Aquella jornada, como tantas otras, había sido realmente agotadora para Marta en la planta de cuidados intensivos en la que llevaba casi tres años trabajando incesante y apasionadamente desde que terminara sus estudios de enfermería. A pesar del cansancio se encontraba inmensamente feliz pues su dedicación a los demás le hacía sentir algo muy especial que la reconfortaba y aliviaba el agotamiento mental que empezaba a hacer mella en ella, insuflándole fuerzas cada día para dar lo mejor de sí con aquellos que más lo necesitaban. Marta tenía muchas virtudes y todo aquel que la conocía no tenía ni una sola palabra desfavorable hacia ella. Se desvivía por los demás, eso era evidente. De hecho sus amigos le habían recomendado en innumerables ocasiones que bajara un poco el ritmo si no quería consumirse y pagar las consecuencias y acabar siendo una enferma más como aquellos que cuidaba a diario con tanto mimo. Lo que no sabían era que Marta tenía una virtud: era capaz de sentir, como si lo pudiera ver, la bondad y la maldad de las personas que entraban en su radio de percepción. Era como un sentido más, como la vista o el olfato, y sin duda le servía en su vida diaria para rodearse de personas buenas y evitar a aquellas que no lo eran. Con el tiempo y por su trabajo, esta virtud se había agudizado e incluso en alguna ocasión le habían invadido vivencias de la persona a la que analizaba. Al principio aquello le había asustado. Tanto era así que en su pequeño piso de alquiler había montañas de libros de psicología y autoayuda que ella había comprado con el objetivo de conocer casos de personas con su misma capacidad y aprender a aceptarse y tolerar su peculiar forma de ser. En ninguno de ellos halló respuestas satisfactorias pero con el tiempo intentó acostumbrarse a esa capacidad que no se había atrevido a compartir con nadie.
Así pues, aquella noche después de ocho duras y eternas horas en el hospital, llegó a duras penas al metro con la mente puesta en su mullida cama de sábanas frescas y olor a lavanda. A pesar de la hora intempestiva, el vagón iba repleto de jóvenes que aprovechaban la noche del viernes para celebrar todo lo que tenían pendiente por celebrar. A Marta se le escapó un suspiro. Ya no se sentía joven y en parte lo echaba de menos. Ahora su vida se resumía en una rutina entre el trabajo y su casa. Ni siquiera se planteaba casarse y tener una familia. Es más, ni siquiera se planteaba tener una casa propia. Y no era por las múltiples veces que Carlos, su chico, le había pedido que hablaran lo de casarse. Él estaba ilusionadísimo pero a Marta aún le parecía precipitado. No, antes debía sincerarse con él y hablarle de su peculiaridad. No se había atrevido a decírselo. Temía que él la viera con otros ojos, la tratara como un bicho raro... ¿Cómo podía pensar eso? No, Carlos era especial. Le costaría asimilar la noticia, sí, pero Marta le conocía y sabía que la amaba con todo su ser y que no renunciaría a ella por nada. Tenía que contárselo y sería esa misma noche. Al llegar a casa. Le despertaría suavemente con un beso y le susurraría al oído que le ama por encima de todo y de paso aprovecharía para decirle que su chica es un tanto especial pero que ya lo hablarían más tranquilamente por la mañana con un buen croissant para el desayuno. Debía de notársele en el rostro la fatiga porque enseguida una joven le cedió el asiento y ella, tras agradecerlo, se dejó caer en él. Se frotó el cuello buscando aliviar tanta tensión acumulada y sintió que cabeceaba. Para colmo el trayecto era interminable... Quería evitar dormirse y pasarse de parada por lo que revolvió su bolso en busca del nuevo libro que había cogido en el bibliometro. Nada más comenzar a leer las letras iniciaron un molesto baile ante sus ojos cansados.
De repente un escalofrío muy familiar le recorrió de arriba a abajo y un sudor frío emepezó a mojarle las palmas de las manos, la espalda y la frente. Era esa sensación tan desagradable que sentía siempre que reconocía un aura de maldad muy intensa. Se debatió entre buscar a la persona de la que emanaba tanta maldad o seguir fingiendo que leía atentamente entre bostezo y bostezo. Aquello no era normal. Su percepción era de una maldad que nunca había experimentado antes. No se veían personas tan malas a menudo... Era como si un monstruo legendario se hallara entre ellos. Porque estaba allí entre ese panda de críos juerguistas. ¿Quién era? ¿Era posible que fuera el cansancio el que le estaba jugando esa mala pasada? Entonces, se olvidó del sueño que notaba y alzó la mirada suavemente de las páginas del libro. Todo parecía normal en aquel vagón salvo unos ojos que escudriñaban a todos los pasajeros desde la otra punta.
Marta no se atrevió a mirar a la persona de ojos inquietos fijamente por lo que decidió hacerlo a través del reflejo en los cristales oscuros del vagón. Lo que vio la impactó sobremanera. Se trataba de una mujer de piel muy blanca, cabello oscuro y ojos negros como la noche. Vestía de forma muy rara como si no supiera combinar las distintas prendas (quizá no tenía ningún gusto por la moda, se dijo Marta)y lucía unas joyas muy antiguas. Marta pensó que se trataba de una pobre mujer sin más, por su aspecto, totalmente fuera de onda como si no fuera de aquel tiempo y sin embargo era joven. Parecía haber clavado sus ojos en una joven de piel pálida pintada como una puerta... pero entonces con un movimiento rápido de sus iris clavó la mirada en Marta y le dedicó una macabra sonrisa que petrificó a la enfermera que ya no sabía si todo aquello no estaban siendo más que los efectos del cansancio. Entonces Marta se atrevió a mirar a aquella mujer que, en un abrir y cerrar de ojos, se había levantado y pegado a la chiquilla del "maquillaje a kilos" para salir en la misma parada.
A Marta no le abandonó durante el resto del trayecto aquel miedo que se había instalado en ella dejando una expresión de pánico en su cara. Al llegar a casa con los ojos como platos decidió hacerse una tila y echarse en la cama junto a Carlos que ya roncaba feliz. Le cogió un brazo suavemente y lo posó alrededor de su cintura y a pesar de haberse tapado hasta arriba con el edredón no era capaz de entrar en calor, ni de tranquilizarse. Aquellos ojos de loca se habían quedado impresos en su retina y amenazaban con no borrarse en mucho tiempo. Antes de que el sueño la envolviese una visión se apoderó de su mente.
Un furioso gentío armado con hoces, palos, rastrillos y antorchas, se agolpaba a las puertas de un castillo reclamando justicia. Querían la cabeza de su señora. A los gritos de "¡Bruja a la hoguera!¡Bathory asesina!¡Púdrete en el Infierno maldita", una figura se asomó a la balconada entre carcajadas histéricas. Marta podía verlo todo con claridad y no pudo evitar que se le acelerara el corazón hasta casi salírsele del pecho cuando reconoció esos ojos locos en el pálido y desencajado rostro de la señora del castillo que no paraba de gritar: ¿Qué pedís pueblo holgazán? ¿Mi cabeza? ¿Emparedarme entre los muros de este castillo? Yo que os he dado más de lo que merecíais, gusanos. Os perseguiré siempre y beberé la sangre de vuestras bellas hijas para hacerme inmortal y seguir atormentándoos eternamente...
Marta volvió en sí empapada en sudor. Carlos se había despertado y había tratado de rescatarla de aquella pesadilla. Marta con los ojos desorbitados y el pulso desbocado sólo pudo decir: Ha vuelto... Otra vez... Bathory.
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