective! Pero para mi suerte resultó ser efectiva. El muchacho se ofreció a ayudarme con una simpática predisposición pero yo me negué cortésmente y me disculpé por las molestias. Él las aceptó pero me dijo que no le había molestado en absoluto pues había estado hablando con un amigo. Como buen y recto francés que soy me presenté y él también hizo lo propio. Me dijo que su nombre era Tom Thatcher (a medida que hablaba se iba acrecentando el efecto de las copas que se había tomado poco antes) y también me dijo que era más conocido como el “minutejos”, porque siempre solía llegar tarde a los sitios por estar en compañía de sus vecinos charlando sobre las cosas de la vida… Entonces se despidió y se marchó a su habitación. Yo me fui a la mía y enseguida caí rendido en un grato sueño. Sin embargo no logré dormir profundamente pues me despertaba constantemente.
A medianoche algo me sobresaltó. Oí unos ruidos. Me levanté y escuché atento. Oí cómo abrían una puerta y unos pasos algo amortiguados que bajaban por las escaleras para luego perderse. Entonces se hizo el silencio y tras beber un poco de agua del vaso de mi mesilla de noche, me quedé dormido.
A la mañana siguiente me desperté. No recordaba nada. Me dirigí a la mesilla cercana a mi cama y olí el vaso de agua. Alguien que sospechaba de mí había vertido un narcótico en él. Por suerte logré reconocer de qué droga se trataba y al poco tiempo me recuperé pues habían echado una pequeña dosis con el fin de asegurar a un pobre viejo como yo un sueño profundo hasta el amanecer. Entonces bajé al piso inferior y le pedí a la camarera algo para desayunar y de paso pregunté qué había sido de mis compañeros. Ésta me dijo que se habían marchado pronto, de madrugada. Tras aquella inesperada confesión me acerqué a una mesa para reflexionar sobre lo ocurrido. Poco a poco vino a mi mente el escueto diálogo que había entablado con el joven y me detuve de pronto en la palabra minutejos, que era el mote del joven y aunque no creía el origen del que me había hablado el muchacho lo dejé pasar.
Pagué el coste de mi estancia y el del desayuno y abandoné el local.
La mañana era fría y húmeda y para desentumecer mis músculos agarrotados me puse en camino hacia el pueblo sin saber muy bien hacia donde dirigirme. Por casualidad encontré una tienda de Antigüedades a la que decidí pasar por mi afición a las colecciones variopintas. Allí se veían numerosas cajas de madera, pipas, globos terráqueos, atriles de cobre con formas caprichosas, bastones, gramolas, relojes… ¡Relojes! La primera idea que me vino a la cabeza al ver aquellos aparatos quise desecharla pero me parecía lo suficientemente absurda como para omitirla y me arriesgué para comprobarla o rechazarla. Me acerqué a un reloj especialmente original colocado en una vitrina y pude vislumbrar una pequeña M labrada en él. Pregunté al dependiente que quién era el autor de aquella maravilla y el me respondió lo que yo ya había sospechado: El Minutejos. Abusé de su amabilidad y le pregunté si era posible concertar una cita con él pues yo estaba muy interesado en que trabajara para mí, un admirador de su arte y que sin duda podría pagarle. Él me contestó que eso sería imposible a no ser que me trasladara a Londres donde había instalado su nuevo taller. Le pregunté si tenía familia y él me respondió que no pero que pronto la tendría pues iba a casarse con una joven llamada Susan Simons.
- ¿Margaret?- pregunté con la intención de obligarle a corregir su error.
- Sí, eso… Margaret Simons. ¿Acaso la conoce usted?- preguntó inocente.
- Solo de oídas. No tengo el gusto de conocerla personalmente. Pero cuando su futuro marido consienta crear alguna de sus magníficas obras para mí estaré encantado de disfrutar de su hospitalidad. Bueno, ha sido un placer hablar con usted y gracias.
- No hay de qué- respondió el hombre quedándose con una extraña expresión en la cara que me desconcertó aunque no le di demasiada importancia. Ya sabía cuál sería mi destino: Londres.
Llegué a la ciudad y visité todos los talleres de relojería existentes, pero no encontré lo que buscaba. Paseé por las amplias calles mi desconcierto. ¿Qué se traía entre manos aquel joven?
De repente algo me sacó de mi ensimismamiento. Levanté la vista y vi un cartel que me llamó la atención enormemente. En él se anunciaba la actuación de la gran pianista Mary D. Simons el 24 de diciembre de 1835 a las 5:00 en The Queen´s Theatre. En el cartel aparecía la pianista sentada al piano en el que estaba escrito con letra muy pequeña: Windsmore. ¡Claro, el taller Windsmore! Sentí una corazonada y me dirigí rápidamente hacia allí. Una vez en la entrada llamé a la puerta y al no oír nada entré, pues la puerta no ofreció resistencia alguna. Curioseé un poco entre las hileras de pianos de todos los tamaños esperando poder ver al dependiente o al maestro pero nadie se presentó. Sin embargo, en el centro de la sala estaba expuesto un piano muy similar al que había visto antes en el cartel. Me acerqué movido por la curiosidad. Entonces vi que un hombre estaba sentado con la mirada fija en las teclas. Lo saludé pero no me devolvió el saludo. Me temí lo peor. Lo zarandeé un poco para ver si reaccionaba pero al hacerlo cayó vencido por su propio peso en las teclas produciendo un siniestro y escalofriante acorde. Observé que había sido disparado. Miré la placa que lo identificaba y efectivamente aquel hombre era Ronald Windsmore. Palpé sus manos para hacer una aproximación de cuanto tiempo llevaba muerto. Estaba frío como el hielo y pensé que podría llevar en aquel estado un día entero. Miré mi reloj. Eran las 7:00. Sin saber muy bien qué hacer dirigí mi mirada al reloj de pared del taller y vi que estaba parado en las 3:00. Calibré la situación y decidí alertar a la policía para brindarles mi ayuda. Y aquí me tienen ustedes, inspector, contándoles mi versión de la historia sin saber cuánto podré aportarles.
- Monsieur Le Mond, su historia nos clarifica muchas cosas. Le estoy enormemente agradecido. Si aguarda un momento le traeré su recompensa.- me dijo el inspector de policía.
Tras aquel agradecimiento me fui pero seguí colaborando en el caso.
Finalmente descubrimos que Margaret Simons había enloquecido y su amante Tom Thatcher, el relojero, junto con el viejo mayordomo habían querido vengar a aquella pobre joven presa de su pasado, matando al que había sido el asesino de sus queridos padres: Ronald Windsmore. Éste había sido el profesor de piano de la joven y amante de su madre; a la que quería por su dinero. Mary Simons siempre le negó su amor y en un ataque de celos y locura, Ronald acabó con la vida de Mary y la del señor Simons durante una prueba de sonido con el piano que Windsmore había fabricado para sus conciertos a los que siempre acudía para seducir a la madre de Margaret. Al enterarse de aquella traición la joven Margaret enloqueció y su novio sumido en la pena por ver a su futura y deseada mujer en aquel estado, se juró vengarla y vio en el mayordomo, fiel sirviente de la joven, su mayor apoyo para llevar a cabo la operación.
Tras una fatigosa e incesante búsqueda fueron arrestados y encarcelados. Yo me retiré del caso y regresé a mi tranquila vida a las afueras de París sin saber el destino de aquellos hombres y de la pobre Margaret Simons.




Fin

No hay comentarios:

Publicar un comentario