Dios mío, aún recuerdo aquellas promesas que te hacía en la capilla del colegio. Era una niña de fe inquebrantable, te buscaba, te amaba, hacía todo por ti, mi vida tenía un sentido, Tú me llenabas. Entonces empezaste a jugar sucio porque te llevaste una parte de mí. Me empezaste a dejar vacía. Y no habías hecho nada más que empezar. Querías poner a prueba mi fe y fallé estrepitosamente. Mis palabras, mis gestos se quedaron huérfanos. Ya no había razones. Intenté culparme por mi debilidad pero era más fácil culparte a ti. No te merecías mi respeto. No me pediste permiso para arrebatármelo sin piedad. Lo dejaste morir en aquella sala de hospital rodeado de tubos y moribundos y padeciendo la más dura agonía viendo cómo la vida se le escapaba a cada esforzada bocanada. Le pusiste trabas hasta el final, ¿qué te habría costado matarlo repentinamente durante el más plácido sueño? ¿Qué te hizo para abandonarlo a su suerte de aquella manera? Te odié. Te hice máximo y ÚNICO responsable. Hoy le habría cantado el 89 cumpleaños feliz. Hoy le habría tenido junto a mi piano. Hoy le habría cantado a pleno pulmón pero a donde Tú le has llevado no llega mi voz. A ti también te grito esperando que te enfades conmigo y me mandes esas temibles plagas y hagas conmigo lo que te plazca porque ya no soy nada. Porque nadie tiene asegurado nada. Porque tus promesas ya no me curan. Porque mi corazón nunca ha vuelto a ser el mismo. Porque estás exprimiendo hasta la última gota de mi alegría, porque me estás haciendo darme cuenta de lo que verdaderamente soy y de lo marchito que tengo el corazón. Soy un espectro andante. Ni siquiera una sombra de lo que fui. Me refugio en muchas cosas pero con todo me siento fuera de lugar. Lo estoy perdiendo todo, no tengo fuerzas para salir, me desgasto y me estás viendo desfallecer sin mover un dedo. Por lo menos devuélveme la ceguera de la fe en la que pueda confiar para mantenerme a flote y no hundirme con mis pesares en el fondo del abismo. Sé misericordioso como te describen los Libros y tiéndeme una mano, ésa que siempre tienes dispuesta para el hijo pródigo, el que vuelve a casa del Padre después de tanto tiempo, después de tantos errores. Ábreme los ojos como hiciste con Pablo, Mateo y otros muchos, y tirame del caballo, hunde mis dedos en tus llagas. Renueva mi vetusto y empolvado espíritu. Dale la energía que merece, la que por derecho le corresponde. No me dejes caer estrepitosamente. Ayúdame a levantarme. Hazme querer pedirte perdón y encontrar el consuelo que jamás tendré. Ayúdame a borrar estas letras que sin duda perdurarán en el tiempo como testigos de mi dolor. Sé que aún te queda mucho que llevarte de mi lado pero ya no puedo seguir pensando aquello de "que me falte todo menos Tú". No soy tan fuerte. Llévame a mí primero. Sálvame del tremendo desgarro de la pérdida. Alivia mi desconsuelo. Sácame de aquí porque no lo soporto. Me faltan lágrimas. Me sobra el espacio. Me mata pensar en el vacío. Me duele tanto dolor. Me enloquece ver cómo has descolocado mi vida poco a poco, cómo has desajustado los engranajes de mi frágil corazón arrancándole cada pieza como un niño travieso. Me has aplastado como una hormiga. Me has condenado a la soledad. Me has ahogado, me has cortado las alas. No necesito más castigo.
Y así reprimiré mi ira, mi frustración por los siglos de los siglos, plasmando cada gota de mi inmenso dolor escribiendo sin parar.
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