domingo, 30 de enero de 2011

Abdem.

Todo había terminado. Nada importaba ya. No había luz más allá de aquel momento. No merecía la pena seguir adelante. Aquello por lo que había luchado, aquello que había amado como nunca hubiera podido imaginar, yacía ahora inerte a su lado en el viejo camastro de aquella tienda perdida en la inmensidad del desierto africano. Los efectos de la droga que el asesino había vertido en su vaso mientras dormía empezaban a remitir y un dolor agudo se apoderó de ella. Llevó sus finos y blancos dedos a aquella piel oscura como el ébano que tan sólo unas horas antes la había hecho vibrar bajo las sábanas. Deseó con todas sus fuerzas fundirse con él y la desesperación la llevó a hundir sus uñas en la carne del Tuareg. Se llamaba Abdem.

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