miércoles, 17 de diciembre de 2014

Andresito Andrés.

Un buen día a Andresito le dio por convertirse en Andrés. Sí sí, de buenas a primeras, sin comerlo ni beberlo, sin que nadie lo intuyera.

La tía Rosita le había dicho que ya tenía edad para irse a Madrid y dejar de una vez por todas el pueblo y a los paletos residentes en el mismo, y él, ni corto ni perezoso, bueno quizá sí un poco perezoso, se lió la manta a la cabeza y se plantó en Madrid volando con la Sepulvedana. Bueno en realidad fue su tía la que entre buenos tirones de orejas y recomendaciones de conocidos madrileños que podrían echarle una mano en caso de apuro o necesidad, le llevó las maletas al autobús y le empujó adentro despidiéndose con su característica ternura de harpía avanzada, ésa que sacaba a pasear tan a menudo cuando iba al pueblo de visita exprés para ver cómo crecía el muchacho de su hermana, así lo llamaba para distanciarse de una criatura rural que no pertenecía a su mundo esnobita, y con su voz chirriante de bruja maruja y malvada tendiéndole una bolsa vacía le soltó un: "Toma hijo, por si te entra la vomitera". Así era la tía Rosita. No cabía darle vueltas. No soltaba una lágrima por nadie.

Madrid le sobrecogió. Él estaba acostumbrado a desenvolverse en pocas hectáreas de terreno, pero allí… Allí todo era gigantesco. Hasta las distancias. Y la noche madrileña una suerte de loca aventura en la que no se veía capaz de poner un pie pues se le antojaba, en su pobre y atormentada mente pueril e inexperta, repleta de seres travestidos y fornidos y trasnochados hombres viciosos que lo verían como un caramelito...

La curiosidad no era su fuerte. Pero Andresito, digo, perdón, Andrés, se había decidido a ser adulto de una vez por todas, a liberarse de los condicionamientos de su infancia y su acnéica y turbulenta adolescencia entre las verduscas revistas que le proveía su tío Manuel y las fantasías que recreaba en su mente a base de retazos de esas mismas revistas a golpe de hormonas alborotadas y mucho tiempo en los aseos.

En Madrid se acomodó en la pensión que su acaudalada tía Rosita le pagaba por el puro placer de verle hacer su vida al gusto de ella, como ella misma habría querido para su hijo, si lo hubiera tenido. La tía Rosita era una de esas mujeres que, no queriendo arriesgar su fortuna en manos de un hombre botarate y pensando en su lecho de muerte solitario y frío, había visto en su sobrino, una forma de resarcirse, algo así como un heredero, un legado, una mano que apretar cuando le llegara la hora de exhalar el último hálito de vida. Así, en su mente retorcida pensaba en el peso que se había quitado de encima por no haber tenido que parirlo pero entonces, a cambio, tenía que criarlo como un pseudohijo muy bien educao. Su sueño de infancia. En fin, que pensando el propio Andrés que había dado un paso que sólo los valientes conseguían dar que era el salir de su hogar para buscarse el pan fuera de los dominios conocidos, erraba de nuevo pues no contaba con que la que movía los hilos de su vida en la sombra, incluso en aquel paso tan crucial, era la tía Rosita. Pobre Andrés. Toda su vida condicionada por lo que otros pensaban que le aguardaba, por lo que otros querían vivir a través de él, por lo que a lo mejor alguien quería de verdad para él. No, eso último era imposible.

El desdichado Andrés, que no consiguió que sus más allegados dejaran de llamarle Andresito, una auténtica lastra para aquel que quiere romper con su pasado, se vio envuelto en la etapa más complicada de llevar en la existencia de un ser humano, ese difuso salto entre la juventud y la madurez: se planteó su sitio en este mundo, su destino. De hecho no dejaba de darle vueltas y más vueltas a la pregunta ¿cuál es mi sino? Andrés no había destacado nunca por su brillantez, ni siquiera por su simpatía. Era un niño apocado que tenía la sangre de horchata, o como se diría ahora de leche de soja, desaborío vaya. Muchos se preguntaban si llegaría a la edad adulta siendo tan… tan… corto de miras, para no excedernos con el pobre Andresito. Al fin y al cabo, era un chico rural, acomplejado con su apariencia y de pensamiento sometido por los continuos sermones de un padre decadente, una madre ultrarreligiosa, una tía metomentodo, un tío salido y un cura obsesionado con prevenir la ceguera. En el pobre y manipulable Andresito, no se adivinaba a un futuro doctor o filósofo de brillantes ideas, ni siquiera un joven revolucionario de aferradas y férreas ideas, capaz de cambiar el mundo con su energía ardiente y vigorosa. Ni siquiera le hacían con novia, cosa que él mismo se había creído, olvidándose de mirar a una mujer excepto a aquellas de las revistas que por no tener ojos ni alma no podrían rechazarle en algún rincón oscuro de su mente. Y hasta las mismísimas narices de siempre la misma retahíla, harto de todo lo que había padecido en su vida, decidió hacerse a sí mismo. Y así, de buenas a primeras, sin comerlo ni beberlo, sin que nadie lo intuyera Andresito se convirtió, a golpe de reflexiones y trabajo en una fábrica de textiles, en Andrés.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

La sombra de su recuerdo es alargada.

Él seguía apareciendo en sus sueños como irrumpen los ecos de una canción de la infancia en una mente adulta, seria y ocupada: sin pedir permiso y poniéndolo todo patas arriba. Ella trataba de espantar su recuerdo como si de una mosca se tratara, a manotazos limpios cargados de ansiedad; aunque lo que deseaba en realidad era estirparlo de una vez por todas de su ser sin más miramientos. Pero era imposible y ella lo sabía. Desde el momento en que lo había mirado a sus ojos claros, desde el momento en que se había perdido en su sonrisa pícara, había caído sin remedio en esa trampa mortal que era su alocada y apasionada imaginación. Sabía que por más que intentara deshacerse de su recuerdo buscando en otras camas, en otros labios, lo que había imaginado ardientemente con él siempre le acababa acechando cuando bajaba la guardia al bajarse de los tacones. Siempre acababa pensando en él y aunque se embaucaba terminaba maldiciendo su sombra. Una vez, hacía ya mucho tiempo, había decidido amarlo con todas sus consecuencias, a pesar de que sabía que así estaba cometiendo el mayor error de su vida, quizá condenándose una vez más y eternamente a pender de jirones de fantasías imposibles. Pero ahora era incapaz de soportar aquella cruz que la acompañaba a todas horas. Era incapaz de mantenerse cuerda pues de tanto arrastrarse a sus brazos en sueños ya no distinguía la realidad de la ficción. Y lloraba por los rincones cuando le asaltaban sus peores pensamientos, aquellos que la hacían pensar que no valía nada y que por eso él nunca la había querido. Y trataba de ocultarlo mediante libros de autoayuda, alcohol y kilos de maquillaje. Se había propuesto sufrir sólo de puertas para adentro, martirizarse incluso como castigo personal aunque en el fondo no quería ceder en ese pulso que echaba contra sí misma cada día. Sabía que si algún día quería llegar a convivir con la sombra de su recuerdo tendría que aprender a dejarlo ir.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Ahogada en el café.

Aquella estaba resultando una noche dura. Ana apuraba a base de cafés sus últimas horas rebuscando entre los apuntes y seleccionando aquello que creía podría sacarla triunfante del examen del día siguiente. Sin embargo, apenas conseguía otra cosa que no fuera desesperación. Entonces, como si se tratara de una magia rara, sin duda muy negra, empezó a empequeñecer hasta convertirse en una humana del tamaño de un lápiz muy gastado de ésos que más que escribir te ayudan a limarte las uñas con el papel. En aquel inmenso y desordenado desierto de papeles llenos de gigantescas anotaciones la chica se sintió más pequeña que nunca, más incluso que cuando salía al escenario en sus horas de teatro extraescolar. Sin otro pretexto que admirar la inmensa habitación en comparación con su diminutez, trepó a la taza de café que parecía un mar de chocolate. Al embobarse con aquellas vistas perdió el equilibrio y cayó al mar de cafeína provocando la furia de las olas que chocaban contra las paredes de porcelana. Ana nadó desesperada hasta el blanco muro. Había bebido mucho aquella noche y la superficie de la taza quedaba fuera de su alcance. La diminutiva personita que se agotaba nadando y arañando las paredes comprendió que no sería capaz de aguantar mucho más así que dejó de intentarlo y se dejó llevar con un pensamiento que nunca habría imaginado: acabaría sus días siendo los posos de su amargo café.

lunes, 25 de agosto de 2014

Onyx. Corazón de piedra.

Resignada, la hechicera que tantas veces había usado su magia convirtiendo en estatua a todo aquel que se interponía en su camino aún sabiendo que con cada hechizo se hacía un poco más de piedra, entendió que su vida había sido una lección "inaprendida" y su destino su mayor castigo. La magia se había vuelto contra ella y comprendiendo al fin su error se enterró con su trono de cuarzo en las profundidades de la gruta.

Oh mi ángel.

Oh mi querido y frágil ángel ¿ves en lo que te has convertido? No, por supuesto que no. Hay una venda en tus ojos claros que te impide ver tu nuevo aspecto. ¿Recuerdas cómo era la sensación de volar sin límites? Si vieras la sustancia viscosa, verduzca y maloliente que te recubre pringando tus brillantes y enormes alas sabrías por qué no puedes desplegarlas y echar a volar. Pero me temo que ni lo intuyes, ni te lo cuestionas y encima me llamas loca por intentar deshacer el nudo de esa venda. Parece que te hayas resignado a convivir con la ponzoña, la misma que te pega al suelo mugriento y embarrado como arenas movedizas en las que te puedes hundir sin remedio, obligándote a vivir como hace años juraste convencido y obstinado que no vivirías por nada del mundo, cuando confiabas en que tus alas inmaculadas nunca dejarían de llevarte más allá de donde alcanzaba tu mirada. Pero eres joven mi ángel, y aún confío en que cuando te canses de tus propios subterfugios y te pese demasiado el pringue, te sacudirás como un perro juguetón para despojar tus alas de lo que las impide volar tan alto como permiten tus bellos ojos.

sábado, 23 de agosto de 2014

El rey aburrido transformándose en estatua.


La druida.

No escapaba de nada ni de nadie pero tampoco iba a ningún lugar. Nadie la esperaba y pocos sabían de ella. Desde luego nadie la conocía de verdad. Muchos pensaban que su frágil salud de niña y adolescente aún perduraba en ella y que escaparse de casa antes de conocer a su prometido era su sentencia. Se rumoreaba que había muerto de inanición. Otros decían que la había aplastado una roca. Otros que la habían despiezado los trolls, otros que la habían asesinado los druidas que habitaban el bosque de hayas. Pero lo que nadie sabía era que sus habilidades la hacían mantenerse viva y no sólo eso, sino que había encontrado su refugio en la mismísima montaña. Como una sombra recorría sendas, escalaba riscos peligrosos, cruzaba ríos... La naturaleza le proveía de todo lo que necesitaba y ella se lo agradeció dedicándose a estudiarla y amarla. Así vivió la druida de la montaña. Aquella que aún te susurra cuando te pierdes en sus dominios para que sepas encontrar la salida.

martes, 24 de junio de 2014

Cada domingo.

Anette miraba agazapada a través de la rejilla del confesionario, convertido en su pequeño escondrijo con vistas privilegiadas hacia el inmenso órgano cobrizo que habían instalado en la capilla para celebrar las misas con la música de los grandes compositores de música sacra, como venía haciendo cada domingo cuando el joven organista ensayaba a solas en la capilla antes de la misa cuidando a la perfección cada detalle, extasiada con su forma de sentir la música. Anette a penas podía apartar sus ojos de él. Era su pequeño secreto en esa vida de enclaustramiento en aquel convento a la que había sido enviada al fallecer sus padres, a pesar de que sus deseos eran muy diferentes. El joven organista era la única luz que había en su vida, el fabricante de sueños y melodías en el que había depositado toda su fe. Anette se bebía cada nota como el que está muerto de sed y alguien le tiende una vasija con un poco de agua fresca. Las melodías discurrían por todo su cuerpo reconfortándola a su paso, llenándola de vida, de ilusión... Podía volar a través de su música, con él. Así Anette se esperanzaba cada semana, pensando que el domingo le vería de nuevo.
Sin embargo, el primer domingo de muchos que no asistió, Anette creyó que se le escapaba la vida y se sumió en el silencio; aunque no dejó de ir cada domingo al confesionario a clavar la mirada en el asiento vacío frente al inmenso instrumento. Uno de esos días, cuando las sombras lo cubrían todo, se armó de valor para acercarse al órgano y hacerlo sonar. Sabía algo de música aunque más que tocar acariciaba las teclas para estar más cerca de él. Aquello le valió un buen castigo por interrumpir a deshoras el silencio del convento. Durante una temporada que se le hizo eterna permaneció encerrada en su celda ajena a todo contacto. Su corazón se sumió en una profunda pena y ni siquiera las oraciones la consolaban. Su pasatiempo era contar los días. Entonces cuando pensaba que no volvería a oír su música jamás, el eco lejano de un fragmento de Haendel llegó a sus oídos desentrenados devolviéndoles la alegría olvidada. Pero no era domingo y eso le hizo pensar que quizá él le estaba regalando aquellas melodías, haciéndolas llegar hasta ella. Anette volvió a soñar y cuando por fin le permitieron salir de la celda corrió al confesionario a ver si él seguía allí pero no. No le preocupó pues estaba feliz y dispuesta a esperar al domingo siguiente.  

domingo, 15 de junio de 2014

¿Bloggera yo?

El otro día iba yo tan tranquilamente por la calle pensando qué escribir en el blog cuando de repente alguien gritó a mi paso "¡bloggera!" y oye que no supe qué carajos responder. Lo mismo era un piropo, chica, pero no sé.., hace tanto tiempo que no me echan uno... (un piropo digo). Y no será porque de camino al metro no hay una colección de viejos verdes que sufren taquiarritmias cuando ven a una mozuela sin compañía varonil contonearse con más o menos pudor hacia la boca del underground... (que digo yo que alguna de esas taquiarritmias podía dejarles en el sitio pero no hay manera oye, no hay manera). ¡Vaya que no se cortan un pelo! Es notar que les queda poco de vida y ¡vamos! que les faltan halagos pa´ las muchachas (y babas, sobre todo babas. Ni que fuera aquello una peli de Ali Babas y Los 40 Verduscones). Ya puedes ir como una monja, ya, tapada hasta la mismísima sobaquera, a punto de pillar el sarampión, que no dejas de oir un babeo incesante que te acompaña todo el día como el buen olor a caca de vaca. El caso es que no supe cómo tomármelo y como de siempre he sido muy precavida al final me envalentoné y respondí "¡Eso lo será tu madre!", por si acaso.

jueves, 12 de junio de 2014

Poemas en la servilleta.

-Dígale a la niña que se esmere. A ésta me la tiro esta misma noche-, susurró el comandante al oído de Ricardo, camarero y chef de aquel discreto restaurante italiano en un callejón de perdición en Münich, que con un "Sí signore ¡presto!" algo nervioso, se encaminó hacia el sótano.
-Arriba niña, tienes trabajo. Esmérate o no tendrás cena. Éste es un alto cargo del ejército así que dependerá de lo acertada que estés hoy con tu pluma que conservemos el puesto y a lo mejor hasta la vida. Estos nazis...- Ricardo le tendió unas servilletas para que escribiera en ellas.
La pequeña Mina se incorporó en el camastro y se dispuso a escribir refinados versos de amor, como hacía cada noche para contentar a clientes viciosos que buscaban encandilar a mujeres para saciarse, pegada al viejo candil al que arrancaba destellos agónicos para escribir poemas en una servilleta que luego el cliente fingía recitar de memoria para extasiar a su presa. Si ésta caía, se podían asegurar un cliente fijo que les mantuviera el alquiler y por ende el negocio. Mina era un pequeño tesoro en bruto, hija de un judío que había empleado a Ricardo en la cocina para salir adelante y que cuando le llegó la orden de detención le hizo prometer que cuidaría de ella, que por miedo a que tuviera su mismo sino la había cuidado de los alemanes encerrándola en aquel cuartucho lleno de bártulos y oxidados cacharros de cocina, y que le aseguraría un futuro mejor. Así Ricardo la había convertido en su hija pero evitaba que entrara en contacto con la gente porque mantener en secreto o salvaguardar la verdadera identidad de uno allí era prácticamente imposible. Y así habían pasado los años y la pequeña Mina, que ya no era tan niña, encerrada en aquel lugar sombrío se había bebido los libros de poesía que escribió su padre de joven, amando cada uno de sus versos y creando los suyos propios. Ricardo supo sacarle partido al don de la niña pero Mina sentía que sus versos se perdían en bocas llenas de vicio y lujuria como si de alguna manera se prostituyeran. Quería abandonar esa vida. Quería escapar pero debía aguantar un poco más. La poesía era lo que la mantenía cuerda y le daba esperanzas para no darse por vencida.

Al blanco más blanco de su mente.

Quería perderse en el horizonte y no pensar en nada en aquel viaje de vuelta. Se había prometido olvidarse definitivamente de él y de todo su mundo. Quería abandonarse al blanco más blanco de su mente pero no pudo evitar cometer un error más aquel día, el de devolverse la mirada al verse en aquel cristal de la ventana del autobús, en aquel espejo oscurecido por la noche que lo dominaba todo tras él, como si fuera un lienzo inacabado, o resquebrajado por el paso del tiempo y una sensación que ya conocía sobradamente la recorrió entera, quemándola, abrasándole las venas, cegándola de rabia y celos, empañando sus ojos cansados. Se mordió el labio inferior como única forma de contener las lágrimas, como si de esa manera, pudiera retener todo el dolor que se desparramaría con cada gota de no hacerlo. Deseó con toda su alma ser ese reflejo, ése que le encandilara. Ése por el que suspiraba y por el que no estaba en la tierra cuando le hablaba. Si pudiera arrancarse esa cara, y esas cadenas y ser ella. Si consiguiera que una de esas miradas fuera para ella… Como tanto deseaba día tras día. Pero no, no estaba escrito de esa forma y por eso se había condenado a buscar furtivamente en sus gestos eso que quisiera para sí. Eso que haría que dejara de dolerle tanto no estar a la altura de lo que abarcaba su mirada clara y altiva. No podía dejar de escudriñar a la luz de la luna qué era eso tan único en esa mujer que le hacía ignorar todo lo demás, que le hacía beber los vientos... Nunca antes había deseado con tanto ardor una sola palabra suya para compararla con aquellas que le susurraba a ella. Qué era eso que le atraía a ella como un imán de neodimio y que parecía repelerle de su lado con fuerza directamente proporcional. Se había prometido ser fuerte aunque eso le supusiera morir por dentro un poco más. Sólo cuando cayó la última lágrima pudo volver al blanco más blanco de su mente.

jueves, 5 de junio de 2014

Pájaros de madera.

Hace unos instantes, un recuerdo fugaz ha hecho que me olvidara de todo invitándome a perderme en el momento que me mostraba como si fuera un remanso de paz entre tanto alboroto. Y quiero escribirlo aquí y ahora a medida que saboreo la sensación de tranquilidad que me envuelve. Estás tú, mi añorado yayo Félix, en la terracita de Fuencarral, de pie y algo encorvado frente a tu mesa de trabajo. Tus ojos parecen más grandes tras esos cristales. Tus manos se mueven sabias y certeras entre las herramientas de tu humilde taller. Ya hubo un gran carpintero que mereció alabanzas, pero no me las merece más que tú, créeme, pues son tus recuerdos mis oraciones y mi única fe.
Atrapado en la boca del gato tornillo, un fragmento amorfo de palé obediente y sumiso va tomando forma a golpe de cincel. Eres un artista. Das vida a lo que una vez la tuvo y le das alas a lo que jamás pudo volar. Aquellos fragmentos de madera, que otros bien hubieran usado para alimentar sus chimeneas en invierno, tú los convertiste en coloridos pájaros que, afinando mucho el oído, aún se oyen trinar. Pero cada vez el sonido es más lejano y temo que se extinga, como el eco de tu voz en mi frágil y acorazada memoria. Han pasado años ya desde que te fuiste, demasiados. No los quiero contar. Y los pájaros que antes parecían querer echar a volar ahora están inmóviles en sus peanas. Cada vez son más madera y menos animal. Son nuestras cosas de familia las que los hacen enmudecer y yo quiero que vuelvan a cantar, a pleno pulmón como tú hacías, monaguillo. Pero hasta los colores con que los bañaste parecen menos brillantes.., ¿qué puedo hacer? Es tan dolorosa tu ausencia que todo se ha vuelto del revés... Pero no quiero entristecerte yayo, ya me las apañaré. Quizá no llegue a Presidenta pero te aseguro que sólo a ti me quiero parecer.
Espérame un poquito más y en este tiempo prepárame chicle americano, que cuando llegue lo devoraré.

Te quiere,

tu nieta.

domingo, 1 de junio de 2014

La isla de las mujeres vengadoras.

Inconsciente y tendida sobre la arena de la playa, Claire se debatía entre las ensoñaciones y la vida. Una parte de ella intentaba tirar, ponerla en marcha para evitar la muerte, pero su cuerpo no respondía a los estímulos, desmadejado, aturdido y extenuado, demasiado pesado para las débiles y desesperadas órdenes de su cabeza. Su mente vagaba, como embriagada en vapores de un fuerte licor, entre nubes de recuerdos de un aparatoso naufragio. Disparos atronadores, cegadores destellos de una tormenta descomunal, el barco quejumbroso zarandeándose peligrosamente, el estallido de los barriles de pólvora tras el rayo, densas volutas de humo colapsando sus pulmones y obligando a saltar del barco a toda la tripulación, la tabla de madera a la que se había aferrado, las gigantescas olas que la habían deshecho como si fuera una muñeca de trapo... Todo parecía una colección de recuerdos de una horrible pesadilla pero el sabor de la arena en su boca y la sal pegada a su piel eran más que una evidencia del desastre ocurrido la noche anterior.

Cuando por fin su cuerpo parecía dispuesto a responder abrió los ojos. Todo le daba vueltas. Un muro de arena tostada y apelmazada le impedía el paso y comprendió que debía levantarse si quería sortearlo. El crujido de su estómago, aunque débil, le recordó que llevaba muchas horas sin comer nada y que debía hacer algo para evitar morir de hambre en aquel lugar. Quería gritar y pedir auxilio pero no le salían sonidos de la boca. Parecían haberse quedado todos atrapados en su garganta, quemada por la sal que había tragado. Los párpados le pesaban una barbaridad y se le cerraban sin poder evitarlo. Entonces una orden salió de algún sitio. "¡No se te ocurra cerrar los ojos!" No recordaba tan dura su voz. De hecho no recordaba cómo sonaba su propia voz. Cerraría los ojos un instante... Lo necesitaba...

"¡¡Te he dicho que no cierres los ojos!!" ¡Zas! ¡Pum! ¡Pam! Unas bofetadas le hicieron abrir los ojos y tras un rato tratando de enfocar la mirada, pudo apreciar que había cambiado de posición y que alguien la zarandeaba sin escrúpulos. Poco a poco la figura de una extraña mujer se fue dibujando delante de ella. Claire pensó que seguía presa de las ensoñaciones pues aquella mujer no se parecía a las mujeres que conocía. No vestía con los atuendos propios de las mujeres del puerto, ni como las mujeres de la ciudad. De hecho no vestía como una mujer. Si el tío de Claire hubiera visto a aquella mujer habría sufrido un infarto fulminante. Su tío, que siempre había sentido una predilección enfermiza por el dinero, la habría mandado quemar por fulana. Parecía más una salvaje aunque hablaba con un claro acento inglés como el suyo. Claire pensó que se detendría a pensar en aquella mujer cuando tuviera el estómago lleno. Entonces, reconoció un olor que le hizo recordar que estaba hambrienta y logró dejar salir un tímido "Hambre. Tengo hambre." La extraña mujer le tendió rápidamente un trozo de lo que parecía pescado ahumado y Claire, sorprendida de volver a ser dueña de su cuerpo, lo cogió y se lo llevó a la boca para devorarlo cada vez con más ahínco. ¡Qué rico le supo aquel bocado de mar! Se volvía a sentir viva, con necesidades. Necesitaba volver a caminar, a sentir sus piernas, sus pies... Así fue como Claire, una adolescente del siglo XIX, criada en el puerto de Sant Louis, supo que había renacido.

Aquella extraña mujer que la había encontrado en la costa de aquella isla perdida que tanto se parecía al Paraíso que Claire había leído en los libros de su tío, resultó ser la mejor rastreadora de una tribu de mujeres muy especiales que habían hecho de aquella isla su hogar. Esperó a que la chiquilla se repusiera para después hacerla caminar durante unas tres horas entre malezas, enormes raíces, flores gigantes de llamativos colores.., hasta llegar a su hogar. Claire no podía dar crédito. Aquello era maravilloso. Tremendos árboles daban hogar a decenas de mujeres que salían de todas partes. Todas vestían de manera similar a como lo hacía la rastreadora. Por su aspecto fiero e intimidante Claire pensó que se la comerían viva pero al llegar allí la recibieron y acogieron como si fuera una más. Viendo que habían congeniado bien, le asignaron a la rastreadora como guía para que le enseñara a la novata todo acerca de sus costumbres. La rastreadora le contó cómo habían llegado hasta allí todas esas mujeres a las que unían historias de persecución, de incomprensión... Muchas habían sido piratas y muchas de ellas habían sido delatadas por el mismo hombre y juzgadas... Todas habían logrado escapar y las que consiguieron llegar a la isla poco a poco se fueron uniendo con el objetivo de vengarse del que las había traicionado.

La rastreadora que a pesar de su rudeza no era tan mayor como Claire había intuido tras la primera impresión, resultó convertirse en su mejor amiga en aquellas tierras.

-¿Qué os pasó?- le preguntó la rastreadora mientras pescaban enormes truchas en el río que atravesaba la isla.

Claire sabía perfectamente a qué se refería con aquella pregunta. Sabía también que la rastreadora había esperado pacientemente a que se sintiera preparada para recordar porque aquel era el camino para su propio renacer.

- Mis padres eran importantes comerciantes franceses. Traían seda de la China en barco por rutas peligrosas. Dicen que un corsario británico hundió su barco tras hacerse con el cargamento. Lo llamaban Cruiff. Por aquel entonces yo era muy pequeña. Me cuidaba mi nana en el puerto pero tras la muerte de mis padres, mi tío, que estaba en bancarrota, totalmente acabado, me reclamó. Pensaba que casándome con un hombre importante saldría de su penosa situación. En realidad yo le importaba muy poco. Un día hace unos dos años desembarcó un hombre misterioso en el puerto y mi tío me vendió. íbamos en el barco a encontrarnos con el que sería mi esposo cuando nos atacaron. Intenté luchar pero mi nana, que viajaba conmigo, me suplicó que me escondiera bien en el arcón bajo el montón de enaguas y faldas que me pondría en mi vida de casada. Oí gritos, alguien apremiaba a Cruiff a abandonar el barco, que no tendría que preocuparse por mí porque no saldría de aquello con vida. Mi nana le rogó que me salvara, pero unos disparos la silenciaron y rompí a llorar. Entonces se desató la tormenta. El barco se resquebrajó y el cargamento de pólvora estalló incendiándolo todo. Salí del arcón y encontré el cuerpo inerte de Nana no muy lejos de donde yo estaba. Quise quedarme con ella. Estaba convencida de que iba a morir pero alguien mi tío, en un último esfuerzo por salvar su alma, me empujó al agua justo a tiempo y... No recuerdo mucho más. Olas y más olas y finalmente... tú.

Una sonrisa de agradecimiento sincero se dibujó en la cara de Claire que se lanzó a por el pez con desparpajo y determinación arrancándole una sonrisa a la rastreadora.

Después de unos meses de adaptación la rastreadora convenció a la Matriarca del clan para que convirtiera a Claire en una de ellas y por fin llegó el día en el que Claire debía demostrar que quería pertenecer al grupo. La llevaron ante la Bruja de la Cueva pues ella debía ser testigo de su conversión.

Allí la recibió la Bruja pero no habló una sóla palabra. Tan sólo se limitaba a mirar a la joven como evaluándola, como analizando si sería capaz de pasar la prueba. Entonces sin poder hacer nada por evitarlo la bruja hizo un movimiento casi imperceptible y golpeó con su cayado al costado de Claire que, durante unos segundos, se quedó sin respiración. Cuando logró volver a respirar recibió otra estocada de la bruja en la cara que le hizo sangrar y después otra y otra y otra más. Atónita Claire no sabía qué hacer. El dolor de esas heridas y la frustración le hicieron llorar. La bruja, lejos de parecer sentir algún tipo de empatía por la chica, volvió a embestir una vez más, y otra vez y otra. Entonces cuando no podían dolerle más las heridas Claire paró un golpe y otro. Una furia incontenible se apoderó de ella y al grito de ¡BASTA! consiguió desarmar a la bruja y hacerla caer al suelo.

La bruja se levantó ágilmente y con una sonrisa triunfal en los labios pronunció sus primeras palabras con una voz persuasiva.

-Bien bien Claire. Al fin he conseguido quitarte de encima a esa niña frágil e irritantemente comedida y encorsetada que te impide ser quién eres. Pensé que te costaría muchos más palos pero me has sorprendido. ¿Qué nombre has decidido para tu nueva vida?

-Fénix-, respondió Claire con convencimiento dispuesta a olvidar su propio nombre y su anterior vida.

-Bien Fénix y dime... ¿cuál es tu destino?

-Mi destino se ha dibujado claro en este tiempo y está ligado al vuestro. Mi destino es vengarme de Cruiff y al fin lo veo. Mi vida se ha visto truncada varias veces y el responsable va a pagar por ello. Vosotras me enseñareis vuestras artes y me llevareis hasta él, hasta el responsable de la muerte de mis padres, el responsable del ataque del barco, el responsable de mi renacimiento. El mismo hombre que nos ha arruinado a muchas, el corsario más temido.., y también mi prometido. LLevadme hasta él y yo ejecutaré mi venganza.

martes, 13 de mayo de 2014

Los Fey. Una historia ficticia.

Anne Marie, distraída leía y leía mordisqueando el colgante en forma de llave de su madre y entre estornudo y estornudo, se frotaba los ojos llorosos y cansados de tanto leer y rebuscar documentos en aquella biblioteca polvorienta de luces tenues. Nada más poner un pie en aquel sitio, días atrás, había podido captar a simple vista el ambiente decadente de la vetusta biblioteca. Volúmenes antiquísimos se amontonaban por todas partes sin orden ni concierto en pilas que amenazaban con derrumbarse con la más mínima brisa de aire o un leve roce. La desconsideración con la que eran conservados resultaba escandalosamente evidente y hacía pensar que muchos de ellos se consideraban desechos por su mal estado y su escaso interés. El aspecto exterior de la biblioteca no era más benévolo sino realmente tenebroso y aterrador y más bien invitaba a los usuarios a mantenerse alejados. Entre los chiquillos corría la leyenda de que en su interior habitaba un monstruo terrorífico que se alimentaba de papel viejo, del que dejaba restos cenicientos que lo cubrían todo, y de todos los curiosos que husmeaban por sus dominios pues no hacía ascos a la carne humana.

Pero no era ésa la leyenda que traía de cabeza a La joven huérfana y que la había hecho tragarse su miedo y adentrarse en aquel edificio, sino la que hablaba del legendario Fantón Fey. Llevaba días tras el rastro del escritor que se perpetuó en el tiempo como lo hicieron en su día famosos piratas para amedrentar a sus adversarios haciéndose inmortales e invencibles y que si no le salían mal los cálculos llevaba vivo, según delataban las fechas de las publicaciones intermitentes de sus libros, casi trescientos años. La propia Anne Marie había recibido de su propia madre un ejemplar de "La verdad de la niña de la Caperuza Escarlata" firmada por Fey en 2004, el mismo día que su madre murió. Anne Marie no se sintió con fuerzas de leerlo porque le recordaba demasiado el momento agónico en el que su madre se lo regaló. Pero diez años más tarde, una noche Anne Marie se atrevió a abrirlo y poco a poco lo empezó a leer quedando atrapada en sus páginas y en lo que contaba. Se trataba de la verdadera historia de Caperucita Roja y de cómo los Grimm se habían hecho con ella cuando realmente pertenecía al escritor que firmaba como Fantón Fey, el autor del libro que lo revelaba. Todo esto le pareció muy interesante a Anne Marie que se lanzó a investigar. Quizá pudiera descubrir quién había sido o era Fantón Fey pues podía asegurar que aquel libro le había revelado un secreto, una mentira.



Sin embargo, llevaba días en aquella biblioteca, que más parecía un cementerio de ancianas encuadernaciones, y empezaba a flaquearle la voluntad de querer encontrar algo pues parecía que aquel edificio cobraba vida y se negaba a darle pistas desordenándolas y cubriéndolas de capas y capas de polvo. Por lo que había podido averiguar en clase de literatura de la señorita G.Rillard la leyenda había caído en el olvido hasta que diez años antes,las fechas coincidían, apareció una única publicación firmada por Fantón Fey, "La verdad de la niña de la Caperuza Escarlata". Anne Marie estuvo tentada de decirle a la señorita Rillard que ella era la poseedora del único ejemplar, pero sintió que debía guardar el secreto. Al menos hasta que pudiera averiguar algo más. ¿Cómo era posible que hubiera llegado a manos de su madre ese ejemplar? ¿Acaso su madre quería que protegiera el libro o la verdad que escondía? ¿Qué tenía que ver su madre con aquello? Todas estas preguntas la rondaban a cada minuto.

Todas sus pesquisas habían comenzado una noche en la que Anne Marie encontró en el suelo de su habitación del hospicio una baldosa de madera que siempre crujía bajo sus pies porque no estaba bien pegada. Anne Marie la levantó y bajo ella descubrió un papel enrollado que decía:
"Si has encontrado esto es porque has sido elegido para perpetuar la leyenda de Fantón Fey. En tus manos dejamos la clave para encontrar la verdad. Búscala en la biblioteca más antigua de esta villa. Allí te esperamos. Sólo si eres el verdadero elegido podrás encontrarlo."

Por eso Anne Marie no dejaba la investigación. Ella había sido la elegida porque hasta ella habían llegado todas esas "invitaciones" a conocer la leyenda. Por eso siguió buscando hasta que no pudo más. Extenuada se apoyó en una pared de la sección de fantasía y la pared se la comió. Anne Marie apareció, con el corazón galopante, en un pasadizo oscuro y húmedo que parecía no tener fin. Lo siguió hasta llegar a una pequeña estancia circular forrada con estanterías llenas de encuadernaciones que respetaban la forma circular de la fría habitación empedrada. En su centro una mesa que más parecía una especie de altar en piedra y un rústico asiento emulaban una de esas salas de rituales que aparecían en las películas de misterio. Sobre el altar reposaban una pluma, unos pergaminos, y una caja metálica. Anne Marie no pudo evitar la curiosidad y ya que había llegado hasta allí no iba a perder la oportunidad de ver qué era todo aquello y estudió los pergaminos. Fanton Fey era el primer nombre que figuraba de todos los que componían una larga lista. Cada nombre venía seguido de dos fechas. Anne Marie supuso que serían las del nacimiento y las de la muerte de cada persona. Tras Fantón Fey aparecían los nombres de Hannah y Grechen Fey y así aparecían numerosos nombres hasta que sus ojos se detuvieron en el último: Diana Levian.

¡Era su madre! ¿Cómo podía ser? ¿Acaso ella era descendiente de Fey? ¿O se había unido a su causa, perpetuando su leyenda, por pura casualidad? Anne Marie no podía recomponerse de aquello. Un escalofrío le recorrió el espinazo y entre temblores y el sudor frío que humedecía las palmas de sus manos, siguió observando el nombre de su madre. A su lado sólo aparecía la fecha de su nacimiento pero no la de su muerte. ¿Qué significaba aquello? Miles de preguntas, imágenes borrosas y recuerdos le ocuparon la mente. Necesitaba encajar todas las piezas de aquel puzzle del que parecía formar parte. Dirigió su mirada a la caja metálica y la examinó meticulosamente. Parecía tan vieja como todo lo que descansaba en aquel lugar. Intentó forzarla pero no hubo manera de abrirla. Entonces tuvo una idea que de sólo pensarla le entraron escalofríos. Se sacó el colgante de su madre y conteniendo la respiración introdujo la llave en la cerradura. La caja se abrió. El corazón no podía latirle más deprisa. En el interior unas hojas gastadas contaban un secreto.

"Por desgracia ha llegado el fatídico día en el que la vida del gran escritor Fantón Fey toca a su fin. En su agonía, aferrado a su pluma y acompañado de sus dos amadas hijas, les legó su fama de escritor, su nombre, para que pudieran asegurarse de vengarle pues lo utilizarían para amedrentar así a los Grimm que se habían apropiado de las obras del gran Fantón Fey con el propósito de pasar a la historia y ser recordados por siempre jamás como los padres de los cuentos de hadas. Sobre su conciencia recaerá el peso del apellido Fey que intentará revelar, hasta que la verdad se descubra, la auténtica lucha de los Fey, y de todos aquellos que crean en su historia, por su reconocimiento. Por ello es de vital importancia que no se descubra nuestro secreto y que tú contribuyas a él si crees en nuestra causa. Nadie deberá saber de la muerte de nuestro padre, el gran escritor Fantón Fey, para poder iniciar y mantener así su leyenda. Somos Hannah Fey y Grechen Fey. Viajamos en carromato siempre de noche hasta llegar a la villa abandonada de Fouton donde hemos enterrado a nuestro padre lejos de miradas entrometidas y de las habladurías de la gente. Allí planeamos juntas cómo mantener vivo el recuerdo de nuestro amado e idolatrado progenitor. En una aldea cercana hemos conseguido vender nuestro carromato y con ese dinero más el ahorrado hemos conseguido hacernos con dos caballos y con ellos recorreremos la vieja Europa sin detenernos demasiado tiempo en ningún lugar. Viviremos volcadas en rescribir sus historias y nuestras propias con la pasión que caracterizaba a Fantón Fey de la que siempre nos hemos alimentado y enviaremos los originales a la capital donde simpatizantes nuestros, las publicarán clandestinamente, aún a riesgo de poner en grave peligro sus vidas, bajo el nombre de Fantón Fey. Designaremos dignos sucesores para seguir nuestra leyenda."

Anne Marie no podía creer lo que estaba leyendo. Y aún había más. En otra hoja que parecía ser mucho más moderna se podía leer. "Los Grimm nos persiguen." La firmaba Diana Levian.

Anne Marie se sobresaltó al oir una voz detrás de ella.

-Hola Anne Marie.

La señorita G. Rillard estaba plantada en la entrada de la estancia circular con una sonrisa poco inocente dibujada en la cara. Anne Marie, atónita, no podía articular palabra.

-Gracias por traerme hasta aquí. Los Grimm te estamos muy agradecidos. Por fin podremos acabar con esto de una vez y de paso acabaremos contigo como ya hicimos con tus padres. Primero tu padre y luego tu mamaíta. No pongas esa cara, te vigilábamos continuamente pues sabíamos que acabarías dando un paso en falso y nos traerías hasta el cuartel general de los Fey.

Anne Marie se armó de valor.

-Vamos, esta gente sólo procuraba no caer en el olvido y que no se cometiera la injusticia de manchar su nombre, tan respetable como el de los Grimm.

-Nosotros no lo vemos así. Te doy cinco minutos de ventaja para que huyas y te olvides de todo esto, si no quedarás enterrada para siempre aquí junto al legado de tu mamá, que por cierto, cosas de la vida, era mi hermana. Nunca vio con buenos ojos que nos hiciéramos con las obras de otros y se cambió el nombre. Pero yo la descubrí y bueno ya sabes el resto y si no, cualquier día te lo cuento. De tía a sobrina. He movido la demolición de este sitio que será en pocos minutos así que no me hagas perder el tiempo. Vete.

Anne Marie corrió horrorizada por haber descubierto la verdad. Por el momento escaparía de aquel lugar y ya pensaría qué haría. Los Fey y su madre no merecían quedar enterrados en el olvido.





viernes, 9 de mayo de 2014

El Cantar del Buen Dormir

Dicen que en durmiendo se nos pasa la vida
Y en durmiendo y soñando yo he llegado, sin remediarlo ya ven, a mocita.
Y no me quejo, señores, porque no me da la gana
Y en su cara tengo el valor de decir: No sin mi cama.

Y es que mi cama es un tesoro y sus sábanas gloria bendita
Aunque huelan a alcanfor y a naftalina de la fina
Pues a mi me quitan penas y me dan buenas alegrías.
Y aunque durmiendo se me consuman las horas,
No quiero que sea de otra forma como me halle la muerte, señora.

Total, en la misma posición he de acabar,
Pa´ criar malvas sin que me tenga por qué cansar,
Así.., si tumbadica me han de encontrar
¿por qué en vida me tengo yo que levantar?

¡Déjenme pues disfrutar de este goce supremo
que es dormir hasta no sentir bajo mi ser el frío suelo!
Déjenme planchar la oreja
Y pasarme el día sobando y también, por qué no, la noche entera.

Y a quien esto le moleste que arree,
pero que a mi, estando en sueño profundo o ligero, ni se me acerque,
que doy leches como panes,
aun estando en mi lecho de mullido colchón y fragancia de tiernos tulipanes.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Desde la ventana.

Los primeros rayos de sol despertaron a Marcell en aquella humilde habitación con vistas al foro romano. Se desperezó y al hacerlo llegaron a su mente flashazos de esos momentos nocturnos tan intensos con Roberto, un italiano de escándalo que había desaparecido de su cama. Marcell rebuscó entre las sábanas, aún tibias y arrugadas, algún rastro de Roberto pero su Adonis moderno se había esfumado sin más. Marcell temía no volver a verlo, tan fuerte era su vínculo, por lo que ataviada con su camisón se puso a escudriñar la ciudad desde el balcón y entre medias de esa ardua tarea se paraba a divagar en su encuentro en aquel restaurante. Lo recordaba perfectamente, como si lo reviviera en aquel mismo instante.
LLegó con sus amigas universitarias a Il bambino y enterrados sus ojos en la carta de menús le sacó de su ensimismamiento una voz que luego fue una sonrisa de ensueño adornando una cara imposiblemente perfecta enmarcada por unos rizos morenos que bailaban al ritmo de un delicioso acento italiano. Marcell sintió que le fallaban las fuerzas como si de repente todo se hubiera puesto patas arriba dentro de ella. Se miró la camisa pensando que los intensos latidos delatarían la reacción que había provocado en ella aquel chico misterioso. Lo cierto era que se notaba arder tanto que no le extrañaría ver reflejos rojos como el carmín por toda la estancia. Roberto no pudo contener la risa y tampoco parecían poder hacerlo sus amigas, que se lanzaban codazos y miradas más que significativas por encima de las cartas. Marcell sintió que la cara le estallaría llenándolo todo del color de la vergüenza infinita aunque aguantó el tipo y pidió sin levantar la vista unos raviolis para empezar.
La cena transcurrió con los esfuerzos de las cotorras que Marcell tenía por amigas para que ésta le pidiera el número de teléfono al camarero bombón pero Marcell se hizo la dura y omitió los comentarios sin poder evitar alguna que otra sonrisa fugaz. Patrice, que desde que Marcell y Roberto se habían mirado, había sentido la imperiosa necesidad de lanzarse en brazos de Roberto se decidió por fin a darle su propio número.
-Si no lo hacías tú alguien tenía que hacerlo.
Marcell tuvo que morderse la lengua y contar hasta diez para no pegarla un buen tirón de pelo que la dejara calva pero en vez de eso dijo:
-Parece que se me han atragantado los raviolis. Voy a vomitar.
Dejó su parte de dinero en la mesa y salió del restaurante para respirar y olvidar la vergüenza que habia pasado y que parecía salirle a borbotones por los poros de su piel. Echó a andar y debió hacerlo muy deprisa porque enseguida llegó a la plaza de la Fontana sin aliento.
-No deberías haberte ido así. No puedo abandonar mi puesto de trabajo cuando estoy de servicio.
Marcell contuvo la respiración o quizá se olvidó de que necesitaba introducir aire en sus pulmones, como le había ocurrido aquella noche al oir su voz. Se debatió entre si girarse y mirarle o hacerse la longuis y seguir corriendo a ninguna parte. Sin duda eligió lo primero aunque no sabía si se desplomaría al hacerlo.
-No se lo tengas en cuenta a Patrice,- dijo Roberto mirando el nombre escrito en el papel con corazones para después arrojarlo al agua de la fuente.
Marcell dijo que no con la cabeza pues no parecían venirle palabras a la boca. Roberto se fue acercando a ella y Marcell se abandonó en sus brazos y en sus besos.

El monstruo o mi destino: sus fauces.

¡Cuánto echo de menos caminar mirando al frente! Un sueño me parece ya caminar mirando esperanzada a aquel futuro brillante del que me hablaban, a aquel futuro en el que quería sentir que encajo a la perfección, como si estuviera hecho a mi justa medida. Pero no puedo dejar de pensar que me mintieron y ahora me cuesta caminar hacia la horca. Caminar hacia un futuro de vejez, soledad, enfermedad, desilusión... No quiero caminar, porque me aterroriza y paraliza la meta de este viaje, mi viaje, aquel que prometía ser excitante para terminar convirtiéndose en la boca de un monstruo de apetito voraz y fauces afiladas que auguran un dolor inimaginable al atravesarme el cuerpo antes de deglutirme como un agujero negro desmembrando el alma.
Y sin embargo camino cada día intentando no pensar en el monstruo que susurra mi nombre recreándose en su maldad, como hipnotizándome para atraparme. Como si yo tuviera escapatoria. Estoy perdida pues sé que nada me apartará de él.

Oh melancolía

Oh melancolía,
¿por qué me acompañas todavía?
¿acaso no te he pedido hasta el hastío
que me dejes libre al menos por un día?

Oh melancolía,
son tus ojos dos lagunas en tinieblas
y cuando a ellos me asomo
siento, vida mía, que todo me tiembla.

Oh melancolía,
eres tú la poesía que brota
inagotable de mis labios desesperados
y que, sin riesgo de sequía,
pareces durarme años.

Oh melancolía, triste amiga mía,
te adentras y me devoras
y no tienes piedad ni te importan las horas
y así poco a poco me matas
y te alimentas de mi alma carroña.

Oh melancolía,
lejos veo el día en que por fin me dejes a solas,
pues como un fantasma con cadenas me acompañas
y me dejas exangüe maldita carcoma.

martes, 6 de mayo de 2014

Un beso.

Atesoro un beso detenido en una calle equivocada, en un momento inoportuno y una distancia insalvable entre nosotros dos, tan diferentes, tan incomprendidos, tan iguales. Aún con todo, ese beso da vida a esa calle moribunda y olvidada, a ese momento desacertado, salva las distancias entre tú y yo, da color a mis mejillas, trasciende en mi aburrida existencia y ahora también se detiene en estas letras para siempre.

jueves, 1 de mayo de 2014

Lo que me faltaba: un vampiro veterinario.

Aquella tarde Ana salía especialmente tarde de la facultad de Veterinaria. Se había transformado por unas cuantas y largas horas en una ratoncilla de biblioteca para poder acometer un trabajo de Historia de la Veterinaria que debía entregar a la mañana siguiente y se había entretenido mirando, leyendo y releyendo libros y numerosas noticias en aquellos perdiódicos olvidados en la hemeroteca. Borracha de tantas letras decidió salir a tomar el aire dando un paseo por los alrededores de la desierta facultad que ya empezaba a proyectar sombras sospechosas a aquellas horas en las que los estudiantes probablemente se encontrarían ya en sus casas con sus familias. En su cabeza aún resonaban fragmentos de aquellas noticias pero sin duda alguna una en concreto ocupaba su mente. Iba pensando en ella cuando de repente vio moverse algo, una sombra, en el depósito de cadáveres del departamento de Anatomía. El corazón le dio un vuelco sin poder remediarlo. Pestañeó con fuerza, probablemente los ojos cansados le habían jugado una mala pasada pero sabía que había visto algo extraño y como le pudo la curiosidad se acercó al lugar donde había percibido el movimiento. A medida que se acercaba, sus ojos se fueron abriendo más y más en una mueca de estupor. Cuando comprendió lo que allí había ocurrido echó a correr de nuevo hacia la biblioteca, aunque no estaba del todo segura de que aquello fuera buena idea, ni de si sería un lugar seguro para ella.

"Varias explotaciones ganaderas de Madrid han amanecido con ejemplares exangües. Las autoridades sanitarias están analizando los cadáveres en busca de la causa."
"Se han reportado varios casos de explotaciones enteras desoladas por un extraño mal en España, Francia, Alemania y Rumanía que vacía de sangre a los animales. Se han descartado brotes de una epidemia vírica o de otros agentes infecciosos y las autoridades sanitarias, que no logran dar con la causa, han creído oportuno silenciar los casos hasta el discernimiento de lo ocurrido para no generar alarma social. La sensación de descontrol y desasosiego recuerda aquella epidemia que asoló granjas en el siglo XVII en la que numerosos ganados fueron azotados por un mal desconocido e inidentificable. Según los pocos datos que se han mantenido desde entonces los animales estaban aparentemente sanos pero por las mañanas aparecían exangües, tanto que incluso en algunos parecía quedar sólo el pellejo sobre la carcasa. Entre las gentes humildes corría la leyenda de que el demonio se estaba esparciendo por la tierra adquiriendo la forma corpórea de una serpiente que poseía a los animales y se alimentaba de su sangre para crecer y dar lugar a decenas de serpientes que se liberaban del cuerpo del animal para llegar a sus nuevas presas y así poblar la tierra con serpientes y perpetuar el mal en ella."

¡Menuda sarta de pamplinas!, pensó Ana. No podía dar crédito a nada de lo que había visto y leído, así que eso era un claro indicativo de que tenía que irse a casa y descansar. Cogería el libro aquel que había estado ojeando, el de los grabados del albéitar con su aprendiz practicando una cesárea, que iba de las peripecias del aprendiz hasta que se convirtió en maestro y de sus viajes por Europa diseccionando cadáveres en busca de gusanos. Al menos podría intentar hacer en tiempo récord un trabajo mediocre sobre él.

-Buenas noches Ana.

El respingo que dio la chica al oir al profesor que la había saludado no le pasó desapercibido a éste que le preguntó si se encontraba bien pues la veía pálida y nerviosa. Al levantar la mirada hacia él Ana no pudo evitar que sus ojos se fijaran demasiado en un pequeño resto de algo que parecía sangre en la comisura izquierda de la boca del profesor. Algo le hizo desviar la mirada y querer salir pitando de allí. Un miedo irracional se había apoderado de ella, temía estarse metiendo en algo que no le correspondía. Quizá tan sólo eran alucinaciones de su mente fantasiosa pero era todo tan sumamente real... Y tan sumamente raro... Entonces llegó a su mente como un flashazo el grabado del retrato del albéitar sobre el que había elegido hacer su trabajo... El aprendiz era el mismo rostro que ahora tenía ante ella, pero modernizado, adaptado a esta época moderna. ¡Cómo podía ser! Antes de poder reaccionar Ana se desmayó.

Despertó después de unos quince minutos de sopor y confusión. Estaba sola en la biblioteca e intentó recordar qué había pasado. Con un poco de suerte todo habría sido una pesadilla en una de esas incontrolables cabezadas en la biblioteca, pensó. Sin embargo, poco a poco se fueron ordenando todas aquellas imágenes: la sombra en el depósito de cadáveres, el perro exangüe, las leyendas sobre un mal desconocido que atacaba a animales sanos, el albéitar que viajó por Europa.., ¡y el profesor! Ana no salía de su asombro. Aquello era imposible, una locura, un producto de su fantasía, un sinsentido... Aún con el susto en el cuerpo cogió el libro que necesitaba y se fue a casa. Nunca había corrido tanto para alcanzar el último autobús e hizo bien porque unos ojos la acechaban y no podía huir de aquella horrible sensación que la acompañaría durante todo el trayecto.

A salvo de todo en su habitación se enfrascó en la lectura de aquel libro... Y llegó al grabado del aprendiz y de nuevo reconoció su cara. Entonces sintió un escalofrío y al levantar la vista del libro se lo encontró allí, en un rincón de la habitación. Ana se quedó helada.

-Vamos Ana, si de verdad quieres conocer mi historia, pregúntamelo. Esos viejos e insulsos libros no te dirán ni la mitad de lo que quieres saber.

-¿Quién es usted?

-Buena pregunta aunque un poco compleja. Verás yo soy el de la foto de tu libro, sí ése, el del grabado. Y como puedes observar no he cambiado tanto...

-¿Pero qué coño es esto?

-Vamos Ana, no voy a dejar pasar esta oportunidad. No sabes las ganas que tenía de poder compartir mi secreto y éste parece el momento adecuado y tú la persona perfecta, una alumna reservada, tímida... El caso es que yo era aprendiz de albéitar, como sabes, creo que allá por el siglo XVII, me bailan las fechas ¿sabes?. Y como aprendiz era bastante bueno por cierto, pero me tenían prohibido hacer experimentos y estudios por mi cuenta. Me tenía que limitar a ayudar a mi maestro y aprenderme de memorieta "El Libro" pero no me permitían ir más allá y yo quería aprender de verdad, ensuciándome las manos, como decía mi padre. Así que por las noches, clandestinamente, me acercaba al depósito de animales para estudiar anatomía en los cadáveres. Hice grandes avances en mis sesiones ilegales de disecciones hasta que una noche me sorprendió un ser extraño. Se acercó a mí con los ojos inyectados en sangre y a penas pude reaccionar y ...me mordió emponzoñándome y convirtiéndome en uno de ellos. Desde entonces me guardé de no levantar sospechas. Los vampiros no estábamos bien vistos por aquellos tiempos y menos los aprendices de albéitares. Así que procuré fingir bien mi papel. Siempre fui reacio a alimentarme de personas, aunque su sangre es la que más sacia no sabe tan bien como las de otros animales. Así que decidí alimentarme de sangre de animales que estuvieran a mi alcance, lo que me permitía estar cerca de los humanos sin querer hincarles el diente. Conseguí mi puesto como albéitar pues sabía que me abriría muchas puertas y sería un pasaporte a una vida digna en la que poder ocultar mi secreto y viajé buscando mi sitio. Muchas veces me sentí un monstruo y por eso estuve lo que dura la gestación de una cerda sin alimentarme de nada. Claro que esto tuvo consecuencias catastróficas, pues cuando se cruzaba en mi camino una granja la dejaba seca. Con el tiempo he aprendido a dosificarme, pero los animales que campan a sus anchas son cada vez más escasos y de vez en cuando no puedo evitar darme un pequeño festín... Aunque procuro no levantar sospechas. El caso es que en aquellos años llegué a convertirme en un maestro albéitar honorable, aunque haciendo verdaderos esfuerzos, y ya ves muchos han querido relatar mis andanzas pero nadie se ha acercado ni siquiera un poco a la verdad. Y así han pasado los siglos y aquí estoy, en la facultad de veterinaria, donde puedo alimentarme sin levantar sospechas de los cadáveres que estudiais y desplazarme a las explotaciones que requieren de nuestros servicios. Pero tú, señorita curiosa, me has tenido que descubrir...y ahora te pregunto... ¿te atreverás a delatarme?

Tras meditarlo un segundo Ana le dijo:
-Profesor... ¿por quién me toma? ¿quién me creería? Si es usted feliz así pues... ¿¡qué le voy a hacer!? Pero hágame un favor ¿quiere? No cambie nunca de dieta y salga de mi habitación que tengo un trabajo que redactar o de lo contrario me cabrearé.








martes, 29 de abril de 2014

Lo que nadie sabe.

Lo que nadie sabe es que cuando nadie me ve soy quien realmente soy y no quien pretendo. Lo que nadie sabe es que me da miedo la soledad porque me descubro y me siento incapaz de asumir lo que destapo de lo más recóndito de mi pensamiento y caminar con ello, arrastrando unas cadenas más pesadas de lo que soy capaz de cargar. Lo que nadie sabe es que no puedo pensar en blanco porque demasiadas cosas empañan los procesos de mi mente, entorpeciendo incluso su descanso. Lo que nadie sabe es que nunca pensé que hubiera vida después de tu muerte. Nadie me dijo que un día me vería obligada a respirar sin ti a mi lado. Lo que nadie sabe es que para mí la vida ya no tiene ese color rosa con que la pintaba de niña y no tan niña y que a veces desaparece de ella todo el color. Lo que nadie sabe es que no puedo caminar sabiendo que te he deshonrado, porque lo he hecho y eso es lo que más me pesa. Lo que nadie sabe es que lucho cada día por devolverte de alguna forma todo lo que tú hiciste por mí durante tanto tiempo. Lo que nadie sabe es que temo olvidarte. Temo que el tiempo difumine tu rostro en mi recuerdo y desaparezcas de mis sueños. Lo que nadie sabe es que yo tampoco te siento aquí ni allí. Te has ido para no volver y tu ausencia y tu recuerdo duelen y resultan inaguantables por igual. Lo que nadie sabe es que no sé si llorar o no y que si lloro soy una fuente inagotable. Lo que nadie sabe es que te he prometido encontrarnos al final del camino y abrazarte como después del colegio y tocar tus manos llenas de vida de nuevo. Lo que nadie sabe es que aún te oigo silbar en el garaje, te veo cortando judías oyendo la radio, te veo leyendo el periódico, desayunando tostadas, tomando el yogur del mediodía... Lo que nadie sabe es que hubiera dado todo por tenerte un poco más. Lo que nadie sabe es que deseo que estés con el yayo Félix jugando a las cartas. Lo que nadie sabe es que eso es lo que quiero creer pero que en el fondo siento que no hay más. Lo que nadie sabe es que sea como sea te seguiré escribiendo y manteniendo tu recuerdo vivo. Lo que todo el mundo sabe es que te echo de menos. Lo que todo el mundo sabe es que tu nieta te quiere con locura.

martes, 22 de abril de 2014

Otra vez Bathory.

Aquella jornada, como tantas otras, había sido realmente agotadora para Marta en la planta de cuidados intensivos en la que llevaba casi tres años trabajando incesante y apasionadamente desde que terminara sus estudios de enfermería. A pesar del cansancio se encontraba inmensamente feliz pues su dedicación a los demás le hacía sentir algo muy especial que la reconfortaba y aliviaba el agotamiento mental que empezaba a hacer mella en ella, insuflándole fuerzas cada día para dar lo mejor de sí con aquellos que más lo necesitaban. Marta tenía muchas virtudes y todo aquel que la conocía no tenía ni una sola palabra desfavorable hacia ella. Se desvivía por los demás, eso era evidente. De hecho sus amigos le habían recomendado en innumerables ocasiones que bajara un poco el ritmo si no quería consumirse y pagar las consecuencias y acabar siendo una enferma más como aquellos que cuidaba a diario con tanto mimo. Lo que no sabían era que Marta tenía una virtud: era capaz de sentir, como si lo pudiera ver, la bondad y la maldad de las personas que entraban en su radio de percepción. Era como un sentido más, como la vista o el olfato, y sin duda le servía en su vida diaria para rodearse de personas buenas y evitar a aquellas que no lo eran. Con el tiempo y por su trabajo, esta virtud se había agudizado e incluso en alguna ocasión le habían invadido vivencias de la persona a la que analizaba. Al principio aquello le había asustado. Tanto era así que en su pequeño piso de alquiler había montañas de libros de psicología y autoayuda que ella había comprado con el objetivo de conocer casos de personas con su misma capacidad y aprender a aceptarse y tolerar su peculiar forma de ser. En ninguno de ellos halló respuestas satisfactorias pero con el tiempo intentó acostumbrarse a esa capacidad que no se había atrevido a compartir con nadie.

Así pues, aquella noche después de ocho duras y eternas horas en el hospital, llegó a duras penas al metro con la mente puesta en su mullida cama de sábanas frescas y olor a lavanda. A pesar de la hora intempestiva, el vagón iba repleto de jóvenes que aprovechaban la noche del viernes para celebrar todo lo que tenían pendiente por celebrar. A Marta se le escapó un suspiro. Ya no se sentía joven y en parte lo echaba de menos. Ahora su vida se resumía en una rutina entre el trabajo y su casa. Ni siquiera se planteaba casarse y tener una familia. Es más, ni siquiera se planteaba tener una casa propia. Y no era por las múltiples veces que Carlos, su chico, le había pedido que hablaran lo de casarse. Él estaba ilusionadísimo pero a Marta aún le parecía precipitado. No, antes debía sincerarse con él y hablarle de su peculiaridad. No se había atrevido a decírselo. Temía que él la viera con otros ojos, la tratara como un bicho raro... ¿Cómo podía pensar eso? No, Carlos era especial. Le costaría asimilar la noticia, sí, pero Marta le conocía y sabía que la amaba con todo su ser y que no renunciaría a ella por nada. Tenía que contárselo y sería esa misma noche. Al llegar a casa. Le despertaría suavemente con un beso y le susurraría al oído que le ama por encima de todo y de paso aprovecharía para decirle que su chica es un tanto especial pero que ya lo hablarían más tranquilamente por la mañana con un buen croissant para el desayuno. Debía de notársele en el rostro la fatiga porque enseguida una joven le cedió el asiento y ella, tras agradecerlo, se dejó caer en él. Se frotó el cuello buscando aliviar tanta tensión acumulada y sintió que cabeceaba. Para colmo el trayecto era interminable... Quería evitar dormirse y pasarse de parada por lo que revolvió su bolso en busca del nuevo libro que había cogido en el bibliometro. Nada más comenzar a leer las letras iniciaron un molesto baile ante sus ojos cansados.

De repente un escalofrío muy familiar le recorrió de arriba a abajo y un sudor frío emepezó a mojarle las palmas de las manos, la espalda y la frente. Era esa sensación tan desagradable que sentía siempre que reconocía un aura de maldad muy intensa. Se debatió entre buscar a la persona de la que emanaba tanta maldad o seguir fingiendo que leía atentamente entre bostezo y bostezo. Aquello no era normal. Su percepción era de una maldad que nunca había experimentado antes. No se veían personas tan malas a menudo... Era como si un monstruo legendario se hallara entre ellos. Porque estaba allí entre ese panda de críos juerguistas. ¿Quién era? ¿Era posible que fuera el cansancio el que le estaba jugando esa mala pasada? Entonces, se olvidó del sueño que notaba y alzó la mirada suavemente de las páginas del libro. Todo parecía normal en aquel vagón salvo unos ojos que escudriñaban a todos los pasajeros desde la otra punta.

Marta no se atrevió a mirar a la persona de ojos inquietos fijamente por lo que decidió hacerlo a través del reflejo en los cristales oscuros del vagón. Lo que vio la impactó sobremanera. Se trataba de una mujer de piel muy blanca, cabello oscuro y ojos negros como la noche. Vestía de forma muy rara como si no supiera combinar las distintas prendas (quizá no tenía ningún gusto por la moda, se dijo Marta)y lucía unas joyas muy antiguas. Marta pensó que se trataba de una pobre mujer sin más, por su aspecto, totalmente fuera de onda como si no fuera de aquel tiempo y sin embargo era joven. Parecía haber clavado sus ojos en una joven de piel pálida pintada como una puerta... pero entonces con un movimiento rápido de sus iris clavó la mirada en Marta y le dedicó una macabra sonrisa que petrificó a la enfermera que ya no sabía si todo aquello no estaban siendo más que los efectos del cansancio. Entonces Marta se atrevió a mirar a aquella mujer que, en un abrir y cerrar de ojos, se había levantado y pegado a la chiquilla del "maquillaje a kilos" para salir en la misma parada.

A Marta no le abandonó durante el resto del trayecto aquel miedo que se había instalado en ella dejando una expresión de pánico en su cara. Al llegar a casa con los ojos como platos decidió hacerse una tila y echarse en la cama junto a Carlos que ya roncaba feliz. Le cogió un brazo suavemente y lo posó alrededor de su cintura y a pesar de haberse tapado hasta arriba con el edredón no era capaz de entrar en calor, ni de tranquilizarse. Aquellos ojos de loca se habían quedado impresos en su retina y amenazaban con no borrarse en mucho tiempo. Antes de que el sueño la envolviese una visión se apoderó de su mente.

Un furioso gentío armado con hoces, palos, rastrillos y antorchas, se agolpaba a las puertas de un castillo reclamando justicia. Querían la cabeza de su señora. A los gritos de "¡Bruja a la hoguera!¡Bathory asesina!¡Púdrete en el Infierno maldita", una figura se asomó a la balconada entre carcajadas histéricas. Marta podía verlo todo con claridad y no pudo evitar que se le acelerara el corazón hasta casi salírsele del pecho cuando reconoció esos ojos locos en el pálido y desencajado rostro de la señora del castillo que no paraba de gritar: ¿Qué pedís pueblo holgazán? ¿Mi cabeza? ¿Emparedarme entre los muros de este castillo? Yo que os he dado más de lo que merecíais, gusanos. Os perseguiré siempre y beberé la sangre de vuestras bellas hijas para hacerme inmortal y seguir atormentándoos eternamente...

Marta volvió en sí empapada en sudor. Carlos se había despertado y había tratado de rescatarla de aquella pesadilla. Marta con los ojos desorbitados y el pulso desbocado sólo pudo decir: Ha vuelto... Otra vez... Bathory.





lunes, 21 de abril de 2014

Desde el observatorio.


Aquel atardecer ensangrentado presagiaba silenciosa y amenazadoramente lo peor, pero era tan bello que Land no cambiaría por nada las impresionantes vistas de las que podía disfrutar desde las ruinas del viejo observatorio. Una bandada de ibis tan rojos como la misma sangre surcaban los cielos en una huida desesperada a ninguna parte en aquel planeta desolado.

sábado, 19 de abril de 2014

Una historia diferente.

En el teatro Lumiere, los cristales retumbaban como locos ante los alaridos de la gran diva del canto lírico del momento. A pesar de haber consagrado su vida al noble arte del canto seguía siendo una verdadera tortura escucharla. En aquel ensayo para el gran estreno, la diva pareció croar como nunca y las jóvenes coristas apenas pudieron reprimir las risas y las chanzas.

Aquella tarde el destino quiso dar una oportunidad a la joven Tyara. Allí, en un rincón y totalmente dedicada a la limpieza del teatro, la joven, que conocía a la perfección las canciones que la diva gritaba una y otra vez y que en su mente sonaban como música celestial, aprovechó la oscuridad y la soledad al término del ensayo para acercarse al escenario.
Una vez encima del escenario sintió cientos de mariposas revoloteando en su estómago. Sentía miedo por si la descubrían pero necesitaba hacerlo. Entonces, se dejó llevar y de su boca salió la más dulce melodía. Cuando hubo terminado el silencio que la envolvió de nuevo la sobrecogió y le golpeó igual que la realidad que vivía en ese teatro desde que era una niña y cada día durante 16 años. Pero no podía intuir que entre las sombras de aquel teatro se hallaba una figura que se deleitaría con su voz cada noche.


viernes, 18 de abril de 2014

Paget y el gusanito desconocido.

El joven James Paget afrontaba con gran entusiasmo su ingreso en el primer curso de Medicina en el hospital de San Bartolomé de Londres aquel año de 1835. Todos los días recorría solitario al amanecer las calles grises y húmedas de la capital para quedarse contemplando, como si de un sagrado ritual se tratara, la imponente fachada de su santuario de conocimiento.


Aquella tarde había pedido permiso, como venía haciendo desde el principio del curso, para quedarse un rato más en la sala de inspección. Había algo que le había llamado poderosamente la atención en aquel cadáver que tenía ante él y que nadie parecía apreciar. Salió de la sala a hurtadillas en busca de un microscopio que le sirviera para acercarse un poco más a aquellas insólitas partículas pero todas las salas estaban cerradas y todo apuntaba a que el bedel estaría en la taberna ingiriendo su ración diaria de malta fermentada. Por el camino encontró a su amigo Wilson y aprovechó para pedirle que le ayudara a buscar ese dichoso microscopio. Sin embargo, Wilson deseaba irse a su casa tras un agotador día de estudio y lo que menos le apetecía en aquel momento era ir de expedición por el hospital buscando un maldito microscopio. Paget no insistió más pues tuvo una idea. Recordó de pronto que en el Museo Británico en el que tantas veces se había colado para ver las colecciones de plantas que le chiflaban podría encontrar lo que buscaba. Pero para ello necesitaba encontrar al viejo Robert Brown que de seguro le permitiría acceder a un microscopio.., y sabía donde hacerlo. En el Departamento de Botánica del Museo Británico que Brown supervisaba. Él le proporcionaría un cacharro de ésos al fin. Así que volvió a la sala de Inspección y extrajo de aquel cuerpo inerte ese pequeño grano de arroz que le llamaba tantísimo la atención, lo envolvió y se apresuró al Museo. El viejo Brown se pasaba noches enteras sin dormir dibujando raros especímenes vegetales... Así que hoy podría ser una de esas noches. Paget corrió veloz y llegó a las puertas metálicas del departamento. Llamó insistentemente a la puerta pues aquello no podía esperar y cuando creía que nadie le abriría las puertas apareció Brown con su habitual cara de enfado.

-¿Qué haces aquí a estas horas muchacho? Anda, deja de incordiar y vete a dormir con tu mamá.
-Señor Brown, soy yo, James Paget ¿no me reconoce? Si vengo aquí casi todas las semanas.
-Ay sí hijo, es que sin mis gafas no veo tres en un burro... ¿Qué se te ofrece?
-¿Me dejaría usar uno de sus microscopios? No puede esperar, es un asunto urgente, señor.

Tras un instante de duda el viejo Brown se dio la vuelta y animó al chico a que lo siguiera. Cuando Paget se encontró delante del microscopio no pudo contener su ansiedad y enseguida se colocó cerca de la luz para mirar a través de sus lentes.

-¡Un gusano! ¡Es un gusano! ¿Lo ve señor Brown? ¡Es un gusano! Envuelto en una cápsula, señor. Mire, mire.
-¿Sabe usted algo de gusanos parásitos señor Paget?, le preguntó Brown al observar que el chico había acertado.
-¡No señor!¡A Dios gracias!

El viejo lo miró con interés y le recomendó que escribiera a la Albernatian Society, un club de estudiantes que sin duda sacaría jugo a su descubrimiento. Paget así lo hizo y dieciocho días después Owen anunció el hallazgo de un nematodo parásito llamado Trichina spiralis y reconoció al joven James Paget como su descubridor.


jueves, 17 de abril de 2014

Sí señores, padezco incontinencia.

Querido lector ávido de nuevas experiencias y jugosas noticias:
si lee este artículo con el fin de reírse de mi problema absténgase, se lo ruego, de hacer comentarios inapropiados o hirientes. Sepa que si lo hago público es porque creo que mi curioso síndrome debería ser considerado una enfermedad de declaración obligatoria; por lo que aquí dejo mi testimonio por escrito para que lo sepa todo el mundo y se tomen las medidas pertinentes. Aún no se han hecho estudios, ni se ha determinado lo contagioso que puede llegar a ser por lo que agradecería, cuanto menos, cierta prudencia. Verá, resulta que apenas puedo contener estas ganas mías de escribir que se acentúan hasta volverse inaguantables a eso de la una y media de la madrugada, hora que han elegido las inoportunas musas para avivarme el intelecto. Por más que intento reprimirme y cerrar los pabellones auditivos ante las susurradas insinuaciones de las inspiradoras diosas del artisteo siento que me invade una nueva forma de incontinencia verbal aguda para la que no existe ni cura ni vacuna (y si existiera lo más probable sería que el Gobierno la bloqueara en un penoso intento de neodespotismo ignorante). Atienda querido amigo, siento que si fuera yo una olla a presión y el vapor millones de palabras bullendo en el interior, la válvula pitaría como anunciando una irremediable y ruidosa explosión. Un big bang en miniatura, para que usté me entienda. ¡Pobre de mí! Y pobres de los que les alcance la onda expansiva que no tendrán más remedio que leer pacientemente todo aquello que brote sin control ni censura al ritmo de mis dedillos bailongos e incontrolables en un rock and roll frenético sobre el teclado del ordenador al compás de mis ideas absurdas.
Así y con todo estimado lector, no se acerque mucho a mí por lo que pueda contagiarle. Por lo que sé, y si siente que padece alguno de estos síntomas, lo más recomendable y sensato es que acuda al médico de inmediato y le comente su caso. Quizá le orienten mejor que a mí.