domingo, 30 de enero de 2011

Abdem.

Todo había terminado. Nada importaba ya. No había luz más allá de aquel momento. No merecía la pena seguir adelante. Aquello por lo que había luchado, aquello que había amado como nunca hubiera podido imaginar, yacía ahora inerte a su lado en el viejo camastro de aquella tienda perdida en la inmensidad del desierto africano. Los efectos de la droga que el asesino había vertido en su vaso mientras dormía empezaban a remitir y un dolor agudo se apoderó de ella. Llevó sus finos y blancos dedos a aquella piel oscura como el ébano que tan sólo unas horas antes la había hecho vibrar bajo las sábanas. Deseó con todas sus fuerzas fundirse con él y la desesperación la llevó a hundir sus uñas en la carne del Tuareg. Se llamaba Abdem.

No va a venir.

No va a venir- pensó Emma decepcionada mirando tras los cristales de la habitación de aquel solitario caserón. De fondo, la tos desgarrada de su hijo pequeño le golpeaba el pecho produciéndole un dolor insoportable. Se volvió hacia él y se sentó a su lado.
- Tranquilo mi niño. El doctor no tardará. Seguramente no habrá encontrado el camino pero seguro que vendrá- parecía que diciéndoselo en voz alta acabaría sonando como una verdadera justificación. El doctor le había dado su palabra. Iría a sanar al niño y nada más. No podía fallarle. En eso no. Su hijo era su prioridad no sus deslices amorosos. Se había jurado no volver a desearle por nada del mundo. Era una dolorosa necesidad que ella misma se había impuesto. Ya había sufrido demasiado por amor y no volvería a caer en los desesperados brazos del deseo. La segunda guerra mundial parecía inminente y sabía que al doctor lo llamarían para atender a los soldados heridos pues pertenecía a los altos escalafones del Ejército Británico.

Marinero hasta la muerte

“Hola papi.
Nada ha cambiado en el pueblo desde que te fuiste.
Los viejos del pueblo todavía me llaman “El milagro de Dios”.
Puede que en cierta medida tengan algo de razón pero yo no me considero tan especial.
Sólo yo sé que tú fuiste mi verdadero ángel de la guardia aquel día. ¿Lo recuerdas?
Yo sí. Demasiado intensamente. Tanto que aún sueño con ello. Es mi pesadilla constante. Incluso despierta oigo tu agonía. Todo está demasiado bien grabado en mi mente…
Habíamos salido a pescar en “La trucha” con tu colega Fernando. ¿Recuerdas aquella embarcación tan cutre que te había regalado el tío Emiliano? Dios mío era horrible. Pero a pesar de todo era acogedora. Además lo único que importaba era que estábamos los dos. Tú y yo. Como los piratas de las historias que me contabas de pequeña antes de ir a dormir aquellas frías noches de invierno que predecían tu marcha a alta mar.
Siempre quise ser uno de ellos. Notar el gélido viento salado remover mi pelo y pegarse a mi piel. Y por delante todo un océano por explorar. Solos tú y yo. Padre e hija. Maestro y aprendiz.
Aquella mañana todo era perfecto a pesar de que sabía que a la mañana siguiente te irías de nuevo a arriesgar tu vida persiguiendo a aquellos condenados bancos de peces.
Sin embargo, no podía permitir que ese tipo de pensamientos me abrumara. Quería estar contenta y contagiarte con mi alegría.
Pasamos una mañana estupenda. Mientras Fernando hacía la comida tú me contabas esa leyenda que tanto te gustaba sobre el monstruo gigante de escamas de oro y que por eso todas las noches salías a intentar cazarlo, para poder comprarme esa muñeca que se me había antojado y regalarle a mamá un anillo con nuestros nombres grabados.
Eso te hacía grande, papá.
Si te tuviera aquí te abrazaría como nunca. Pero sé que eso no es posible. Ya no. Y me arrepiento. Te echo de menos. He crecido, he madurado y he aprendido a recordarte con una sonrisa. Ya no lloro. Pero cada día me levanto con impotencia por no haber sido capaz de salvarte. Maldita tormenta.
Todo empezó a eso de las nueve de la noche. Las nubes que se habían formado comenzaron a descargar toneladas de agua. Los aparatos no habían predicho aquella tormenta.
El viento empezó a rugir sin piedad levantando olas que chocaban violentamente contra nuestra embarcación y nos hacía tambalearnos peligrosamente por la cubierta. Se me revolvieron las tripas al instante y no pude evitar echarlo todo allí mismo.
Entonces tú te apresuraste a darme aquella pastilla que me tomaba siempre que me inundaban las náuseas y temiendo por mi salud me llevaste a la cabina. El calorcito me dio la bienvenida.
El mareo no parecía remitir pero me permitía atisbar vuestras figuras en la oscuridad de la noche llevando cubos de agua para achicar el agua que empezaba a inundarlo todo.
Entonces haciendo todo el acopio de valor que pude salí a la cubierta y me abofeteó el viento gélido que rugía con gran fuerza. Tenía que ayudarte. Fue estúpido, ya lo sé. Pero no podía permitir que aquella tormenta lo arruinara todo.
Entonces me agarré fuertemente a las cuerdas y cogí el cubo más cercano.
Las olas nos engullían y el barco se mecía aún más peligrosamente. Fue en una de esas estocadas en las que salí disparada por la borda. Intentaste aferrarte a mi mano pero la humedad lo impidió y caí al agua embravecida.
Al atravesar el agua noté como si se me clavaran miles de dagas afiladas en todo el cuerpo. Noté cómo me iba hundiendo en las profundidades. Estaba desorientada y no era capaz de discernir hacia dónde se encontraba la superficie. Pateé y moví los brazos desesperadamente. Me empezaba a quedar sin aire en los pulmones y el cerebro cada vez funcionaba más lentamente. Tenía todos los miembros aturdidos. El frío era insoportable. Todo mi cuerpo se retorcía y cada una de mis células agonizaba. Tarde o temprano tendría que dar una bocanada para aspirar toda aquella agua si no me quedaba inconsciente primero. ¿Pero por qué aquello no ocurría de una vez? Si tenía que morir ¿por qué no en aquel mismo instante? Rogué a Dios que me llevara con Él pero quizá era demasiado pronto.
Entonces cuando los ojos se me empezaron a cerrar, noté tus fuertes manos que me empujaban hacia la superficie. Me dejé llevar y me sumí en la inconsciencia. Sin embargo, pude oír cómo le gritabas a Fernando que me agarrara y me subiera al bote.
Después sólo oí el silencio.
Al día siguiente, me desperté y no reconocí aquel extraño lugar. Hacía mucho frío y empezaron a castañetearme los dientes. Recorrí el lugar con la mirada, y allí sentada encontré a mamá que había estado llorando toda la noche a juzgar por la hinchazón de sus ojos. Te llamé con todas mis fuerzas y sobresalté a mamá que se lanzó a mis brazos y comenzó a sollozar. Desde ese momento comprendí que te había perdido para siempre.
Y ya ves, aquí estoy hablando contigo como si nada hubiera pasado. Como si el tiempo se hubiera detenido en aquella hermosa mañana de invierno.”

¿Y si me pasara esto?

Sábado por la mañana.
Desperté sobresaltada de una terrible pesadilla. Mi corazón palpitaba a una velocidad increíble y notaba un sudor frío en la frente. Soñé que me habían arrancado los ojos y mi mundo había ido oscureciendo poco a poco. Rápidamente me llevé las manos a los ojos como si se tratara de un acto reflejo. ¡Qué alivio! Noté su presencia bajo mis párpados. Abrí los ojos. Todo estaba oscuro. ¡Qué raro! No sería mucho antes de las nueve, y no recordaba haber bajado la persiana...
Me incorporé. A tientas busqué mis gafas, como de costumbre. Me las puse y dirigí mi mano hacia el interruptor de la luz. Lo pulsé pero todo seguía oscuro. “¡Bueno!”, dije, “¡Ahora se ha ido la luz!”
Me levanté. Busqué el pomo de la puerta entre tropezones y golpes. Al fin lo encontré. Abrí la puerta. Todo seguía oscuro. Angustiada llamé a mis padres. Nadie respondió. “Estarán comprando”, pensé. Fui hacia el salón. El pasillo me pareció que duraba una eternidad. Y nunca me había percatado de lo frías que estaban las paredes. Llegué por fin. No había ni un ápice de luz y me extrañó porque desde la terraza se ven las farolas de la calle. Volví a pulsar el interruptor pero nada cambió. Fui hacia la terraza y mi cara quedó estampada en el frío cristal. “¡No puede ser!”, pensé, “aunque estuviera oscuro siempre podría distinguir la silueta de las cosas”. Di unos pasos hacia atrás y me caí. Había tropezado con el taburete del piano y al caer me agarré a lo primero que pillé. Golpeé con la mano derecha las teclas del piano haciendo sonar un estruendoso y disonante acorde. ¡Oh, no! ¡Cómo podía ser tan patosa! Maldije por lo bajo. Tenía la espalda dolorida y el golpe debía de haber sido fuerte porque oí a un lado la voz asustada de mi hermana pequeña: “¡¿Qué pasa Ana?! ¿Estás bien?”
“Sí, sí”, respondí malhumorada.
“¡Vale, vale, perdona!”, respondió mi hermana algo dolida.
“¿Quieres encender la luz?”, pregunté intentando suavizar la voz.
“¿Para qué?!” me respondió. Me quedé sorprendida.
“Hombre Cristina, creo que está claro, ¿no?”
“¿Cómo?”
“¡Déjate de rollos y enciende la luz!, pregunté perdiendo el control.
“¿Pero para qué si es de día?”, exclamó casi riendo.
“¿Me estás tomando el pelo?”
“No”, me dijo muy seria.
“Y entonces, ¿por qué no veo nada?
“¿Cómo que no ves nada?”
“Como que no veo”.
Se hizo un silencio incómodo. Luego nos empezamos a reír y cuando aquello dejó de tener gracia, mi risa se tornó en llanto interno y lágrimas silenciosas. No soportaba aquello. ¿Qué me estaba ocurriendo? El dolor de la espalda me hizo reaccionar. Notaba la presencia de mi hermana, pero me sentía sola e indefensa en un mundo que era totalmente desconocido para mí. Mi hermana estaba alterada y confusa, casi lloraba. Intenté controlarme para no disgustarla y la mentí. “¡Cris, que es una broma!”
Fue lo más estúpido que podía haber hecho; pero no se me ocurría nada mejor. Nunca la había visto tan preocupada. Supongo que por su mente pasarían miles de cosas y pensamientos. Traté de dramatizar exageradamente la escena; para que ella misma se riera o hiciera algo que me permitiera tener algo de ventaja y buscar una solución. Entonces, y aunque no fue lo mejor, se fue a la cocina enfadada por mi ridícula actuación. Eso, a pesar de todo, me alivió un poco, porque ahora no me veía en la necesidad de fingir. Pero ahora si que me sentía sola y perdida. La mentira me ayudaba. Me calmé y como siempre hago cuando estoy enfadada o triste, me puse a tocar el piano. Me sabía la partitura de memoria, por lo que recordar las notas no supondría un obstáculo. Poco a poco y con suavidad fui acercando mis manos al teclado. Realmente estaba desorientada y eso me aturdió un poco. Sin embargo, intenté localizar el do central. Su sonido es fácilmente reconocible. Y a partir de ahí me coloqué en posición para empezar. Noté cómo mis manos se deslizaban solas por esa alfombra dicromática... Por fin un rato de tranquilidad. La música me absorbió por completo... Pasamos a formar un solo universo y todo era perfecto. Me escocían los ojos de llorar y decidí no pensar... Todavía podía recordar la posición de los objetos en mi casa. Eso me tranquilizó aún más. No sentía nada. De repente, mis dedos se bloquearon. No conseguía dar la nota siguiente. Tardé un buen rato en encontrarla y perdí por completo el hilo de la obra. Me enfadé y golpeé el piano, descargando toda mi frustración sobre él. Volví a llorar. Acudí a Dios pero no le encontré o quizá no quise encontrarle. Yo seguía allí sola. No me quedaban más lágrimas, ni tampoco fuerzas para llorar. Resignada, intenté calmarme. Me levanté. Me apoyé en la suave textura de la tela del sofá. Me senté y con una voz ronca y ahogada; que intenté en vano disfrazar; pedí a mi hermana que me trajera el discman porque yo no sabía dónde estaba. Ella accedió. Lo cogí con cuidado. Noté sus botones y el cable de los auriculares. Lo seguí hasta sus extremos y me los coloqué en los oídos. Recordaba la posición de cada uno de los botones o por lo menos de los más imprescindibles. Lo puse en marcha. De nuevo se creó ese magnífico universo entre la música y yo. Cerré los párpados doloridos. Subí los pies al sofá y me di con lo que parecía ser un pico de la cubierta de un libro. Lo cogí. No era un libro. Supuse que era un cuaderno cuando palpé las anillas. De ellas sobresalía un lápiz encajado. Lo cogí. Abrí el cuaderno. Noté la suave superficie de las hojas. La música sonaba en mis oídos. Cogí el lápiz y lo empecé a deslizar por la hoja al ritmo de la música. Y creé dibujos que sólo podía descifrar mi imaginación y me sentí feliz dentro de lo posible. Me pesaban los párpados... Poco a poco caí rendida al siempre suave regazo del sueño...
Algo me zarandeaba... Era mi madre. Abrí los ojos y por fin lo vi todo. Aquella sensación de haber nacido de nuevo era increíble. Me levanté de un brinco y de mis manos cayeron un lápiz y un cuaderno. Recordé. Lo cogí, le di la vuelta y vi unos garabatos que se asemejaban a una flor y unas palabras que decían: “Es sólo un sueño”. Y empecé a reír.

Me pasó de verdad.

El sábado pasado me pasó algo increíble. Todos los integrantes del club de Ajedrez fuimos a un torneo que se celebraba en el Retiro. Una vez allí, un perro labrador precioso se acercó a mí y me olfateó. Yo le acaricié. Su pelaje era muy suave y me quedé con algunos pelos entre los dedos. Para quitármelos me sacudí en la ropa y fue entonces cuando me di cuenta de lo suave que era la textura de mi camiseta. Entramos en la sala y nos sentaron con nuestros respectivos contrincantes. Me dirigí hacia mi mesa y allí, sentado con la mirada fija en ninguna parte y una sonrisa en los labios, se encontraba el que sería mi contrincante: un hombre no muy mayor, de pelo castaño y cara redonda. Yo le saludé. Él me devolvió el saludo con aquella sonrisa agradable que se dibujaba fácilmente en su rostro; pero no me miró. Me senté. Deslicé una mano temblorosa por el tablero, saboreando su lisa superficie y coloqué las piezas; me sentía como un rey insuflando valor en los corazones de sus caballeros antes de la batalla. Cuando terminé me quedé esperando para ver si movía él. Pero no hizo nada. Yo me sentía un poco incómoda. Como es mi costumbre comencé a mirarme las manos; de ahí mi mirada se posó en el tablero y luego en un tablero más pequeño que había al lado. Estaba agujereado. Pensé que era un nuevo modelo para campeonatos y no le di más importancia. Entonces se me ocurrió decir: ¿Empezamos ya? El hombre se sobresaltó y dije apresuradamente: ¿Si le parece bien? Y él respondió: Sí, sí, claro... Vi cómo bajaba su mano hasta el tablero agujereado, tanteaba las piezas y sin ninguna vacilación movió el peón de dama a su correspondiente casilla y lo encajó perfectamente. ¡Así que era eso! Era ciego. Aquella situación era totalmente desconocida para mí y aunque me chocó mucho intenté actuar con normalidad. La partida se desarrolló como cualquier otra. De repente, noté algo que me rozaba las piernas. Miré hacia abajo y reconocí al perro labrador de antes, estaba justo debajo de su dueño y empujaba una silla contra mí. Creo que era para distraerme y no sé si fue por eso; pero, efectivamente, perdí la partida (era de esperar). Al finalizar la partida le di la mano y le felicité. Me levanté y me fui. Mientras caminaba me di la vuelta y vi que aquél ciego manifestaba su victoria acariciando suave y cariñosamente al perro. Sonreí para mis adentros y pensé en lo admirable que es vivir sin el sentido de la vista del que tan poco prescindimos y ver la vida desde una oscuridad que no es tan profunda y que tiene otras pinceladas de color, otros matices y otras muchas sensaciones.
Llegué a mi casa e intenté hacer cosas con los ojos cerrados. Descubrí que al principio cuesta adaptarse a ello; pero al final te acabas acostumbrando y aprendes a valorar las cosas de otra manera.

HÁBLAME DEL MAR MARINERO

Una extraña costumbre en que me inició mi querido abuelo cuando yo era pequeña consistía en cerrar los ojos sentada en la fina y cálida arena del mar para saborear cada segundo de vida que quedaba atrapado en ese momento. En cierta manera podría decir que aprendí a agarrar el tiempo entre mis dedos y a obligarlo a ralentizarse.
Sin embargo desde que el tiempo dejó de transcurrir para mi abuelo me aparté de todo aquello que me recordaba esos buenos tiempos. Me fui a vivir con mi tía a la ciudad pero la pobre no podía permitirse pagarme una buena educación; algo que yo ansiaba enormemente. Así que decidí arriesgarme y sabiendo que mi tía podía seguir ofreciéndome cobijo, a los dieciséis años empecé a trabajar como camarera en un conocido pub. Sin embargo, no conseguí hacerme con aquel ambiente y lo poco que había ahorrado no era suficiente para entrar en el mundo “académico”. Desesperada me arrojé a los brazos de la auto enseñanza. Compré todo tipo de libros para instruirme en cultura general. Empecé a escribir un diario, recuerdo la textura de sus páginas amarillentas y el sonido de la pluma rasgando el papel y viendo que la redacción no me suponía grandes esfuerzos y que podía desenvolverme con facilidad decidí lanzarme a escribir mis propios relatos. Volví a comprarme libros pero esta vez de literatura para dejarme fascinar por aquellos nuevos mundos que cobraban vida en cuanto deslizaba mis ojos entre aquella maraña de letras. Interioricé cada una de aquellas historias y logré ver aquellos mundos en mi mente con total claridad. Después di un nuevo paso introduciéndome a mi misma en aquellos parajes extraños y creando nuevas aventuras, expandiendo ese universo. Entonces después de aquellos sueños llenos de magia me lancé a escribir. Iba rápida como un rayo por miedo de que se me fueran a perder las ideas. Escribía con los ojos cerrados para así poder ver mejor cada detalle de mis personajes y de mi universo. Viajé al mar y retomé todas aquellas sensaciones olvidadas. La suave brisa marina volvía a acariciarme los hombros desnudos y a envolverme con sus finos dedos salados. Entonces me llenó una grata sensación de serenidad que me devolvió la paz que había perdido.
Llevé mis relatos a una editorial lo antes que pude. Por entonces malcomía y me estaba quedando en los huesos. Necesitaba el dinero cuanto antes. Gustaron mis historias. Tuve un nombre.

¿Sabéis lo que me gustaría escribir algún día? Esto.

Es frío. Es calculador. Es cruel. Es inhumano. Es un perturbado.
Sé que voy a morir.
Lo tiene todo planeado.
No puedo escapar.
Me ha pedido que escriba mis últimas palabras.
Está sentado frente al tablero de ajedrez y juguetea con las piezas tan tranquilo.
Sólo quiero que termine con esto de una puta vez.

La intercesión.

Venía de dejar a mi hermana en el cumpleaños de su amiga cuando me sucedió lo que más deseaba en ese momento. Le vi aparecer tras la esquina. Acompañaba al hermano de mi mejor amiga. Entonces cuando me di cuenta de que no me quedaba más remedio que enfrentarme a él, saqué el valor necesario para hablarle sin perder el control. Parecía una niña de doce años ante un ídolo. Me veía desde afuera y me provocaba una sensación de ridículo impresionante. Más tarde me avergonzaría de ello. Él estuvo muy agradable. Ojalá fuese capaz de discernir en su mirada si siente algo por mí. Sin embargo, no tengo la suerte de poder leer los pensamientos de la gente. Después de aquel encontronazo quedé con mi amiga para ir al cine. Tenía la esperanza de encontrarlo allí. Sin embargo, eso no ocurrió. Me arrepentí de haber pensado como si fuese una niñata estúpida e inconsciente. La decepción me duró mucho tiempo. Entonces, cuando ya no podía reprimir más mi angustia decidí escribir aquella experiencia en un libro. Conseguí publicarlo y le regalé una copia al hermano de mi mejor amiga por su cumple con la esperanza de que reconociera aquel momento entre las páginas. No lo hizo. Sin embargo, cuando mis esperanzas se volvieron nulas, apareció mi amiga que captó al momento la historia. Me llamó y yo le confesé todo. Ella me dijo que trataría de hacernos coincidir en algún sitio. Y así fue.

¿Qué escribiría un escritor exiliado?

No se pueden hacer una idea del tiempo que llevo queriendo decir esto. Llevo años tratando de encontrar la historia perfecta y no se pueden imaginar lo cansado que es mantener los sentidos bien despiertos cada segundo que pasa para descubrir en las escenas callejeras la representación viva de mi novela. Por fin sé que podré dormir tranquilo porque ya he encontrado el sentido de mi vida. Siempre he vivido para la escritura. Desde crío me sentaba en las escaleras de mi portal y dejaba que mis ojos se fueran posando en las distintas personas que pasaban ante mi puerta. Nunca me cansaba. Para mí cada una de esas personas eran mundos a parte, historias que contar, libros andantes, guardianes de sabrosas anécdotas…
Era propio de mí quedarme a las puertas de la escuela observando a mis compañeros: unos iban jugando con la peonza, otros exprimían hasta el último minuto para empaparse de la lección del señor Agustín, otros envolvían a escondidas papel de fumar que le habían robado a sus padres y se colocaban en el murete del patio de la escuela para impresionar a las chicas que acudían al colegio de enfrente. Después de haber estado observando un rato, cogía mi cuaderno de apuntes y me ponía a escribir como loco. Ya tendría tiempo de ordenar las ideas cuando estuviera en mi casa.
Por aquel entonces tenía muy claros mis objetivos pero la guerra civil chafó mis planes iniciales.
Mi familia y yo tuvimos que trasladarnos. Mi historia cambió.

¿Qué escribe una asesina?

Aquel día dejé salir todo el odio que había estado reprimiendo durante todos esos años en los que había trabajado para él. Recuerdo que me volví loca. Nunca antes había experimentado de aquella forma tan salvaje el poder llevar mi odio al extremo. Le maté. Sin más.

A veces no apetece escribir de nada en particular...

A veces no apetece escribir a cerca de nada en particular. A veces simplemente apetece escribir por escribir. El sonido de las teclas es relajante. Te transporta a un mundo que es sólo tuyo. El mundo en el que verdaderamente eres libre y eres tú. Y no hay límites. Estáis sólo tú y el papel. En perfecta armonía. Haciéndoos el amor. Gozando de una intimidad que no podría existir de otra manera.
A veces te gusta crear palabras. Unir letra tras letra y crear la perfección: la palabra. Nada tiene más sentido que una palabra. Tanto significado en unos simples garabatos. Ya no me parecen tan simples.
Y siempre hay un momento para dejarte llevar por esta emoción. A mí me encanta la noche. Sobre todo, el período que precede al sueño. En ese momento es cuando las musas vienen a embriagarme con su dulce aliento. La imaginación comienza a desatarse y a sobrevolar tejados. Es increíble. Estoy en ese momento y mis dedos se deslizan por el teclado sin apenas darle tiempo a las neuronas a pensar en la siguiente palabra. Es emocionante. Es vital. Cuánto me gustaría saber si hay más gente que lo practica. Debería ser deporte obligado igual que el enamoramiento de la vida. ¿Cuántas veces podemos pararnos a pensar en nosotros a lo largo de nuestra monótona vida? De hecho, el hecho de poder volar por mi imaginación es lo que me mantiene viva y me hace querer vivir de día para soñar por la noche y si me apuras seguir durmiendo de día.
Cuanto me gusta esto. Es liberador. Es único. Es amor.
Siento que a cada palabra que escribo más maduro y más cerca estoy del final. De mi final.

¡SoCoRrO mE eStOy CoNvIrTiEnDo En UnA dE eLlaS!

Nunca me creí capaz de terminar como una de ellas.., pero no puedo evitar ver a la Mari o a la Pili o a la Cati o a la Loli, cuando me miro al espejo. Recuerdo que de niña y luego de adolescente, me echaba unas risas con mi hermana pequeña al oír hablar a las brujas de pueblo –así era como las llamábamos- de todo lo que concernía a sus múltiples visitas a la peluquería, de sus múltiples bodas importantes, de sus continuos elogios al barrigudo y fanfarrón alcalde del pueblo y de todos los chismorreos habidos y por haber de todos y cada uno de los habitantes de aquel tranquilo y veraniego pueblucho de la Sierra Madrileña. En fin, cuando venían a ver a mis abuelos –porque les pillaba de camino en sus diarias caminatas a la hora de la siesta, a las que según ellas debían sus magníficas figuras, Arrrrrrrggggggggg- sabíamos que había llegado la muerte súbita por abochornamiento y aburrimiento, así que nos limitábamos a reírnos cuando escuchábamos sus risas estridentes de brujas pirujas al tiempo que sus teñidas cabezotas lanzaban destellos por doquier.

sábado, 29 de enero de 2011

Si tú me estás pensando... Grito al pasado.

No puedo evitar pensar si tú me estás pensando ahora o si alguna vez te has parado a pensar en mí. Desearía volver a verte y decirte todo lo que he sentido durante el tiempo que he estado sin ti. Me arrepiento de muchas cosas y una de ellas es no haberte dicho antes lo que tan desesperadamente necesitaba que supieras para poder poner fin a mi sufrimiento. Siento enormemente abandonarte e intentar olvidarte. A pesar de que entonces éramos pequeños y probablemente no sentíamos nada o por lo menos no sabíamos lo que sentíamos mutuamente. Me dolería saber que ya me has borrado de tus recuerdos. Me dolería pensar que nunca he tenido una oportunidad. Si supieras lo que he soñado contigo.., la de cosas que he querido decirte.., la de veces que he deseado llamarte o que por equivocación me cogieras el teléfono, pero nunca lo has hecho. Ni siquiera te has molestado en volver a contactar conmigo como buenos amigos que éramos. Quizá no sabría reaccionar si de pronto me dieras esa oportunidad de volver a hablarte… De verdad que lo he deseado con todas mis fuerzas. Si supieras que en cuanto tengo un rato libre pienso en ti, si supieras que cuando llega el verano me vuelvo a ahogar, si supieras que he querido volver a buscarte, que he querido llamar tu atención; pero que nunca me he atrevido a dar el paso por miedo a que me tomes por una loca o que me rechaces. ¿Sabes? Hago esfuerzos increíbles por no borrar tu cara de mi mente pero cada vez se hace más difícil mantener ese recuerdo porque duele. ¿Te acuerdas de aquel beso? Éramos críos pero a mi me supo a gloria (y a chorizo jajaja). Es curioso. Hay cosas que quedan ahí impresas pero a veces no te sientes capaz de descubrir si han sido sueño o si realmente han sido vida. Pero la vida es sueño ya sabes y tú también lo eres para mí. No sé si esta carta es adiós o vuelve; lo cierto es que a medida que escribo me está resultando más y más patético porque me parece estúpido que yo te haya dedicado tantas horas y tú probablemente ni te acuerdes de mí.

Dedicado a la gran Agatha Christie.

"Humildemente he escrito este relato en homenaje a uno de mis ídolos literarios,la gran Agatha Christie, sin duda, la mejor tejedora de historias de intriga y crímenes de la Historia."



Recuerdo aquella fría mañana de otoño de 1842. Yo me encontraba en mi modesta casa a las afueras de París, en la que me había instalado para dedicarme por completo a mis pasiones: la literatura y mi jardín. Y ¿Por qué no decirlo? También me pasaba horas enteras hojeando los distintos periódicos del distrito y del mundo a la espera de extraños sucesos que me permitieran recordar aquel tiempo en el que yo, Pierre le Mond, consumía mi tiempo resolviendo enigmas y misterios de gran magnitud por todo el mundo.
Pues bien, aquella mañana encontré un artículo digno de una profunda reflexión: el caso de la joven Margaret Simons de Brighton, Inglaterra. Sus padres, los señores Simons, ricos y conocidos aristócratas que debían su vida a la música, habían sido secuestrados y asesinados. Esta tragedia había supuesto un fuerte golpe para Margaret, la única hija del joven matrimonio, quien quedó trastornada, soportando fuertes depresiones y en estado de shock continuo por lo que tuvo que ser ingresada. Recibió numerosas visitas del médico, amigo de la familia desde la infancia de Margaret y el que seguía con atención la medicación de la joven, de la institutriz que acompañó a la niña desde que su madre tuvo que reincorporarse a la compañía de ópera en la que trabajaban y también recibió las visitas sucesivas de la cocinera, del mayordomo y del novio de la chica, un joven relojero que a pesar de u corta edad destacaba en su ciudad por su gran habilidad con las máquinas.
Tras seis años de intensos cuidados y medicación le dieron de alta y por fin volvió a su casa. Los lugareños comentaban cada vez que veían la silueta de aquella casa sombría rodeada por todo tipo de vegetación salvaje, que la chica se había vuelto muy fría y apenas salía de allí. Los vecinos no se atrevían a pasar muy cerca de la casa porque enseguida empezaron a difundirse extrañas historias y leyendas. Sin embargo la mayoría de las personas que pasaban por allí coincidían en que siempre oían una triste melodía procedente del viejo piano de la familia. Seguramente aquella sería una vieja canción del repertorio de los Simons, que la chica tocaba para recordar a sus fallecidos padres. Pero en la villa de Brighton pronto cesó aquella melodía, puesto que Margaret y los suyos se mudaron; pero nadie supo jamás en qué lugar establecieron su “cuartel general”. Como pueden observar, este caso aumentó mis ganas de volver a mis comienzos de detective amateur.
Hice mi equipaje y muy convencido dejé mi casa a las afueras de París y mis aficiones para embarcarme en esta apasionante aventura.
Mi primer objetivo fue visitar la casa de Brighton. Una vez hube llegado, inspeccioné cada rincón de la siniestra morada, deteniéndome sobretodo en la sala de música en la que Margaret había pasado tantas horas. Sin embargo, no encontré nada interesante que me reportase alguna idea de adónde podían haber ido y para qué. Bien es cierto que la joven, debido a sus bien enraizados modales británicos, quizá hubiera huido de aquel lugar con la esperanza de dejar atrás los fastidiosos comentarios de los vecinos del lugar que llegaban a sus oídos por medio de lo que habían escuchado sus amigos, y poder así también liberarse de aquella pesadilla.
El hecho de no haber encontrado ninguna pista significativa en el sombrío edificio, me hizo pensar que quizá había perdido mis cualidades de detective. Pero aún me quedaba un recurso, aunque admito que en aquellos momentos no sabía si podía dar buen resultado: decidí pedir ayuda a algún que otro vecino. Aquella misma tarde comencé con una de las primeras sirvientas de los Simons de cuya existencia me enteré hablando con una curiosa mujer que parecía muy enterada del caso, a la que me encontré paseando por los alrededores a la caza y captura de algún sonido que resultara extraño.
- Perdone señora, - dije yo amablemente- estoy buscando a la señorita Simons. ¿Sabe usted dónde puedo encontrarla? Soy un viejo conocido de la familia... Y hace años que no vengo por aquí... Ya sabe el trabajo y las obligaciones diarias...- mentí.
La cara de aquella señora de avanzada edad, regordeta, con ojos saltones, las mejillas sonrojadas y el pelo canoso y ondulado graciosamente recogido en un moño, se iluminó de pronto como si estuviese ardiendo en deseos de contarme algún chismorreo de gran valor. De pronto comenzó a contarme todo lo que le había sucedido a aquella desgraciada familia y al final de su relato llegó la pista que estaba buscando.
- Sí, sí señor. Todo fue muy rápido y la chiquilla no lo pudo soportar. ¿Sabe usted? Algunos de por aquí dicen que se la han llevado al manicomio porque estaba loca, otros dicen que se ha ido a casa de algún pariente lejano que vive en Alemania... Pero ¿sabe lo que pienso yo? Lo he propuesto en las reuniones de vecinos pero nadie parece creerme. Verá. Escuche atento. Creo que la casa se convirtió en un cuartel porque la gente que entraba y salía lo hacía casi siempre de noche. Supongo que sería porque no querían que yo los espiase. –Viendo que yo arqueaba las cejas en señal de incredulidad la mujer se explicó.- Es que mire, mi casa está muy próxima a la de ella y desde la ventana del ático puedo ver la puerta de atrás de la casa, que es de metal y muy pesada... Y cada vez que alguien entra o sale hace mucho ruido. Sin embargo ellos debieron de pensar que mi sordera era bastante grave y que no podría oír nada; pero se equivocaron. En una hoja fui anotando las personas que visitaban a la chica y le hacían los recados. Observé que todos salían a la misma hora todas las noches, después de que la chica tocara aquella escalofriante melodía. Yo creo que la joven tocaba el piano para distraernos e hipnotizarnos mientras que los que estaban con ella planeaban la venganza contra el asesino de sus padres… Pero ya sabe todo esto deben de ser las suposiciones de una pobre vieja a la que nadie cree… En fin yo seguiré en mis trece porque es lo que pienso. No creo que aquella gente celebrara tan a menudo fiestas de cumpleaños y la hora del té no dura tanto. Eso es lo que me tiene intrigada porque mire…

Aquel testimonio empezaba a divagar y a apartarse de mis presentimientos así que me quedé pensativo dando vueltas a aquellas últimas palabras de la mujer mientras de vez en cuando sacudía mi cabeza en señal de afirmación. La mujer pareció darse cuenta y al ver a una vecina corrió a contarle sus últimas sospechas dejándome absorto en mis pensamientos: “yo creo que la joven tocaba el piano para distraernos e hipnotizarnos mientras que los que estaban con ella planeaban la venganza contra el asesino de sus padres.”
Para aclarar mis ideas decidí hacer un pequeño viaje a Southampton, el primer barrio en el que había vivido la familia Simons cuando Margaret tenía cinco años y allí fue donde aprendió la que sería la melodía más escalofriante después del asesinato de sus padres.
Llegué a la estación y la fuerte lluvia me impidió seguir mi camino aquella tarde, así que me dirigí a una pequeña posada de los alrededores. Mientras tomaba una copa de brandy, un joven se sentó a mi lado. Era alto, rubio, de fácil conversación y muy ameno por lo que pude charlar con él hasta que se sumergió en una divertida charla con la camarera. La posada estaba casi vacía a excepción del joven, la camarera, dos hombres entrados en años que discutían acalorados sobre la lentitud del servicio telegráfico, y yo.
De repente la puerta de la posada se abrió y por ella entró un hombre con expresión adusta y gélida, empapado por la lluvia torrencial que se había desatado. Se dirigió hacia la barra donde se hallaba la camarera y pidió una cama para pasar la noche. En ese momento me pareció captar fugazmente la mirada furtiva que lanzó al joven rubio mientras se dirigía hacia la habitación que le había asignado la señorita.
Quizá fue mi experiencia o mi exquisito olfato detectivesco el que me hizo esperar hasta ver la reacción del joven. El que se dirigiera hacia el piso de arriba hizo que yo empezara a especular. Decidí arriesgarme y pedí una habitación para mí y a ser posible una desde la que se pudiera ver la entrada principal de la posada. Al ver la expresión extrañada de la chica inventé rápidamente la excusa de que debía esperar allí a un viejo conocido con el que estaba planeando llevar a cabo una importante empresa. Aunque aquello no parecía convencerla del todo, la muchacha me explicó que esa habitación ya estaba ocupada por un tal Richard Rickman. Yo le pregunté que si por casualidad aquel nombre era el del joven que tan animadamente había conversado conmigo, pero ella me respondió que no, que Richard Rickman era el último hombre que había entrado en la posada. Para no levantar sospechas decidí poner fin a aquel mini cuestionario y le pedí amablemente que me preparara cualquier habitación cercana a las escaleras con el fin de poder bajar a la sala principal para poder tomarme, en caso de necesitarlo, algún remedio para mi insomnio. Ella aceptó sin ocultar una actitud un tanto dubitativa ante mis extrañas peticiones.
Llegué a mi habitación y fingí salir al baño; sin embargo me detuve un momento ante la puerta de la habitación de ese tal Rickman. No oí nada. La verdad es que ese hombre no me dio buena impresión pero aún desconfiaba más del joven rubio y dicharachero.
De repente la puerta de la habitación de Rickman se abrió y cuál fue mi sorpresa cuando vi al joven rubio salir tras ella. Rápidamente me agaché como haciendo que buscaba algo. ¡Qué situación más ridícula para un detective! Pero para mi suerte resultó ser efectiva. El muchacho se ofreció a ayudarme con una simpática predisposición pero yo me negué cortésmente y me disculpé por las molestias. Él las aceptó pero me dijo que no le había molestado en absoluto pues había estado hablando con un amigo. Como buen y recto francés que soy me presenté y él también hizo lo propio. Me dijo que su nombre era Tom Thatcher (a medida que hablaba se iba acrecentando el efecto de las copas que se había tomado poco antes) y también me dijo que era más conocido como el “minutejos”, porque siempre solía llegar tarde a los sitios por estar en compañía de sus vecinos charlando sobre las cosas de la vida… Entonces se despidió y se marchó a su habitación. Yo me fui a la mía y enseguida caí rendido en un grato sueño. Sin embargo no logré dormir profundamente pues me despertaba constantemente.
A medianoche algo me sobresaltó. Oí unos ruidos. Me levanté y escuché atento. Oí cómo abrían una puerta y unos pasos algo amortiguados que bajaban por las escaleras para luego perderse. Entonces se hizo el silencio y tras beber un poco de agua del vaso de mi mesilla de noche, me quedé dormido.
A la mañana siguiente me desperté. No recordaba nada. Me dirigí a la mesilla cercana a mi cama y olí el vaso de agua. Alguien que sospechaba de mí había vertido un narcótico en él. Por suerte logré reconocer de qué droga se trataba y al poco tiempo me recuperé pues habían echado una pequeña dosis con el fin de asegurar a un pobre viejo como yo un sueño profundo hasta el amanecer. Entonces bajé al piso inferior y le pedí a la camarera algo para desayunar y de paso pregunté qué había sido de mis compañeros. Ésta me dijo que se habían marchado pronto, de madrugada. Tras aquella inesperada confesión me acerqué a una mesa para reflexionar sobre lo ocurrido. Poco a poco vino a mi mente el escueto diálogo que había entablado con el joven y me detuve de pronto en la palabra minutejos, que era el mote del joven y aunque no creía el origen del que me había hablado el muchacho lo dejé pasar.
Pagué el coste de mi estancia y el del desayuno y abandoné el local.
La mañana era fría y húmeda y para desentumecer mis músculos agarrotados me puse en camino hacia el pueblo sin saber muy bien hacia donde dirigirme. Por casualidad encontré una tienda de Antigüedades a la que decidí pasar por mi afición a las colecciones variopintas. Allí se veían numerosas cajas de madera, pipas, globos terráqueos, atriles de cobre con formas caprichosas, bastones, gramolas, relojes… ¡Relojes! La primera idea que me vino a la cabeza al ver aquellos aparatos quise desecharla pero me parecía lo suficientemente absurda como para omitirla y me arriesgué para comprobarla o rechazarla. Me acerqué a un reloj especialmente original colocado en una vitrina y pude vislumbrar una pequeña M labrada en él. Pregunté al dependiente que quién era el autor de aquella maravilla y el me respondió lo que yo ya había sospechado: El Minutejos. Abusé de su amabilidad y le pregunté si era posible concertar una cita con él pues yo estaba muy interesado en que trabajara para mí, un admirador de su arte y que sin duda podría pagarle. Él me contestó que eso sería imposible a no ser que me trasladara a Londres donde había instalado su nuevo taller. Le pregunté si tenía familia y él me respondió que no pero que pronto la tendría pues iba a casarse con una joven llamada Susan Simons.
- ¿Margaret?- pregunté con la intención de obligarle a corregir su error.
- Sí, eso… Margaret Simons. ¿Acaso la conoce usted?- preguntó inocente.
- Solo de oídas. No tengo el gusto de conocerla personalmente. Pero cuando su futuro marido consienta crear alguna de sus magníficas obras para mí estaré encantado de disfrutar de su hospitalidad. Bueno, ha sido un placer hablar con usted y gracias.
- No hay de qué- respondió el hombre quedándose con una extraña expresión en la cara que me desconcertó aunque no le di demasiada importancia. Ya sabía cuál sería mi destino: Londres.
Llegué a la ciudad y visité todos los talleres de relojería existentes, pero no encontré lo que buscaba. Paseé por las amplias calles mi desconcierto. ¿Qué se traía entre manos aquel joven?
De repente algo me sacó de mi ensimismamiento. Levanté la vista y vi un cartel que me llamó la atención enormemente. En él se anunciaba la actuación de la gran pianista Mary D. Simons el 24 de diciembre de 1835 a las 5:00 en The Queen´s Theatre. En el cartel aparecía la pianista sentada al piano en el que estaba escrito con letra muy pequeña: Windsmore. ¡Claro, el taller Windsmore! Sentí una corazonada y me dirigí rápidamente hacia allí. Una vez en la entrada llamé a la puerta y al no oír nada entré, pues la puerta no ofreció resistencia alguna. Curioseé un poco entre las hileras de pianos de todos los tamaños esperando poder ver al dependiente o al maestro pero nadie se presentó. Sin embargo, en el centro de la sala estaba expuesto un piano muy similar al que había visto antes en el cartel. Me acerqué movido por la curiosidad. Entonces vi que un hombre estaba sentado con la mirada fija en las teclas. Lo saludé pero no me devolvió el saludo. Me temí lo peor. Lo zarandeé un poco para ver si reaccionaba pero al hacerlo cayó vencido por su propio peso en las teclas produciendo un siniestro y escalofriante acorde. Observé que había sido disparado. Miré la placa que lo identificaba y efectivamente aquel hombre era Ronald Windsmore. Palpé sus manos para hacer una aproximación de cuanto tiempo llevaba muerto. Estaba frío como el hielo y pensé que podría llevar en aquel estado un día entero. Miré mi reloj. Eran las 7:00. Sin saber muy bien qué hacer dirigí mi mirada al reloj de pared del taller y vi que estaba parado en las 3:00. Calibré la situación y decidí alertar a la policía para brindarles mi ayuda. Y aquí me tienen ustedes, inspector, contándoles mi versión de la historia sin saber cuánto podré aportarles.
- Monsieur Le Mond, su historia nos clarifica muchas cosas. Le estoy enormemente agradecido. Si aguarda un momento le traeré su recompensa.- me dijo el inspector de policía.
Tras aquel agradecimiento me fui pero seguí colaborando en el caso.
Finalmente descubrimos que Margaret Simons había enloquecido y su amante Tom Thatcher, el relojero, junto con el viejo mayordomo habían querido vengar a aquella pobre joven presa de su pasado, matando al que había sido el asesino de sus queridos padres: Ronald Windsmore. Éste había sido el profesor de piano de la joven y amante de su madre; a la que quería por su dinero. Mary Simons siempre le negó su amor y en un ataque de celos y locura, Ronald acabó con la vida de Mary y la del señor Simons durante una prueba de sonido con el piano que Windsmore había fabricado para sus conciertos a los que siempre acudía para seducir a la madre de Margaret. Al enterarse de aquella traición la joven Margaret enloqueció y su novio sumido en la pena por ver a su futura y deseada mujer en aquel estado, se juró vengarla y vio en el mayordomo, fiel sirviente de la joven, su mayor apoyo para llevar a cabo la operación.
Tras una fatigosa e incesante búsqueda fueron arrestados y encarcelados. Yo me retiré del caso y regresé a mi tranquila vida a las afueras de París sin saber el destino de aquellos hombres y de la pobre Margaret Simons.




Fin

London Inn. La Posada de Londres.

En el salón principal de aquel rústico hostal de Londres, Elizabeth acariciaba con nostalgia las teclas del piano que tantas veces le había procurado paz en medio de aquel infierno que vivía con su padre desde que su madre murió cuando ella tan solo contaba seis años de edad. Fue un duro golpe para ellos. Los padres de Elizabeth, como tantas veces le había contado su padre junto a la chimenea del hostal, procedían de familias totalmente distintas pero les unía su gran pasión por la música. Su madre era cantante y tocaba el piano en grandes teatros y su padre era el telonero, pero en los descansos y en los ensayos siempre sacaba su violín y se ponía a tocar sencillas pero hermosas melodías. Un día coincidieron entre bastidores. Su madre le había observado mientras tocaba concentrado en arrancarle las más bellas notas a su instrumento y cuando él terminó la vio y se disculpó. Entonces ella le pidió que tocara otra canción y él accedió encantado. Elizabeth reía cada vez que su padre le decía que tuvieron que aplazar el estreno porque no encontraron a la cantante principal y el telonero había desaparecido. Al poco tiempo se casaron y tuvieron a la niña. Entonces su madre decidió dejar su trabajo para dedicarse completamente a su familia; pero los gastos aumentaron y tuvieron que abrir un pequeño negocio. Así inauguraron este pequeño hostal cerca de la estación de ferrocarriles de Londres en 1891: London Inn. Al principio todo pareció ir viento en popa y en el poco tiempo que tenían, Elizabeth aprendió a tocar el piano y cantar a la vez pequeñas canciones que su padre componía para ella. La verdad es que había heredado el talento de su madre y no tardó mucho en ser capaz de hacer pequeñas interpretaciones junto a su padre en el hostal. Pero después de seis años el número de huéspedes era cada vez menor y el negocio se fue a pique. Y no solo fue eso. Una terrible enfermedad se presentó de repente y su madre cayó gravemente enferma. Estuvo durante siete infernales meses en cama y un lluvioso 21 de noviembre murió. A partir de entonces su padre nunca volvió a ser el mismo. Los primeros años intentó luchar con todas sus fuerzas por sacar a su hija y protegerla. Pero al final la bebida le hizo renunciar a todo a pesar de las súplicas de su pequeña que ya se había convertido en una mujer. Ésta intentó mantener el negocio pero como no tenía apenas dinero para abrir otro decidió hacer publicidad del que tenía; pues esa fue la última voluntad de su padre. Y con mucho esfuerzo logró recuperar el hostal.
Ésta es la historia de la pequeña Elizabeth.

Aquella noche lluviosa la chica de veinte años acariciaba las teclas de su piano como recordando una vieja melodía. Se sentó en el taburete y como llevada por un hilo de seda se dispuso a tocarla. Las manos eran independientes de su cerebro y viajaban solas por aquel teclado bicolor. Entonces comenzó a cantar con la voz más dulce que se pueda imaginar evocando aquellos tiernos momentos en los que su padre y ella olvidaban su desgracia para unirse a través de la música con él pues aún lo sentía junto a ella. Una lágrima resbaló por su mejilla y entonces dejó de tocar bruscamente, respirando entrecortadamente.
- Por favor no pares. Es un gran alivio escuchar algo tan hermoso estos días.- Una voz masculina la sobresaltó.
Elizabeth se giró para ver quien había entrado tan furtivamente en su posada y se levantó. El hombre se hallaba entre las sombras; ya que la única luz que iluminaba la sala era una pequeña lámpara situada a un lado del piano. Se secó precipitadamente las lágrimas y trató de templar su voz:
- Perdone no le he oído entrar. No acostumbro a recibir huéspedes a estas horas de la noche.- La chica se había quedado de pie junto al piano incapaz de moverse a causa del susto. Sin embargo el hombre era capaz de ver a la chica perfectamente. Tenía el pelo castaño claro que a la luz de la pequeña lámpara desprendía destellos dorados. Su cara preciosa y dulce que se escondía en la semipenumbra a causa de la luz que quedaba detrás de ella, contrastaba con aquellos despiertos ojos verdes.
- Perdona, no era mi intención asustarte. Acabo de llegar a Londres en el último tren desde Mackleton y cómo estaba lloviendo a raudales me dirigí al sitio más cercano. Al oír ráfagas de música que procedían del único lugar en el que había una luz encendida no dudé en pasar. Me preguntaba si no le importaría brindarme una pequeña habitación, que sin duda pagaré, para alojarme dos o tres días.
- Claro. Permítame que vaya a por el libro de inscripciones.
Su esbelta figura envuelta en un traje algo raído y amplio y una bata se dirigía con paso decidido hacia detrás de la barra- mostrador. Se agachó para coger el libro y al incorporarse alzó una mano para tirar de la cadenilla que encendía una pequeña lámpara de dormitorio adornada con una tulipa a juego con el resto de la decoración. Cuando la luz iluminó aquel acogedor espacio, una hermosa melodía inundaba la estancia. Aquel hombre lograba arrancar sonidos llenos de pasión a aquel viejo instrumento. Elisabeth escrutaba sus movimientos sin poder apartar la mirada y una sutil sonrisa apareció en sus labios. Cuando terminó, la chica seguía sin poder apartar la mirada y sólo pudo decir:
- La ha compuesto usted, estoy segura.
- Podría ser. ¿Le ha gustado?- El hombre se había levantado y se dirigía lentamente hacia el mostrador.
- La verdad, no tengo palabras para describir lo hermoso que ha sido. Hacía tiempo que no oía nada parecido.- La chica miraba hacia el suelo buscando las palabras adecuadas.- Gracias.- Al fin logró mirarle y lo vio situado ante ella y completamente visible. La chica se sobresaltó pero dijo:
- Es la segunda vez que aparece inesperadamente logrando asustarme, señor.
Y enseguida bajó la mirada como intentando no estropearlo todo. Mientras le había dicho aquello le había mirado fijamente a los ojos y había notado en ellos un sentimiento que la había intimado.
- Ruego que me perdone señorita.- se disculpó cortésmente.
Ella seguía con la mirada baja e hizo un gesto de asentimiento. Aquel tratamiento de usted le había decepcionado.
- ¿Me dice su nombre, por favor?
- Jack Bardsley.
- De acuerdo, Jack, - dijo volviendo a mirarle. Aquellos ojos azules y penetrantes volvieron a intimidarla pero siguió adelante, - quizás prefiere que le hable de tú.
- Sí, te lo pido. Me sentiría mucho más cómodo. Además no me siento tan mayor, ¿sabes?
Elizabeth esbozó una pequeña sonrisa que relajó la situación.
- Firma aquí – le señaló con el dedo. Mientras él firmaba, ella aprovechó para lanzarle una mirada. A pesar de que parecía agotado, era un hombre realmente muy atractivo y elegante.
- Estás empapado. Deberías quitarte esa ropa. Voy a traerte unos pantalones y una camisa.
Y desapareció metiéndose en una especie de despensa.
- Antes dime cuanto te debo.- pidió Jack.
- No te preocupes ya me lo darás mañana. Ahora siéntate. –Su voz sonaba distante pero al momento volvió a ser audible a la perfección. Llevaba consigo unas ropas, una gran toalla y una manta. Se acercó a él y sintió un escalofrío pero continuó. Le secó la cara y el pelo y le indicó donde se podía cambiar.
- Te lo agradezco.- dijo el hombre con voz cansada y la miró agradecido. Se dio la vuelta y se metió en un baño. Al cabo de unos minutos salió como nuevo y encontró en la mesa una cena suculenta.
- No deberías ser tan espléndida conmigo.- le aconsejó.
- ¿Por qué no?- preguntó incrédula.
- Porque aún no me conoces.
- Te conozco lo que me ha dado tiempo en veinte minutos... Y además... Para ofrecerte algo de comer y de beber después de un largo viaje es suficiente al menos por hoy. Y si no lo crees así permíteme conocerte un poco mejor. A ver... Por ejemplo... ¿De dónde eres? ¿A qué te dedicas? ¿Cuántos años tienes? ¿Estás..? Bueno, en fin, ya sabes... ¿Estás componiendo algo nuevo?- dijo al fin triunfante y con una sonrisa.
El hombre se rió encantadoramente y se dispuso a beber un sorbo de sopa. Entonces empezó:
- Bien. Mi nombre es Jack Bardsley, soy de Birmingham, soy escritor y no tengo trabajo estable. Viajo buscando sitios nuevos y tranquilos que me inspiren para escribir... Tengo 34 años y no, no estoy componiendo nada nuevo... Aunque creo que ahora podría.
- Buena respuesta. Hmmm... Creo que te dejaré cenar a tu ritmo.- Parecía que a la chica le costaba dirigirse a él como se dirigiría a un amigo de toda la vida y además le daba apuro que el hombre no pudiera disfrutar de su cena, - Cuando hayas terminado no es necesario que recojas nada. Aquí tienes la llave de tu habitación. Es la número tres. Está en la segunda planta, subiendo por aquellas escaleras y ya está preparada. Espero que te agrade la cena y el alojamiento. Bueno... Me despido; hasta mañana pues.
- Hasta mañana y gracias.
Elizabeth se dirigió a su cuarto de la primera planta y él la vio alejarse en la oscuridad.
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A la mañana siguiente Elizabeth se encontraba sirviendo el desayuno a todos sus huéspedes que se habían congregado en el salón principal ahora iluminado por el sol de una espléndida mañana. Se trataba de una sala espaciosa rectangular con paredes de piedra y techumbre de madera, con pequeñas mesas desperdigadas y sus respectivas sillas, un mostrador que daba a una pequeña cocina de la que salía un aroma embriagador, un cuarto de baño modesto pero completo, un piano que pasaría por una preciosa antigüedad. En la segunda planta se encontraban todas las habitaciones, modestas pero acogedoras.
La chica alzaba de vez en cuando ansiosas miradas hacia las escaleras que conducían a la planta superior para ver si Jack aparecía y se descubrió pensando en él; lo cuál pareció incomodarla bastante pues hasta aquel momento no había sentido nada igual por nadie; ya que desde que falleció su padre se sumió en la tristeza y sus pensamientos se centraban únicamente en la posada y su música. Sin embargo aquel hombre había conseguido adentrarse en sus pensamientos.
Absorta, la joven derramó la leche que estaba apunto de servirle al viejo Tom, cliente habitual dedicado durante toda su vida al arte y en especial a la pintura. De hecho a Elizabeth le encantaba admirar los dibujos que llevaba siempre en un pequeño y raído maletín e incluso alguna vez llegó a imitarlos. La verdad es que a la chica se le daba bastante bien la pintura a pesar de que ella se empeñaba en creer lo contrario y por ello no lo practicaba lo suficiente. Aún así guardaba en un baúl que tenía en su habitación algunas de los dibujos que más le gustaban y que de vez en cuando sacaba a la luz para recordar tiempos mejores.
El viejo Tom ni se enteró de lo ocurrido, pero Elizabeth sí y se apresuró a limpiar aquel estropicio y se disculpó. El viejo la tranquilizó.
Entonces la chica pudo oír el eco de unos pasos que bajaban por la escalera. Cerró los ojos fuertemente y suplicó que fuera él. Sin embargo sus esperanzas se desparramaron pues era el matrimonio Heidelberg, una joven pareja que esperaba poder coger un tren hacia Bristol.
Así fue pasando toda la mañana y toda la tarde. Jack no aparecía y Elizabeth se impacientaba. Pensó que quizá habría salido a buscar algo o a dar un paseo por la aldea. Incluso llegó a pensar que se podría haber escapado de la posada sin haber pagado y con aquellas ropas nuevas... Pero ¡Tendría que haberlo visto u oído de alguna manera! El caso era que el simple hecho de pensarlo la disgustaba enormemente y prefirió la primera alternativa.
De esta manera llegó la noche y Elizabeth no aguantaba más. Subió a la habitación de Jack y llamó a la puerta.
- ¿Jack? ¿Estás ahí?
Al no oír nada se dispuso a entrar; pues, aunque sabía que estaba prohibido entrar sin el consentimiento del huésped en horario indebido, el caso lo requería. Cogió la llave correspondiente y la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido y nada más ver a Jack en la cama sudando, Elizabeth se apresuró hacia él.
- Jack... Estoy aquí, tranquilo... - le dijo dulcemente agarrándole la mano y pasando suavemente su otra mano por la frente ardiendo del joven, mientras intentaba pensar en una solución.
- Voy a ver si alguien de aquí sabe algo de medicina y sino buscaré a un doctor como sea. Tranquilo Jack... Ahora mismo vengo.- La chica esperó a que respondiera o hiciera algún gesto afirmativo con la cabeza, y cuando éste lo hizo se apresuró y salió de la habitación.
Bajó las escaleras lo más rápido que le permitían sus piernas y llegó al salón principal diciendo a voz en grito:
- ¿Alguien de aquí tiene nociones de medicina?
Los allí presentes murmuraban y la miraban algo desconcertados por aquella repentina actitud tan poco habitual en aquella chica tan callada. Ella los apremió con la mirada pero ninguno parecía querer ayudarla. En ese momento se le cayó el alma a los pies. Se fue rápidamente al mostrador y se agachó buscando una pequeña guía en la que aparecían las direcciones más importantes y que siempre debían tenerse a mano si ocurría algo. Allí encontró lo que buscaba:
Doctor Charles Rickman Nº3 Fishponds Street...
No podía retrasarse mucho. Las fiebres podían conllevar otros síntomas desagradables y eran la manifestación de una enfermedad que en aquellos días podía terminar con la vida de una persona. Como le ocurrió a su madre... No podía permitirlo.
- Señora Heidelberg, por favor, suba a la habitación número tres y vigile al enfermo. Póngale un trapo mojado sobre la frente para que le baje un poco la fiebre. Por favor se lo pido...
La mujer asintió y miró a su marido, quien dijo que la acompañaría. Elisabeth se lo agradeció enormemente y sin pensárselo dos veces, la muchacha se puso su capa y se adentró en la fría noche. Conocía aquella aldea a la perfección y la calle donde se encontraba la casa del doctor le era muy familiar porque cerca de ella había un pequeño parque al que su padre la solía llevar. Así que no tuvo mayor dificultad en llegar hasta allí. Una vez hubo comprobado la dirección de la calle, llamó decididamente a la casa del doctor. Tras una corta espera una mujer apareció tras la puerta.
- Buenas noches. Necesito ver al doctor Rickman. Es urgente.- dijo entrecortadamente a causa del frío.
La mujer la examinó durante unos segundos. Al cabo de un rato, el que le pareció necesario a la mujer, le dijo a la joven con un tono un tanto despreciativo y como si estuviera recitando una oración que se sabía de memoria:
- El señor Rickman fue llamado a Londres para una asamblea de médicos y no vendrá hasta el viernes. Su suplente estará aquí seguramente mañana por la noche. Si desea dejarle algún mensaje...
- No, no... ¿Sabe de algún otro médico por aquí cerca?- imploró Elizabeth.
- ¿Cómo de urgente es?- inquirió la mujer arqueando las cejas.
- Si no fuera tan urgente no estaría aquí pasando frío implorando para sanar a un amigo.- Respondió la muchacha mirando a la mujer fijamente. Lo que hizo que ésta se compadeciera de ella y respondiera:
- Pregunte por el señor Driscoll. Es un hombre retirado que ejerció de médico muchos años pero hace otros tantos que lo dejó para dedicarse a la literatura. Es muy buen amigo del doctor Rickman. Creo que su dirección es Albert Hill nº 6, aunque no estoy muy segura. Si no me equivoco está cerca de la panadería.
- Gracias- contestó la chiquilla y se dio la vuelta.
Ya había empezado a llover cuando Elisabeth llegó a aquella modesta mansión cuya entrada estaba flanqueada por dos sauces centenarios. La chica llamó a la puerta que poseía una formidable aldaba que representaba a una serpiente enroscada. Al poco tiempo una mujer abrió la puerta. Tenía aspecto de ser muy amable con aquellas mejillas sonrosadas, unos pequeños ojos azules escondidos tras unas gafas de media luna y el pelo grisáceo y ondulado recogido en un moño bajo. Llevaba un vestido verde botella que se amoldaba a su ancha figura y una bata de un color parecido.
Aquel presentimiento se manifestó en cuanto la mujer interrumpió los pensamientos de la joven que aguardaba empapada en el umbral de la casa.
- Oh... Querida pasa, pasa... No te quedes ahí fuera o cogerás un resfriado.
Elizabeth asintió y dando las gracias entró en aquella casa.
- Espera aquí por favor, querida. Siéntate mientras yo voy a por unas toallas y una manta y a prepararte un caldo bien calentito que buena falta te hace. –Dijo la mujer tan amablemente que Elizabeth no pudo oponerse. La verdad es que se sentía algo cansada.
Una vez allí dentro quedó asombrada ante aquella sobria elegancia. Se encontraba en una estancia amplia que seguramente sería el salón de visitas del doctor. Al fondo de la sala había una chimenea en cuyo interior el fuego crepitaba consumiendo los leños que había debajo y junto a ella una silla y un sillón. En el centro se encontraba una mesa con la superficie de mármol negro y dos sillas enfrentadas. Había un gran ventanal oculto tras unas grandiosas cortinas de color verde.
De pronto recordó a Jack y le inundó un sentimiento de culpabilidad. ¿Y si le pasaba algo mientras ella estaba ahí descuidando su negocio y gozando de la amabilidad de aquella mujer? Y entonces se levantó con intención de encontrar a la mujer. Comenzó a andar hacia donde creía que provenían los ruidos y pasó por otra sala igual de magnífica que la anterior. Elizabeth no recordaba haber estado nunca en una casa tan grande.
Por fin llegó a donde se encontraba la mujer. Llevaba dos toallas echadas sobre el hombro; pues sus brazos estaban ocupados por una aparatosa manta y una bandeja de plata vieja sobre la que una taza de porcelana hacía equilibrios. La presencia de Elisabeth la sobresaltó y casi se le cayó la bandeja.
- Querida deberías de estar en el salón de invitados... Todavía estás algo mojada.
- No quería molestarla señora... - la interrumpió Elisabeth.
- Señora Ningham, querida. Y no te preocupes porque no eres ningún estorbo. Ya sé que tu deseo es ver al señor de la casa. Pero antes de eso bébete el caldo que te he preparado. Está muy rico y te sentará muy bien. Creo que sabes que el señor se retiró hace bastante tiempo de la Medicina y ahora se dedica a sus libros. Últimamente está obsesionado con sus memorias y se pasa horas y horas delante de unas hojas en blanco pensando en cómo adornar su aburrida vida.- La señora Ningham terminó con una sonrisa de amabilidad y ternura en sus labios.
Elisabeth se bebió aquel líquido tan reconfortante junto a la chimenea y enseguida la mujer fue a buscar a aquel hombre tan obsesionado. Al cabo de un rato oyó pisadas que procedían de la planta superior y que bajaban poco a poco aquella magnífica escalera. La muchacha se puso en pie al ver a aquel hombre tan respetable con su barba bien cuidada y blanquecina, sus gafas gruesas y el reloj que le colgaba de uno de los bolsillos de aquel traje negro e impecable.
- Buenas noches. ¿Puedo ayudarla en algo? Mi ama de llaves me ha comentado que quería verme a pesar de la hora intempestiva a la que usted requiere mis servicios. Sepa que estoy retirado.- Dijo el señor Driscoll con voz profunda y cara de pocos amigos. Miraba a la chiquilla con ojos penetrantes. Ésta quizá un poco asustada trató de reunir el valor necesario para convencerle de que necesitaba su ayuda.
- Señor Driscoll. Mi nombre es Elisabeth Burnett. Soy la dueña de la posada London Inn. Estoy aquí porque en casa del doctor Rickman me dieron su dirección; ya que éste se encontraba fuera, en una asamblea o algo así en Londres. Señor necesito su ayuda. Usted es el único que puede ayudarme en este momento. Mi... Mi amigo está enfermo. Al caer la noche fui a verle, ya que me extrañó su ausencia durante el día, y estaba sufriendo a causa de la fiebre. Temblaba mucho y apenas me oía. Me asusté mucho.- Dijo con la voz entrecortada. Sin embargo aquello no le bastó al hombre.
- Le repito que ya no trabajo. No entiendo por qué está usted aquí sabiendo que yo no voy a poder ayudarla. Está perdiendo su tiempo y yo el mío así que si me disculpa...
El doctor hizo ademán de irse pero la voz de Elisabeth quebró aquel silencio incómodo:
- ¡¡Es un gran escritor y músico!!
Silencio.
- Por favor se lo pido...
El estado de la joven debió de serle suficiente al doctor, o quizá la horrible y aburrida perspectiva de estarse toda la noche pegado a sus hojas pensando en cómo comenzar sus memorias le bastó para ponerse su capa y su sombrero para acompañar a Elisabeth.
El señor Driscoll le dijo a la señora Ningham que no le esperara y que se fuera a dormir. Asimismo la joven le agradeció a la mujer todo lo que había hecho por ella y la invitó a pasar algunos días, sin tener que cocinar ni limpiar, en su posada.
El hombre cogió un maletín y llevó a Elisabeth a la parte de atrás de la mansión donde reposaban los caballos.
- ¿Sabe usted montar a caballo, Elisabeth?- preguntó en un tono más afable como queriendo tranquilizar a la chica.
- Mi padre me enseñó cuando era pequeña. Pero ahora... No sé si me atrevo... - respondió la joven acariciando la cabeza de uno de los corceles.
- Pues se atreverá. Yo iré a su lado- dijo optimista el señor Driscoll para animar a la muchacha, mientras ensillaba dos caballos tan negros como la propia noche.
Y juntos cabalgaron hacia la posada donde Jack estaba siendo ayudado por el matrimonio Heidelberg sin muchos resultados.
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- ¿Cuál es el diagnóstico? ¿Se pondrá bien? ¿Puedo ayudar en algo, señor Driscoll?- preguntó Elisabeth sin poder disimular aquel deje de desesperación y nerviosismo en su voz, después del reconocimiento; durante el cual la muchacha había estado algo intranquila.
- Tranquila Elisabeth. Ven conmigo. Fuera te explicaré lo que debes hacer.- Dijo el hombre guiando suavemente a la chica hasta la entrada de la posada en la que había un pequeño y modesto jardincillo y una fuentecilla.
Mientras caminaban el doctor se dirigió a la fuente sin decir palabra pues se había percatado de la tensión de la chica y por eso quería saber qué palabras le diría y se sentó.
- Elisabeth... Jack es un hombre fuerte. Superará sin demasiados problemas estas fiebres. Lo que necesita es tranquilidad y reposo, friegas de romero y tomar esa disolución a lo largo del día a pequeños sorbos. Ya la he preparado y la he dejado en su habitación. Y tú también necesitas tranquilizarte. Es... Es ese hombre tan importante para ti... – preguntó dispuesto a escuchar la respuesta propia de una jovencilla enamorada.
- Señor Driscoll... No sé porqué me importa tanto y tampoco sé si usted podría llegar a creerme pero... He perdido a todas aquellas personas que han significado algo en mi vida y... Simplemente no le quiero perder a él. Me hizo sonreír cuando la oscuridad y la tristeza me inundaban. Me cautivó primero con su música, luego con sus palabras y por último con sus ojos sinceros. Si se fuera creo que no volvería a ser la misma.
Durante un eterno momento se miraron como padre e hija y la chica vio en sus ojos la fuerza y el optimismo que necesitaba para tener esperanza. Lo que le empujó a decir:
- Además... Todavía no me ha pagado la estancia.
Y los dos rieron y se fundieron en un cariñoso abrazo.
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Los días pasaron y Elisabeth tuvo que seguir al frente de la posada; lo que no le impidió cuidar a Jack en sus ratos libres. Cada día subía a darle sus mejunjes y aquellos eran los ratos más entretenidos del día. Jack iba recuperándose y eso les permitía contarse alguna que otra batallita, malos y buenos recuerdos, pequeñas aventuras, deseos...
Y poco a poco se fueron conociendo el uno al otro. Elisabeth le trasladó a una pequeña habitación con unas vistas preciosas porque Jack le había dicho que quería escribir de nuevo. La chica, a pesar del cansancio, disfrutaba de la compañía de Jack, aunque solo fuese como buenísimos amigos y además Jack iba recuperando la movilidad en las piernas atrofiadas por haber permanecido tanto tiempo en cama; lo que les permitió salir algunos días al jardín a pasear lentamente cuando había menos gente en la posada.
Una noche Elisabeth fue a su habitación y tras ponerse el camisón y cepillarse el pelo, se dispuso a meterse en la cama y cuando tiró de las sábanas descubrió una nota.
“Mira debajo de la cama”
Así lo hizo y al descubrir lo que había, cogió el paquete con una sonrisa en la cara, se sentó en la cama y lo abrió. Descubrió la historia de cómo se conocieron escrita por Jack y los sentimientos que Elisabeth había despertado en él. Durante la lectura se sintió feliz y aliviada. Cuando terminó de leer vio que aún había algo más. Pero qué podía ser... A la chica le empezaban a sudar las manos. Entonces una melodía comenzó a sonar procedente del piano que había en la sala contigua a la suya, pues su habitación se encontraba en el primer piso de la posada, al tiempo que ella descubría una partitura cuya canción coincidía con la melodía del piano. Elisabeth salió de su habitación y allí estaba Jack tocando sólo para ella.
La joven se aproximó al piano y se sentó junto a él. Y como recordando su niñez se dispuso a improvisar un hermoso acompañamiento para el tema principal.
Tocaban con tal pasión que los huéspedes no pudieron evitar salir a hurtadillas de sus habitaciones para presenciar aquel precioso e irrepetible momento.
Cuando terminaron, Elisabeth y Jack se quedaron sentados, mirando las teclas y sin saber qué decir. Poco a poco, Jack fue rozando la mano de la muchacha. Elisabeth levantó la mirada y luego la dirigió a él y simplemente susurró:
- Gracias Jack
- No tienes que agradecerme nada. Soy yo el que debe darte las gracias por haberme salvado y por haber olvidado mi deuda económica contigo.- Dijo con una sonrisa y las cejas suavemente arqueadas.
- Aún no la he olvidado.- Respondió Elisabeth rápida y desafiante, como saliendo de aquel sueño. Pero al ver la cara de desconcierto de su amigo se echó a reír. Y después de las risas les sobrevino de nuevo el pánico ante aquella situación tan deseada pero a la vez enormemente incómoda por la falta de palabras. Pero Elisabeth no aguantó más y sin pensarlo hizo lo que tanto había deseado. Miró de nuevo a Jack y con su mano derecha le obligó suavemente a mirarla. Lentamente se fue acercando a él mirándole a los ojos. Cada vez sentía su respiración más agitada. Y al fin sus labios se encontraron.

Pequeño homenaje a Laura Gallego. Finis Mundi II. El regreso del Anticristo.

Siempre he admirado a esta joven escritora española. Sus libros despertaron en mí la necesidad de contar historias. Con esta secuela le rindo mi modesto homenaje. A ti, Laura. Gracias por hacerme soñar.

“29 DE DICIEMBRE DE 1999. Edimburgo, Escocia.
Querido diario:
Mañana será un día muy especial... ¿Sabes por qué? Porque toda la clase nos vamos de excursión a Stonehenge, un lugar misterioso, en el que según dicen, las almas de los druidas, sabios magos de los bosques que lo circundan, todavía siguen merodeando por allí, custodiando los secretos del monumento megalítico.
Los profesores nos darán allí una clase extraordinaria de historia y puede que luego visitemos algún castillo en ruinas... ¡Qué emocionante! Ojalá mis padres estuvieran aquí. ¡Todo esto es fantástico! Les agradezco mucho que me hayan pagado los estudios aquí en Escocia para aprender inglés. Porque nunca es igual estar aquí rodeada hasta el cuello de inglés a escucharlo en España. Echo de menos los bosques de Galicia; aunque la brisa que recorre Escocia me recuerda a mi tierra. Bueno tengo que dejarte. Mañana será un día muy largo y lleno de emoción. ¿Te lo puedes creer? ¡Todo el verano aquí encerrados y ahora, en invierno, necesitan salir urgentemente!”

Firmado Amalia

Con los ojos escocidos Amalia se fue a su cama, dio las “buenas noches” a las dos compañeras con las que compartía habitación en aquel colegio de aspecto mágico emplazado en un antiquísimo monasterio que antaño había sido una universidad. En la Gran Biblioteca aún se conservaban viejos códices e incunables antiguos que compartían estantes con las más modernas ediciones de libros de todas las disciplinas y saberes. A Amalia le encantaba visitar las distintas secciones; pero en especial, sentía curiosidad por una. En ella se encontraban libros de lo más variopintos que desde que llegó fue hojeando uno a uno; pero aún no se los había leído todos.
Al dirigir su mano hacia la mesilla de noche donde guardaba fotografías de su familia, recortes de periódicos y bocetos con símbolos celtas dibujados, por los que sentía predilección, para dejar las gafas sobre ella, tropezó con el suave tacto de la superficie lisa de un sobre en blanco. Lo cogió extrañada y como sus compañeras daban señales de estar sumidas en la paz del sueño, lo abrió con sumo cuidado y con una chispa de perspicacia en los ojos. Pensó que tal vez aquel chico tan guapo de la clase de historia le había dejado una nota. Lo abrió emocionada. Sin embargo en vez de una carta se encontró lo que parecía una hoja de sauce lanceolada verde por el haz y blanca por el envés y en esta parte había inscrito un símbolo que Amalia nunca había visto antes. ¿O sí? Parecía compuesto por tres partes unidas en una. Eran tres rombos, dos de ellos unidos al mayor por dos de sus lados consecutivos de manera que formarían un triángulo completo de no ser porque faltaban tres semirrombos. Y éstos tenían en su interior algo semejante a una piedra pulida circular. Apenas se podían apreciar bien los detalles pero en general la figura se podía distinguir claramente.

Por unos instantes perdió su mirada en el ventanuco que daba al claustro consecutivo a la biblioteca. Recordó. Le fascinaban los símbolos desde muy pequeñita, afición que le había inculcado su madre... Entonces la imagen de aquel extraño símbolo le vino a la memoria y con él la sección preferida de Amalia de la vieja biblioteca. Se trataba del códice que tanto le había llamado la atención. Era en realidad una copia de uno que estaba en el monasterio de Saint Michel. ¡Ahora lo veía con claridad! ¡Lo había visto en aquel códice de un tal Beato de Liébana que había predicho el fin del mundo!
Tenía que saber qué significaba todo aquello. Saltó de la cama lo más silenciosamente que pudo, se puso las zapatillas y una chaqueta de lana escocesa para combatir el frío de la estancia. Se dirigió hacia la puerta y la abrió con extremo cuidado para no despertar a sus compañeras. Inmediatamente después se encontraba en el claustro. Ahora parecía mucho más tétrico de lo que era a la luz del día. En el centro había una estatua de gran altura que representaba a un ángel de mármol que custodiaba un gran libro entre su túnica y su poderoso brazo izquierdo y en su brazo derecho un cofre que alzaba y acompañaba con su mirada. Temblando de frío y esperando que el eco de sus pasos no la delatara, entró apresuradamente en la Biblioteca. La cadena que llevaba al cuello la golpeaba con un tintineo molesto. Era una antigua reliquia familiar que le había regalado su abuela, aunque nunca la llegó a conocer, y que según le había dicho su madre había pasado por muchas generaciones y según contaba la tradición había sido forjado por las viejas meigas de los bosques gallegos en el año 1000 en honor de una meiga muy especial que trovó bellas canciones a cerca de un joven monje que salvó a la humanidad de la venida del Anticristo; sobre lo que Amalia había oído e inventado numerosas historias.
Una vez en la biblioteca se dirigió hacia su sección favorita con una sensación raramente excitante pues estaba prohibido merodear por los pasillos fuera de la hora permitida y menos aún de noche. Comenzó a rebuscar entre los libros pero no encontró lo que buscaba. El códice había desaparecido. En su lugar había un pequeño trozo de pergamino con un símbolo que consistía en una gran “A” mayúscula que encerraba una “C” también mayúscula y que ambas estaban rodeadas por la silueta de una serpiente que las refugiaba entre su cuerpo escamoso. Amalia lo reconoció al instante: era el símbolo del Anticristo. La chica hizo todo lo posible por acordarse del contenido de las páginas del códice de Liébana. Sí, hablaba de la llegada del Apocalipsis en el año 1000, pero no la del año 2000. Recordaba perfectamente que las páginas siguientes a la descripción del reinado del Anticristo estaban en blanco.
De repente el sonido de unos pasos paralizó sus pensamientos. ¿Y qué podía hacer? Si la pillaban estaba perdida. La castigarían. Y ¿Quién sabe? A lo mejor la expulsaban porque esta sería la tercera vez que la pillaran haciendo algo que no estaba permitido y siempre por culpa de su curiosidad.
- Amalia, ¿qué estás haciendo aquí? –Le espetó la profesora de historia.- ¿Qué tienes ahí? ¿Qué escondes?
- Nada.- Dijo guardándose apresuradamente el símbolo en el bolsillo derecho de la chaqueta.
- ¡Ven aquí!- Amalia obedeció y la profesora metió su afilada mano en el bolsillo izquierdo y luego en el derecho. Al fin encontró lo que buscaba y al ver el símbolo arqueó las cejas y apareció en su mirada una chispa de asombro y luego esbozó una pequeña sonrisa.
- A la cama, ¡ya!
Amalia obedeció. Se encaminó hacia su dormitorio pero en el recorrido se ocultó tras el ángel de piedra, para ver si podía descubrir cuáles eran las intenciones de la profesora. El vuelco que le dio el corazón al ver a la mujer acercarse al ángel la mareó durante un rato. Ésta había acercado su mano pálida y afilada al cofre que custodiaba el ángel y giró lo que parecía una rueda que imitaba una piedra que decoraba dicho cofre. La estatua giró 180 grados y donde estaba su base aparecieron unas escaleras que daban paso a un gran túnel. La profesora desapareció en él y Amalia sintió el deseo de seguirla pero prefirió esperar a que saliera, algo que no ocurrió hasta después de una media hora. Amalia la siguió con la mirada y una vez hubo desaparecido la niña trató de imitar a su maestra recordando sus movimientos pero la estatua no respondía. Quizá le faltaba algo. Pensó. Pues claro... ¡El colgante! Lo buscó en su cuello pero no lo encontró. Quizá se le había caído antes de entrar en la Biblioteca. Corrió hacia allí pero no vio ni rastro de él. Resignada y cansada se fue a su dormitorio. Mañana sería otro día...

Por fin llegó el día de la excursión. Amalia estuvo muy callada durante todo el trayecto pensando en lo que había ocurrido el día anterior. Tardaron bastante en llegar al sitio en cuestión y nada más bajarse del autocar el ambiente mágico les envolvió. Estaban ante el gran monumento de Stonehenge que presentaba un aspecto muy deteriorado. Amalia observó que la profesora estaba más nerviosa de lo normal.
- ¿Busca algo señorita Elisabeth?- se atrevió a preguntar la niña.
- Eh, eh... –Balbuceó la mujer.- Oh, nada, nada. Es que he perdido mi bolso y ahí tenía la ruta que vamos a seguir...
- Ah, si quiere yo la puedo ayudar.
- ¿Acaso sabes donde está? –preguntó con la mirada penetrante y arqueando las cejas.
- No.- respondió Amalia intentando disimular.
La persistente mirada de Elisabeth pretendía intimidarla pero Amalia aguantó sin bajar la vista pero con aire inocente. Si la profesora sospechaba algo le restó importancia y se marchó. Una vez la hubo perdido de vista, Amalia echó a correr hacia el autobús con una extraña sensación de triunfo pues recordaba haber visto allí el bolso.
Efectivamente cuando llegó se asomó por debajo de los asientos y allí estaba entreabierto. Amalia lo cogió, miró a su alrededor para cerciorarse de que no hubiera nadie y lo abrió. Dentro encontró una tarjeta con los datos de la profesora: M. Elisabeth Alinor Richardson, un pintalabios, un pequeño espejo, un pañuelo con unas iniciales que Amalia reconoció al instante como el símbolo del Anticristo y por fin lo vio. Allí en uno de los bolsillos encontró su colgante. Ahora que lo admiraba con más tranquilidad se percató de que tenía una forma muy similar al amuleto que anuló al Anticristo hace mil años. Y para su sorpresa había otro colgante igual al suyo que tenía por detrás grabadas las iniciales de la profesora. Aquello no podía ser casualidad. Se quedó absorta en sus pensamientos tratando de unir todas las piezas de aquel horrible rompecabezas, pero de repente algo quebró el silencio.
- Pues no eres tan tonta como creía. Me gusta tu arrojo. Te pareces a mí cuando tenía tu edad.- Elisabeth Alinor apareció justo detrás de ella con aspecto altanero.- Dame eso, vete y olvida lo que has visto.-
- Cómo quiere que lo olvide. ¿Por qué cree que debo hacerlo?
- Porque así será mejor para todos, querida.
- Querrá decir que será mejor para los que son como usted- soltó Amalia con una renovada energía que disipó su miedo a aquella extraña e impredecible mujer.
- ¿Los que son como yo? Perdona niña pero no te entiendo.
- No se haga la tonta,- dijo Amalia olvidando de repente sus modales- sé que usted está dejando vía libre para la llegada de un nuevo Apocalipsis.
- ¡Nunca había oído una estupidez semejante! ¿Y que te hace pensar esa tontería?- preguntó divertida.
- Usted ya ha recuperado dos de los amuletos que necesita y sólo le falta el tercero para evitar que alguien anule lo que usted tanto desea.
- Muy bien pequeñina,- dijo la mujer con aire maternal.- Y como sabes demasiado no puedo dejarte huir para que se lo cuentes a tus amiguitas, así que me ayudarás a encontrar el tercero. Porque ya sabes dónde se encuentra ¿no?
- No- respondió la chiquilla incrédula y sorprendida ante aquella pregunta inesperada.
- Bueno yo te lo mostraré; mientras tus compañeros están entretenidos en el bosque. Porque como tú muy bien decías no estoy sola... Y ahora que estás enterada acompáñame- pidió amablemente Elisabeth.

Amalia no podía huir. Le cerraban el paso dos tipos de gran tamaño y aspecto siniestro: el conductor del autobús y un hombre al que nunca había visto que llevaba la cabeza tapada con una gran capucha. Los dos la apresaron, le taparon la boca y la llevaron a trompicones hasta el centro de Stonehenge. Allí había una piedra de enorme tamaño colocada a manera de altar.
- ¡Amalia!- gritó la mujer fuera de sí mientras los hombres la vestían con una túnica negra- ¡Colócate frente al monumento y coloca las dos piezas que te he dado en su posición correspondiente! Amalia sabía que se refería a los amuletos pero no conocía en qué posición los debía poner. Así que probó. La primera combinación no funcionó pero la segunda sí. De repente con un gran estruendo un gran rayó salió del altar y lo quebró en dos. De la grieta salió el tercer amuleto envuelto en una claridad deslumbrante que obligó a Amalia a cerrar los ojos porque le lloraban y le escocían. La chica oyó a lo lejos la voz de Elisabeth que gritaba:
- ¡Cógelo Amalia y tráelo aquí!
Amalia obedeció como hechizada y cogió el tercer amuleto. Pero justo cuando iba a darse la vuelta revivió los peores momentos de su vida y los que había sufrido hasta entonces la humanidad. Fue horrible. Sintió un penetrante grito que le taladraba el tímpano. Se mareaba. Le dolía la cabeza como si hubiesen hundido un hacha en ella. Tenía ganas de vomitar. De repente notó como si sus pies se estuviesen elevando en el aire y la condujeran a otra dimensión. Entonces cayó hacia atrás. Notó que alguien le quitaba de entre los dedos el amuleto pero ella no opuso resistencia. Se encontraba muy débil. Había visto cosas espeluznantes: hambre, desesperación, guerra, dolor, represión.., y pensó que tal vez todo era mejor así. La humanidad no se merecía seguir viviendo. ¿Por qué sufrir?
En ese momento la imagen de sus padres le vino a la cabeza. Se sintió feliz, llena de vida y con la fuerza suficiente como para abrir los ojos. Entonces allí vio la esbelta figura de aquella mujer diabólica, que se acercaba lentamente con su melena antes recogida en un moño alto, y ahora suelta sobre los hombros realzando aún más su fría belleza. Caminaba pronunciando unas palabras en una lengua extraña, quizá gaélico. En sus gélidas manos cobijaba el amuleto que le ayudaría a culminar su plan e instaurar el caos en la tierra. Pero para ello debía invocar al Espíritu del tiempo. Entonces se paró al lado de la niña y le susurró:
- Gracias Amalia. Te has portado muy bien. Y tu colgantito me va a servir de mucho... La próxima vez deberías tener más cuidado y no ir enseñando por ahí cosas que ni siquiera sabes qué significan. Si hay otra próxima vez claro...- Y soltó una risa estridente.

A veces viajo...

Siempre me ha fascinado la mente humana y su increíble capacidad de imaginar, de poder dejar su realidad para vivir otras muy diferentes. Creo que es la máxima expresión de la libertad, pues aún en momentos de opresión es capaz de volar, viajar a otros mundos, a otros cuerpos... Y eso he hecho yo. Me he transportado al año 1917 y he llegado a Siberia, en el cuerpo de un aventurero: Peter Wight. Estas son las cartas que envió a su hermana que las esperaba impaciente a muchas millas de allí. Este que os presento aquí es el relato de "Kabuk, el Pastor de Renos". Espero que os guste y sobre todo, os haga viajar.


A 20 de abril de 1917, en el okrug de Taimir.
Querida Emily:
Te escribo, hermana mía, en primer lugar para decirte lo mucho que te echo en falta y segundo, para decirte que ya hemos llegado a Siberia, a la región de Taimir. He perdido la noción del tiempo tras los interminables días de travesía; pero deben de ser algo así como las once y media de la noche; pues hace mucho que el astro rey nos ha abandonado a merced de la oscuridad. Estoy aprovechando, para escribir en este viejo papel, los rescoldos de la hoguera que hemos podido crear en la cabaña en la que hemos instalado nuestra base. La empezaron a construir miembros de la expedición antes de que llegáramos nosotros y hoy por fin ha culminado la tarea. No es gran cosa, pero, al menos, resiste bastante bien el frío que nos atormenta cada segundo. Antes se cobijaban en una posada del pueblo más cercano. El señor Rickman, que me manda muy cordiales saludos para ti, nos ha informado de que mañana iremos a explorar el territorio más oriental de la región en busca de nuevos parajes y pueblos. Pero los compañeros de la expedición no paramos de preguntarnos qué vamos a encontrar aquí si lo único que ven nuestros ojos es el resplandor cegador de la nieve que cubre no sólo la tierra sino también el cielo. Es un paisaje de una belleza a la que no se terminan de acostumbrar los ojos, cruel, directa, espinosa, yerma… No puedo imaginar qué seres humanos pueden ser capaces de vivir en tal sitio. Hoy pasaremos la noche aquí y mañana comenzará nuestra aventura.
¿Cómo está padre? Sin duda estás haciendo el servicio de una gran enfermera. Transmítele todo mi cariño y mantenle al corriente de mis progresos ¿querrás? De aquí en adelante te mantendré informada de todo lo que ocurra, siendo mi mayor deseo que recibas y leas estas cartas que tan afectuosamente te mando.
Te quiere,
Peter Wight.



A 23 de abril de 1917
Querida hermana:
Hemos realizado nuestra primera expedición. Hemos cruzado la meseta siberiana central en dirección este hacia Yakutia y cada segundo que pasaba he dado gracias a Dios por haberme brindado esta magnífica oportunidad de conocer el mundo. Me gustaría que hubieras visto lo que yo he visto hoy. Éste es el reino de las Nieves Perpetuas, así lo conocemos entre los miembros de la expedición. Por donde quiera que miraras, la nieve cubría por completo los suelos, y de vez en cuando, a los trineos les era imposible seguir. Ése era el tiempo que aprovechaba para mirar a mi alrededor y descubrir lo inmenso que es todo esto y lo insignificante que soy yo. En el horizonte se perfilaban los blancos montes Cherski que dominaban toda la taiga de Oymyakon llena de oscuros abetales que intentaban abrirse paso entre las nubes que habían decidido huir del cielo y asentarse en la tierra. Después de tres días y dos noches, hemos llegado a una aldea. A sus valientes habitantes les llaman “nenets”, pastores de renos.
Son verdaderos supervivientes y toda su vida es una hazaña. Son gentes humildes que te brindan todo lo que tienen si eres un viajero cansado; pero también son feroces guerreros llegado el momento. El señor Rickman está alojado en la cabaña del patriarca de la tribu y a mi compañero Thomas y a mi, nos han asignado una cabaña en la que vive una mujer de unos cuarenta años, madre de seis hijos, para que tomemos nota de sus costumbres.
Dile a padre que no pasa un solo día que no piense en él.
Os quiere,
Peter Wight.



A 30 de abril de 1917
Añorada Emily:
Todo esto es magnífico. Hemos convivido con este maravilloso pueblo durante una semana escasa y hemos aprendido mucho de ellos. He conocido a un joven nenet llamado Kabuk. Es un ser que no conoce la maldad. Estoy enseñándole inglés a cambio de que él me enseñe cómo es su vida aquí. Tenías que ver su manejo de las herramientas y de los renos, a pesar de su corta edad. Creo que no puede ser mucho mayor que tú, tendrá unos dieciséis años. A primera hora de la mañana se levanta, se toma una especie de gachas que le prepara su madre en un cuenco de madera de abeto, se unta las manos en grasa de reno que conservan en forma de pastilla, se coloca sus guantes, sus botas y su abrigo de piel y sale al frío de la mañana para empezar a trabajar. Coloca los arneses a los renos, los une al trineo y los lleva a la taiga a pastar. Cuando un reno es incapaz de andar lo sacrifica y lo despieza. Utilizan su carne que es muy rica en grasas como alimento especial. Ayer nos ofrecieron un “banquete” suculento de este manjar y Thomas no pudo parar de celebrar lo excelente que era la carne. Es increíble ver cómo lo aprovechan todo de estas criaturas. Utilizan la grasa como aceite y aislante, las pieles para el ropaje, los huesos para fabricar herramientas, útiles y armas y los tendones como cuerdas. Es apasionante. Aún no me he acostumbrado al frío extremo. Temo estar incubando una pulmonía pero vamos bien preparados. No te preocupes por mí.
Siempre ansiando tu felicidad, te quiere tu hermano,
Peter Wight.



A 18 de octubre de 1917
Querida Emily:
Nos han llegado noticias de que ha estallado la revolución bolchevique en Rusia. Conocíamos la derrota rusa en la Guerra; pero nunca imaginé que tendría esta repercusión. Dicen que luchan por la implantación del comunismo en la capital. Los miembros de nuestra expedición somos desertores del Ejército Británico que obtuvimos licencia para venir a estas tierras y obtener información, bien lo sabes, pero creo que las cosas están empeorando. Nuestro mensajero nos ha informado de la creación de las Tropas Blancas que pretenden aliarse a los grupos étnicos por la fuerza para restaurar la monarquía. Tenemos que irnos de aquí; antes de que nos descubran. Los nenets se muestran indiferentes ante esta situación.Pero a nosotros nos descubrirán sin remedio.
Espero poder seguir mandándote cartas, pero pase lo que pase aún no hay nada decidido. No sufras por mí.
Peter.


...


“Desde aquel día no volví a saber nada más de él. Hoy, por fin, he podido velar su tumba. Thomas consiguió traerlo hasta Wight. Me contó que las Tropas Blancas habían llegado a Taimir y habían sometido a todos sus habitantes. Su expedición había conseguido cruzar media Siberia pero no llegaron mucho más lejos. Les sorprendieron los blancos y muchos murieron, entre ellos Peter. Otros tuvieron que rendirse y luchar a su lado en Rusia. Del coronel Rickman, mi prometido, tampoco he tenido noticias. Sólo espero que pueda regresar. Esto es todo lo que le puedo contar padre. No se me vaya usted también, por favor. Esto es insoportable.”

Quiero. Testamento de vida.

No quiero perder ni un solo momento en esta vida.
No quiero llorar por haber perdido el tiempo en cosas inútiles.
No quiero morirme sin haberte conocido.
Quiero descubrir todo lo que mi mente me permita.
Quiero reír de alegría junto a los míos y a los que se incorporen al grupo.
Quiero vivir cada instante como si fuera el último.
Y soñar con los ojos abiertos sin importarme cuánto tiempo pueda permanecer dormida.
Quiero morir habiendo vivido sin bajar la guardia, haciendo frente al tiempo que se escurre entre mis dedos; enamorándome cada día de lo que me rodea y me hace sentir viva.
Quiero abrazar al mundo y fundirme con él en una sola alma.
Quiero respirar bocanadas de aire puro que me abran los sentidos y me recuerden por qué estoy aquí contemplando el cielo sintiéndome insignificante y a la vez mirando a la tierra en la que me veo como un pequeño significado.
Quiero diluirme en estas sencillas palabras y en la más grande novela.
Quiero encontrar a Dios y llegar a ÉL no sin antes haber cumplido mi papel en la tierra.
Quiero recordar a mi abuelito con cada nota de mi piano y llegar a él a través del viento; y grabar en mi memoria todo el tiempo que estuvimos juntos desde que le vi por primera vez hasta el día en que cerró los ojos.
Quiero a mis padres caminando juntos, portando esa luz que me guía.
Quiero poder vivir lo suficiente para enseñar a mi hermana todo lo que la quiero y servirla de guía y bastón para que se apoye en mí cuando lo necesite.
Quiero disfrutar con mis abuelos mientras la gélida sombra no me los arrebate; y que llenen su tiempo con risas y buenos momentos.
Quiero llenar la soledad de mi tía y curarla con cada caricia y cada abrazo.
Quiero salvar a mi tío de ese pozo sin fondo.
Quiero seguir hablando largos ratos de todo y de nada con el que esté dispuesto a escuchar mi silencio.
Quiero tender mi mano a todo aquel que quiera aceptarla y al que no, también.
Quiero que todos a los que no haga mención en esta carta se sientan igual que los que tienen un hueco en ella.
Quiero seguir siendo como soy y estar alerta y con los ojos bien abiertos para reconocer mis errores.
Quiero que esta pasión que siento encuentre dueño.
Y cuando llegue mi hora, que mi cuerpo inerte alimente a la tierra, que mi alma se reúna con los míos y mi recuerdo prevalezca.

Inicio Primer Capítulo de El último Símbolo

Capítulo 1. Los cuervos.
Después de una ajetreada noche llena de bailes y risas, me despedí de Alice y de Linda y John me acompañó a casa. Normalmente no me molestaba el silencio que se producía entre nosotros pero aquella noche era distinto. Era consciente de que unas horas antes había estado a punto de decirle lo que tan desesperadamente necesitaba y deseaba. Lo había ensayado cientos de veces. Había preparado mil y una formas distintas de decírselo; pero no me había decidido a dar el paso porque tampoco sabía con certeza si John sentía por mí lo mismo que yo sentía por él. Siempre se había mostrado reservado en ese aspecto. Cuando intuía que sobrepasaba el límite de la amistad se echaba atrás y era probable que desapareciera de mi vida durante algunos días. Pero yo no cesaba de preguntarme cuál era ese límite que él tanto temía rebasar. Nos conocíamos desde hacía años y él siempre lo había significado todo para mí. Era mi guía. Por eso mismo yo no quería precipitarme. No quería que nuestra amistad se estropeara. Así que, tratando de quitarme esos pensamientos de la cabeza que no hacían más que ahondar en esa herida que realmente nunca se había producido pero que sangraba igualmente porque era algo que, visto lo visto, nunca alcanzaría, me puse a rebuscar nerviosamente en mi bolsillo y saqué las llaves de la puerta principal. Cuando noté su mano en la mía sentí que si no hacía algo explotaría.

Cómo pasa el tiempo...

¿29 de enero ya? La inexorabilidad del tiempo me abruma. Me frustra que la vida se escape entre mis dedos sin poder hacer nada, sin poder apretar los puños para que lo poco que me queda no se filtre entre las rendijas y caiga al suelo sin remedio. Si pudiera, si existiese la fórmula, inventaría el tiempo a la medida de cada uno. Lo manejaría a mi antojo, haría de mi vida todo lo que siempre soñé hacer de ella. No tendría que lamentarme por perder el tiempo como lo pierdo. No me sentiría tan agobiada por no hacer lo correcto. Pero.., ¿lo valoraría tanto como ahora que él es dueño de mi existir?
Cuando era niña, no vivía preocupada por tales asuntos. De alguna manera sabía que tenía todo el tiempo del mundo para mí, para los míos. Sin embargo, ahora me duele el tictac del reloj de mi mesita de noche. Ahora siento que desfallezco cada vez que se mueven las agujas. Cada segundo que pasa lo noto retumbar en mi cabeza. Y no se mueve de ahí. Me taladra. Sin saberlo y sin quererlo, me he convertido, como tantos otros, en una presa del paso del tiempo. Por eso, trato de vencer al día con sus horas, no quiero vivir sometida. Ahora soy perfectamente consciente de que tengo un límite. Estoy aquí de paso y no sé cuánto va a durar mi estancia. No existe cura posible ante este miedo. Y si hablas de ello te tratan de psicótico. Eres un desequilibrado porque no te acostumbras a llevar las cadenas de la mortalidad. Así pues, no tienes más opción que la de vivir cada fracción de milisegundo como si fuera el último día.

viernes, 28 de enero de 2011

Diario de una estudiante de Veterinaria: Diario de una estudiante de Veterinaria: Hoy empie...


Si queréis saber cómo empieza El último Símbolo aquí os lo presento junto a la protagonista, Danna.

Mi nombre era Julia Evans. Un nombre corriente para una chica de diecisiete años que vivía con su tío Albert en una modesta casita en un pueblecito a las afueras de Londres, que iba al instituto de la ciudad de Herdforshire, quedaba con sus amigos para hacer los deberes y sacaba unas notas bastante buenas, modestia a parte..Los viernes por la tarde iba de compras con sus mejores amigas: Alice y Linda y por la noche salían al pub con John, su mejor amigo desde antes de que tuviera uso de razón. Te preguntarás qué tiene esto de especial y te puedo asegurar que nada. Sin embargo, cuando menos te lo esperas tu vida da un giro radical y comienzas a comprender lo que el destino tiene preparado para ti por insignificante que te creas. Te diré que mi nombre es Danna, que siempre lo ha sido y siempre lo será.