Los primeros rayos de sol despertaron a Marcell en aquella humilde habitación con vistas al foro romano. Se desperezó y al hacerlo llegaron a su mente flashazos de esos momentos nocturnos tan intensos con Roberto, un italiano de escándalo que había desaparecido de su cama. Marcell rebuscó entre las sábanas, aún tibias y arrugadas, algún rastro de Roberto pero su Adonis moderno se había esfumado sin más. Marcell temía no volver a verlo, tan fuerte era su vínculo, por lo que ataviada con su camisón se puso a escudriñar la ciudad desde el balcón y entre medias de esa ardua tarea se paraba a divagar en su encuentro en aquel restaurante. Lo recordaba perfectamente, como si lo reviviera en aquel mismo instante.
LLegó con sus amigas universitarias a Il bambino y enterrados sus ojos en la carta de menús le sacó de su ensimismamiento una voz que luego fue una sonrisa de ensueño adornando una cara imposiblemente perfecta enmarcada por unos rizos morenos que bailaban al ritmo de un delicioso acento italiano. Marcell sintió que le fallaban las fuerzas como si de repente todo se hubiera puesto patas arriba dentro de ella. Se miró la camisa pensando que los intensos latidos delatarían la reacción que había provocado en ella aquel chico misterioso. Lo cierto era que se notaba arder tanto que no le extrañaría ver reflejos rojos como el carmín por toda la estancia. Roberto no pudo contener la risa y tampoco parecían poder hacerlo sus amigas, que se lanzaban codazos y miradas más que significativas por encima de las cartas. Marcell sintió que la cara le estallaría llenándolo todo del color de la vergüenza infinita aunque aguantó el tipo y pidió sin levantar la vista unos raviolis para empezar.
La cena transcurrió con los esfuerzos de las cotorras que Marcell tenía por amigas para que ésta le pidiera el número de teléfono al camarero bombón pero Marcell se hizo la dura y omitió los comentarios sin poder evitar alguna que otra sonrisa fugaz. Patrice, que desde que Marcell y Roberto se habían mirado, había sentido la imperiosa necesidad de lanzarse en brazos de Roberto se decidió por fin a darle su propio número.
-Si no lo hacías tú alguien tenía que hacerlo.
Marcell tuvo que morderse la lengua y contar hasta diez para no pegarla un buen tirón de pelo que la dejara calva pero en vez de eso dijo:
-Parece que se me han atragantado los raviolis. Voy a vomitar.
Dejó su parte de dinero en la mesa y salió del restaurante para respirar y olvidar la vergüenza que habia pasado y que parecía salirle a borbotones por los poros de su piel. Echó a andar y debió hacerlo muy deprisa porque enseguida llegó a la plaza de la Fontana sin aliento.
-No deberías haberte ido así. No puedo abandonar mi puesto de trabajo cuando estoy de servicio.
Marcell contuvo la respiración o quizá se olvidó de que necesitaba introducir aire en sus pulmones, como le había ocurrido aquella noche al oir su voz. Se debatió entre si girarse y mirarle o hacerse la longuis y seguir corriendo a ninguna parte. Sin duda eligió lo primero aunque no sabía si se desplomaría al hacerlo.
-No se lo tengas en cuenta a Patrice,- dijo Roberto mirando el nombre escrito en el papel con corazones para después arrojarlo al agua de la fuente.
Marcell dijo que no con la cabeza pues no parecían venirle palabras a la boca. Roberto se fue acercando a ella y Marcell se abandonó en sus brazos y en sus besos.
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