Él seguía apareciendo en sus sueños como irrumpen los ecos de una canción de la infancia en una mente adulta, seria y ocupada: sin pedir permiso y poniéndolo todo patas arriba. Ella trataba de espantar su recuerdo como si de una mosca se tratara, a manotazos limpios cargados de ansiedad; aunque lo que deseaba en realidad era estirparlo de una vez por todas de su ser sin más miramientos. Pero era imposible y ella lo sabía. Desde el momento en que lo había mirado a sus ojos claros, desde el momento en que se había perdido en su sonrisa pícara, había caído sin remedio en esa trampa mortal que era su alocada y apasionada imaginación. Sabía que por más que intentara deshacerse de su recuerdo buscando en otras camas, en otros labios, lo que había imaginado ardientemente con él siempre le acababa acechando cuando bajaba la guardia al bajarse de los tacones. Siempre acababa pensando en él y aunque se embaucaba terminaba maldiciendo su sombra. Una vez, hacía ya mucho tiempo, había decidido amarlo con todas sus consecuencias, a pesar de que sabía que así estaba cometiendo el mayor error de su vida, quizá condenándose una vez más y eternamente a pender de jirones de fantasías imposibles. Pero ahora era incapaz de soportar aquella cruz que la acompañaba a todas horas. Era incapaz de mantenerse cuerda pues de tanto arrastrarse a sus brazos en sueños ya no distinguía la realidad de la ficción. Y lloraba por los rincones cuando le asaltaban sus peores pensamientos, aquellos que la hacían pensar que no valía nada y que por eso él nunca la había querido. Y trataba de ocultarlo mediante libros de autoayuda, alcohol y kilos de maquillaje. Se había propuesto sufrir sólo de puertas para adentro, martirizarse incluso como castigo personal aunque en el fondo no quería ceder en ese pulso que echaba contra sí misma cada día. Sabía que si algún día quería llegar a convivir con la sombra de su recuerdo tendría que aprender a dejarlo ir.
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