Un buen día a Andresito le dio por convertirse en Andrés. Sí sí, de buenas a primeras, sin comerlo ni beberlo, sin que nadie lo intuyera.
La tía Rosita le había dicho que ya tenía edad para irse a Madrid y dejar de una vez por todas el pueblo y a los paletos residentes en el mismo, y él, ni corto ni perezoso, bueno quizá sí un poco perezoso, se lió la manta a la cabeza y se plantó en Madrid volando con la Sepulvedana. Bueno en realidad fue su tía la que entre buenos tirones de orejas y recomendaciones de conocidos madrileños que podrían echarle una mano en caso de apuro o necesidad, le llevó las maletas al autobús y le empujó adentro despidiéndose con su característica ternura de harpía avanzada, ésa que sacaba a pasear tan a menudo cuando iba al pueblo de visita exprés para ver cómo crecía el muchacho de su hermana, así lo llamaba para distanciarse de una criatura rural que no pertenecía a su mundo esnobita, y con su voz chirriante de bruja maruja y malvada tendiéndole una bolsa vacía le soltó un: "Toma hijo, por si te entra la vomitera". Así era la tía Rosita. No cabía darle vueltas. No soltaba una lágrima por nadie.
Madrid le sobrecogió. Él estaba acostumbrado a desenvolverse en pocas hectáreas de terreno, pero allí… Allí todo era gigantesco. Hasta las distancias. Y la noche madrileña una suerte de loca aventura en la que no se veía capaz de poner un pie pues se le antojaba, en su pobre y atormentada mente pueril e inexperta, repleta de seres travestidos y fornidos y trasnochados hombres viciosos que lo verían como un caramelito...
La curiosidad no era su fuerte. Pero Andresito, digo, perdón, Andrés, se había decidido a ser adulto de una vez por todas, a liberarse de los condicionamientos de su infancia y su acnéica y turbulenta adolescencia entre las verduscas revistas que le proveía su tío Manuel y las fantasías que recreaba en su mente a base de retazos de esas mismas revistas a golpe de hormonas alborotadas y mucho tiempo en los aseos.
En Madrid se acomodó en la pensión que su acaudalada tía Rosita le pagaba por el puro placer de verle hacer su vida al gusto de ella, como ella misma habría querido para su hijo, si lo hubiera tenido. La tía Rosita era una de esas mujeres que, no queriendo arriesgar su fortuna en manos de un hombre botarate y pensando en su lecho de muerte solitario y frío, había visto en su sobrino, una forma de resarcirse, algo así como un heredero, un legado, una mano que apretar cuando le llegara la hora de exhalar el último hálito de vida. Así, en su mente retorcida pensaba en el peso que se había quitado de encima por no haber tenido que parirlo pero entonces, a cambio, tenía que criarlo como un pseudohijo muy bien educao. Su sueño de infancia. En fin, que pensando el propio Andrés que había dado un paso que sólo los valientes conseguían dar que era el salir de su hogar para buscarse el pan fuera de los dominios conocidos, erraba de nuevo pues no contaba con que la que movía los hilos de su vida en la sombra, incluso en aquel paso tan crucial, era la tía Rosita. Pobre Andrés. Toda su vida condicionada por lo que otros pensaban que le aguardaba, por lo que otros querían vivir a través de él, por lo que a lo mejor alguien quería de verdad para él. No, eso último era imposible.
El desdichado Andrés, que no consiguió que sus más allegados dejaran de llamarle Andresito, una auténtica lastra para aquel que quiere romper con su pasado, se vio envuelto en la etapa más complicada de llevar en la existencia de un ser humano, ese difuso salto entre la juventud y la madurez: se planteó su sitio en este mundo, su destino. De hecho no dejaba de darle vueltas y más vueltas a la pregunta ¿cuál es mi sino? Andrés no había destacado nunca por su brillantez, ni siquiera por su simpatía. Era un niño apocado que tenía la sangre de horchata, o como se diría ahora de leche de soja, desaborío vaya. Muchos se preguntaban si llegaría a la edad adulta siendo tan… tan… corto de miras, para no excedernos con el pobre Andresito. Al fin y al cabo, era un chico rural, acomplejado con su apariencia y de pensamiento sometido por los continuos sermones de un padre decadente, una madre ultrarreligiosa, una tía metomentodo, un tío salido y un cura obsesionado con prevenir la ceguera. En el pobre y manipulable Andresito, no se adivinaba a un futuro doctor o filósofo de brillantes ideas, ni siquiera un joven revolucionario de aferradas y férreas ideas, capaz de cambiar el mundo con su energía ardiente y vigorosa. Ni siquiera le hacían con novia, cosa que él mismo se había creído, olvidándose de mirar a una mujer excepto a aquellas de las revistas que por no tener ojos ni alma no podrían rechazarle en algún rincón oscuro de su mente. Y hasta las mismísimas narices de siempre la misma retahíla, harto de todo lo que había padecido en su vida, decidió hacerse a sí mismo. Y así, de buenas a primeras, sin comerlo ni beberlo, sin que nadie lo intuyera Andresito se convirtió, a golpe de reflexiones y trabajo en una fábrica de textiles, en Andrés.
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