martes, 24 de junio de 2014

Cada domingo.

Anette miraba agazapada a través de la rejilla del confesionario, convertido en su pequeño escondrijo con vistas privilegiadas hacia el inmenso órgano cobrizo que habían instalado en la capilla para celebrar las misas con la música de los grandes compositores de música sacra, como venía haciendo cada domingo cuando el joven organista ensayaba a solas en la capilla antes de la misa cuidando a la perfección cada detalle, extasiada con su forma de sentir la música. Anette a penas podía apartar sus ojos de él. Era su pequeño secreto en esa vida de enclaustramiento en aquel convento a la que había sido enviada al fallecer sus padres, a pesar de que sus deseos eran muy diferentes. El joven organista era la única luz que había en su vida, el fabricante de sueños y melodías en el que había depositado toda su fe. Anette se bebía cada nota como el que está muerto de sed y alguien le tiende una vasija con un poco de agua fresca. Las melodías discurrían por todo su cuerpo reconfortándola a su paso, llenándola de vida, de ilusión... Podía volar a través de su música, con él. Así Anette se esperanzaba cada semana, pensando que el domingo le vería de nuevo.
Sin embargo, el primer domingo de muchos que no asistió, Anette creyó que se le escapaba la vida y se sumió en el silencio; aunque no dejó de ir cada domingo al confesionario a clavar la mirada en el asiento vacío frente al inmenso instrumento. Uno de esos días, cuando las sombras lo cubrían todo, se armó de valor para acercarse al órgano y hacerlo sonar. Sabía algo de música aunque más que tocar acariciaba las teclas para estar más cerca de él. Aquello le valió un buen castigo por interrumpir a deshoras el silencio del convento. Durante una temporada que se le hizo eterna permaneció encerrada en su celda ajena a todo contacto. Su corazón se sumió en una profunda pena y ni siquiera las oraciones la consolaban. Su pasatiempo era contar los días. Entonces cuando pensaba que no volvería a oír su música jamás, el eco lejano de un fragmento de Haendel llegó a sus oídos desentrenados devolviéndoles la alegría olvidada. Pero no era domingo y eso le hizo pensar que quizá él le estaba regalando aquellas melodías, haciéndolas llegar hasta ella. Anette volvió a soñar y cuando por fin le permitieron salir de la celda corrió al confesionario a ver si él seguía allí pero no. No le preocupó pues estaba feliz y dispuesta a esperar al domingo siguiente.  

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