En el salón principal de aquel rústico hostal de Londres, Elizabeth acariciaba con nostalgia las teclas del piano que tantas veces le había procurado paz en medio de aquel infierno que vivía con su padre desde que su madre murió cuando ella tan solo contaba seis años de edad. Fue un duro golpe para ellos. Los padres de Elizabeth, como tantas veces le había contado su padre junto a la chimenea del hostal, procedían de familias totalmente distintas pero les unía su gran pasión por la música. Su madre era cantante y tocaba el piano en grandes teatros y su padre era el telonero, pero en los descansos y en los ensayos siempre sacaba su violín y se ponía a tocar sencillas pero hermosas melodías. Un día coincidieron entre bastidores. Su madre le había observado mientras tocaba concentrado en arrancarle las más bellas notas a su instrumento y cuando él terminó la vio y se disculpó. Entonces ella le pidió que tocara otra canción y él accedió encantado. Elizabeth reía cada vez que su padre le decía que tuvieron que aplazar el estreno porque no encontraron a la cantante principal y el telonero había desaparecido. Al poco tiempo se casaron y tuvieron a la niña. Entonces su madre decidió dejar su trabajo para dedicarse completamente a su familia; pero los gastos aumentaron y tuvieron que abrir un pequeño negocio. Así inauguraron este pequeño hostal cerca de la estación de ferrocarriles de Londres en 1891: London Inn. Al principio todo pareció ir viento en popa y en el poco tiempo que tenían, Elizabeth aprendió a tocar el piano y cantar a la vez pequeñas canciones que su padre componía para ella. La verdad es que había heredado el talento de su madre y no tardó mucho en ser capaz de hacer pequeñas interpretaciones junto a su padre en el hostal. Pero después de seis años el número de huéspedes era cada vez menor y el negocio se fue a pique. Y no solo fue eso. Una terrible enfermedad se presentó de repente y su madre cayó gravemente enferma. Estuvo durante siete infernales meses en cama y un lluvioso 21 de noviembre murió. A partir de entonces su padre nunca volvió a ser el mismo. Los primeros años intentó luchar con todas sus fuerzas por sacar a su hija y protegerla. Pero al final la bebida le hizo renunciar a todo a pesar de las súplicas de su pequeña que ya se había convertido en una mujer. Ésta intentó mantener el negocio pero como no tenía apenas dinero para abrir otro decidió hacer publicidad del que tenía; pues esa fue la última voluntad de su padre. Y con mucho esfuerzo logró recuperar el hostal.
Ésta es la historia de la pequeña Elizabeth.
Aquella noche lluviosa la chica de veinte años acariciaba las teclas de su piano como recordando una vieja melodía. Se sentó en el taburete y como llevada por un hilo de seda se dispuso a tocarla. Las manos eran independientes de su cerebro y viajaban solas por aquel teclado bicolor. Entonces comenzó a cantar con la voz más dulce que se pueda imaginar evocando aquellos tiernos momentos en los que su padre y ella olvidaban su desgracia para unirse a través de la música con él pues aún lo sentía junto a ella. Una lágrima resbaló por su mejilla y entonces dejó de tocar bruscamente, respirando entrecortadamente.
- Por favor no pares. Es un gran alivio escuchar algo tan hermoso estos días.- Una voz masculina la sobresaltó.
Elizabeth se giró para ver quien había entrado tan furtivamente en su posada y se levantó. El hombre se hallaba entre las sombras; ya que la única luz que iluminaba la sala era una pequeña lámpara situada a un lado del piano. Se secó precipitadamente las lágrimas y trató de templar su voz:
- Perdone no le he oído entrar. No acostumbro a recibir huéspedes a estas horas de la noche.- La chica se había quedado de pie junto al piano incapaz de moverse a causa del susto. Sin embargo el hombre era capaz de ver a la chica perfectamente. Tenía el pelo castaño claro que a la luz de la pequeña lámpara desprendía destellos dorados. Su cara preciosa y dulce que se escondía en la semipenumbra a causa de la luz que quedaba detrás de ella, contrastaba con aquellos despiertos ojos verdes.
- Perdona, no era mi intención asustarte. Acabo de llegar a Londres en el último tren desde Mackleton y cómo estaba lloviendo a raudales me dirigí al sitio más cercano. Al oír ráfagas de música que procedían del único lugar en el que había una luz encendida no dudé en pasar. Me preguntaba si no le importaría brindarme una pequeña habitación, que sin duda pagaré, para alojarme dos o tres días.
- Claro. Permítame que vaya a por el libro de inscripciones.
Su esbelta figura envuelta en un traje algo raído y amplio y una bata se dirigía con paso decidido hacia detrás de la barra- mostrador. Se agachó para coger el libro y al incorporarse alzó una mano para tirar de la cadenilla que encendía una pequeña lámpara de dormitorio adornada con una tulipa a juego con el resto de la decoración. Cuando la luz iluminó aquel acogedor espacio, una hermosa melodía inundaba la estancia. Aquel hombre lograba arrancar sonidos llenos de pasión a aquel viejo instrumento. Elisabeth escrutaba sus movimientos sin poder apartar la mirada y una sutil sonrisa apareció en sus labios. Cuando terminó, la chica seguía sin poder apartar la mirada y sólo pudo decir:
- La ha compuesto usted, estoy segura.
- Podría ser. ¿Le ha gustado?- El hombre se había levantado y se dirigía lentamente hacia el mostrador.
- La verdad, no tengo palabras para describir lo hermoso que ha sido. Hacía tiempo que no oía nada parecido.- La chica miraba hacia el suelo buscando las palabras adecuadas.- Gracias.- Al fin logró mirarle y lo vio situado ante ella y completamente visible. La chica se sobresaltó pero dijo:
- Es la segunda vez que aparece inesperadamente logrando asustarme, señor.
Y enseguida bajó la mirada como intentando no estropearlo todo. Mientras le había dicho aquello le había mirado fijamente a los ojos y había notado en ellos un sentimiento que la había intimado.
- Ruego que me perdone señorita.- se disculpó cortésmente.
Ella seguía con la mirada baja e hizo un gesto de asentimiento. Aquel tratamiento de usted le había decepcionado.
- ¿Me dice su nombre, por favor?
- Jack Bardsley.
- De acuerdo, Jack, - dijo volviendo a mirarle. Aquellos ojos azules y penetrantes volvieron a intimidarla pero siguió adelante, - quizás prefiere que le hable de tú.
- Sí, te lo pido. Me sentiría mucho más cómodo. Además no me siento tan mayor, ¿sabes?
Elizabeth esbozó una pequeña sonrisa que relajó la situación.
- Firma aquí – le señaló con el dedo. Mientras él firmaba, ella aprovechó para lanzarle una mirada. A pesar de que parecía agotado, era un hombre realmente muy atractivo y elegante.
- Estás empapado. Deberías quitarte esa ropa. Voy a traerte unos pantalones y una camisa.
Y desapareció metiéndose en una especie de despensa.
- Antes dime cuanto te debo.- pidió Jack.
- No te preocupes ya me lo darás mañana. Ahora siéntate. –Su voz sonaba distante pero al momento volvió a ser audible a la perfección. Llevaba consigo unas ropas, una gran toalla y una manta. Se acercó a él y sintió un escalofrío pero continuó. Le secó la cara y el pelo y le indicó donde se podía cambiar.
- Te lo agradezco.- dijo el hombre con voz cansada y la miró agradecido. Se dio la vuelta y se metió en un baño. Al cabo de unos minutos salió como nuevo y encontró en la mesa una cena suculenta.
- No deberías ser tan espléndida conmigo.- le aconsejó.
- ¿Por qué no?- preguntó incrédula.
- Porque aún no me conoces.
- Te conozco lo que me ha dado tiempo en veinte minutos... Y además... Para ofrecerte algo de comer y de beber después de un largo viaje es suficiente al menos por hoy. Y si no lo crees así permíteme conocerte un poco mejor. A ver... Por ejemplo... ¿De dónde eres? ¿A qué te dedicas? ¿Cuántos años tienes? ¿Estás..? Bueno, en fin, ya sabes... ¿Estás componiendo algo nuevo?- dijo al fin triunfante y con una sonrisa.
El hombre se rió encantadoramente y se dispuso a beber un sorbo de sopa. Entonces empezó:
- Bien. Mi nombre es Jack Bardsley, soy de Birmingham, soy escritor y no tengo trabajo estable. Viajo buscando sitios nuevos y tranquilos que me inspiren para escribir... Tengo 34 años y no, no estoy componiendo nada nuevo... Aunque creo que ahora podría.
- Buena respuesta. Hmmm... Creo que te dejaré cenar a tu ritmo.- Parecía que a la chica le costaba dirigirse a él como se dirigiría a un amigo de toda la vida y además le daba apuro que el hombre no pudiera disfrutar de su cena, - Cuando hayas terminado no es necesario que recojas nada. Aquí tienes la llave de tu habitación. Es la número tres. Está en la segunda planta, subiendo por aquellas escaleras y ya está preparada. Espero que te agrade la cena y el alojamiento. Bueno... Me despido; hasta mañana pues.
- Hasta mañana y gracias.
Elizabeth se dirigió a su cuarto de la primera planta y él la vio alejarse en la oscuridad.
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A la mañana siguiente Elizabeth se encontraba sirviendo el desayuno a todos sus huéspedes que se habían congregado en el salón principal ahora iluminado por el sol de una espléndida mañana. Se trataba de una sala espaciosa rectangular con paredes de piedra y techumbre de madera, con pequeñas mesas desperdigadas y sus respectivas sillas, un mostrador que daba a una pequeña cocina de la que salía un aroma embriagador, un cuarto de baño modesto pero completo, un piano que pasaría por una preciosa antigüedad. En la segunda planta se encontraban todas las habitaciones, modestas pero acogedoras.
La chica alzaba de vez en cuando ansiosas miradas hacia las escaleras que conducían a la planta superior para ver si Jack aparecía y se descubrió pensando en él; lo cuál pareció incomodarla bastante pues hasta aquel momento no había sentido nada igual por nadie; ya que desde que falleció su padre se sumió en la tristeza y sus pensamientos se centraban únicamente en la posada y su música. Sin embargo aquel hombre había conseguido adentrarse en sus pensamientos.
Absorta, la joven derramó la leche que estaba apunto de servirle al viejo Tom, cliente habitual dedicado durante toda su vida al arte y en especial a la pintura. De hecho a Elizabeth le encantaba admirar los dibujos que llevaba siempre en un pequeño y raído maletín e incluso alguna vez llegó a imitarlos. La verdad es que a la chica se le daba bastante bien la pintura a pesar de que ella se empeñaba en creer lo contrario y por ello no lo practicaba lo suficiente. Aún así guardaba en un baúl que tenía en su habitación algunas de los dibujos que más le gustaban y que de vez en cuando sacaba a la luz para recordar tiempos mejores.
El viejo Tom ni se enteró de lo ocurrido, pero Elizabeth sí y se apresuró a limpiar aquel estropicio y se disculpó. El viejo la tranquilizó.
Entonces la chica pudo oír el eco de unos pasos que bajaban por la escalera. Cerró los ojos fuertemente y suplicó que fuera él. Sin embargo sus esperanzas se desparramaron pues era el matrimonio Heidelberg, una joven pareja que esperaba poder coger un tren hacia Bristol.
Así fue pasando toda la mañana y toda la tarde. Jack no aparecía y Elizabeth se impacientaba. Pensó que quizá habría salido a buscar algo o a dar un paseo por la aldea. Incluso llegó a pensar que se podría haber escapado de la posada sin haber pagado y con aquellas ropas nuevas... Pero ¡Tendría que haberlo visto u oído de alguna manera! El caso era que el simple hecho de pensarlo la disgustaba enormemente y prefirió la primera alternativa.
De esta manera llegó la noche y Elizabeth no aguantaba más. Subió a la habitación de Jack y llamó a la puerta.
- ¿Jack? ¿Estás ahí?
Al no oír nada se dispuso a entrar; pues, aunque sabía que estaba prohibido entrar sin el consentimiento del huésped en horario indebido, el caso lo requería. Cogió la llave correspondiente y la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido y nada más ver a Jack en la cama sudando, Elizabeth se apresuró hacia él.
- Jack... Estoy aquí, tranquilo... - le dijo dulcemente agarrándole la mano y pasando suavemente su otra mano por la frente ardiendo del joven, mientras intentaba pensar en una solución.
- Voy a ver si alguien de aquí sabe algo de medicina y sino buscaré a un doctor como sea. Tranquilo Jack... Ahora mismo vengo.- La chica esperó a que respondiera o hiciera algún gesto afirmativo con la cabeza, y cuando éste lo hizo se apresuró y salió de la habitación.
Bajó las escaleras lo más rápido que le permitían sus piernas y llegó al salón principal diciendo a voz en grito:
- ¿Alguien de aquí tiene nociones de medicina?
Los allí presentes murmuraban y la miraban algo desconcertados por aquella repentina actitud tan poco habitual en aquella chica tan callada. Ella los apremió con la mirada pero ninguno parecía querer ayudarla. En ese momento se le cayó el alma a los pies. Se fue rápidamente al mostrador y se agachó buscando una pequeña guía en la que aparecían las direcciones más importantes y que siempre debían tenerse a mano si ocurría algo. Allí encontró lo que buscaba:
Doctor Charles Rickman Nº3 Fishponds Street...
No podía retrasarse mucho. Las fiebres podían conllevar otros síntomas desagradables y eran la manifestación de una enfermedad que en aquellos días podía terminar con la vida de una persona. Como le ocurrió a su madre... No podía permitirlo.
- Señora Heidelberg, por favor, suba a la habitación número tres y vigile al enfermo. Póngale un trapo mojado sobre la frente para que le baje un poco la fiebre. Por favor se lo pido...
La mujer asintió y miró a su marido, quien dijo que la acompañaría. Elisabeth se lo agradeció enormemente y sin pensárselo dos veces, la muchacha se puso su capa y se adentró en la fría noche. Conocía aquella aldea a la perfección y la calle donde se encontraba la casa del doctor le era muy familiar porque cerca de ella había un pequeño parque al que su padre la solía llevar. Así que no tuvo mayor dificultad en llegar hasta allí. Una vez hubo comprobado la dirección de la calle, llamó decididamente a la casa del doctor. Tras una corta espera una mujer apareció tras la puerta.
- Buenas noches. Necesito ver al doctor Rickman. Es urgente.- dijo entrecortadamente a causa del frío.
La mujer la examinó durante unos segundos. Al cabo de un rato, el que le pareció necesario a la mujer, le dijo a la joven con un tono un tanto despreciativo y como si estuviera recitando una oración que se sabía de memoria:
- El señor Rickman fue llamado a Londres para una asamblea de médicos y no vendrá hasta el viernes. Su suplente estará aquí seguramente mañana por la noche. Si desea dejarle algún mensaje...
- No, no... ¿Sabe de algún otro médico por aquí cerca?- imploró Elizabeth.
- ¿Cómo de urgente es?- inquirió la mujer arqueando las cejas.
- Si no fuera tan urgente no estaría aquí pasando frío implorando para sanar a un amigo.- Respondió la muchacha mirando a la mujer fijamente. Lo que hizo que ésta se compadeciera de ella y respondiera:
- Pregunte por el señor Driscoll. Es un hombre retirado que ejerció de médico muchos años pero hace otros tantos que lo dejó para dedicarse a la literatura. Es muy buen amigo del doctor Rickman. Creo que su dirección es Albert Hill nº 6, aunque no estoy muy segura. Si no me equivoco está cerca de la panadería.
- Gracias- contestó la chiquilla y se dio la vuelta.
Ya había empezado a llover cuando Elisabeth llegó a aquella modesta mansión cuya entrada estaba flanqueada por dos sauces centenarios. La chica llamó a la puerta que poseía una formidable aldaba que representaba a una serpiente enroscada. Al poco tiempo una mujer abrió la puerta. Tenía aspecto de ser muy amable con aquellas mejillas sonrosadas, unos pequeños ojos azules escondidos tras unas gafas de media luna y el pelo grisáceo y ondulado recogido en un moño bajo. Llevaba un vestido verde botella que se amoldaba a su ancha figura y una bata de un color parecido.
Aquel presentimiento se manifestó en cuanto la mujer interrumpió los pensamientos de la joven que aguardaba empapada en el umbral de la casa.
- Oh... Querida pasa, pasa... No te quedes ahí fuera o cogerás un resfriado.
Elizabeth asintió y dando las gracias entró en aquella casa.
- Espera aquí por favor, querida. Siéntate mientras yo voy a por unas toallas y una manta y a prepararte un caldo bien calentito que buena falta te hace. –Dijo la mujer tan amablemente que Elizabeth no pudo oponerse. La verdad es que se sentía algo cansada.
Una vez allí dentro quedó asombrada ante aquella sobria elegancia. Se encontraba en una estancia amplia que seguramente sería el salón de visitas del doctor. Al fondo de la sala había una chimenea en cuyo interior el fuego crepitaba consumiendo los leños que había debajo y junto a ella una silla y un sillón. En el centro se encontraba una mesa con la superficie de mármol negro y dos sillas enfrentadas. Había un gran ventanal oculto tras unas grandiosas cortinas de color verde.
De pronto recordó a Jack y le inundó un sentimiento de culpabilidad. ¿Y si le pasaba algo mientras ella estaba ahí descuidando su negocio y gozando de la amabilidad de aquella mujer? Y entonces se levantó con intención de encontrar a la mujer. Comenzó a andar hacia donde creía que provenían los ruidos y pasó por otra sala igual de magnífica que la anterior. Elizabeth no recordaba haber estado nunca en una casa tan grande.
Por fin llegó a donde se encontraba la mujer. Llevaba dos toallas echadas sobre el hombro; pues sus brazos estaban ocupados por una aparatosa manta y una bandeja de plata vieja sobre la que una taza de porcelana hacía equilibrios. La presencia de Elisabeth la sobresaltó y casi se le cayó la bandeja.
- Querida deberías de estar en el salón de invitados... Todavía estás algo mojada.
- No quería molestarla señora... - la interrumpió Elisabeth.
- Señora Ningham, querida. Y no te preocupes porque no eres ningún estorbo. Ya sé que tu deseo es ver al señor de la casa. Pero antes de eso bébete el caldo que te he preparado. Está muy rico y te sentará muy bien. Creo que sabes que el señor se retiró hace bastante tiempo de la Medicina y ahora se dedica a sus libros. Últimamente está obsesionado con sus memorias y se pasa horas y horas delante de unas hojas en blanco pensando en cómo adornar su aburrida vida.- La señora Ningham terminó con una sonrisa de amabilidad y ternura en sus labios.
Elisabeth se bebió aquel líquido tan reconfortante junto a la chimenea y enseguida la mujer fue a buscar a aquel hombre tan obsesionado. Al cabo de un rato oyó pisadas que procedían de la planta superior y que bajaban poco a poco aquella magnífica escalera. La muchacha se puso en pie al ver a aquel hombre tan respetable con su barba bien cuidada y blanquecina, sus gafas gruesas y el reloj que le colgaba de uno de los bolsillos de aquel traje negro e impecable.
- Buenas noches. ¿Puedo ayudarla en algo? Mi ama de llaves me ha comentado que quería verme a pesar de la hora intempestiva a la que usted requiere mis servicios. Sepa que estoy retirado.- Dijo el señor Driscoll con voz profunda y cara de pocos amigos. Miraba a la chiquilla con ojos penetrantes. Ésta quizá un poco asustada trató de reunir el valor necesario para convencerle de que necesitaba su ayuda.
- Señor Driscoll. Mi nombre es Elisabeth Burnett. Soy la dueña de la posada London Inn. Estoy aquí porque en casa del doctor Rickman me dieron su dirección; ya que éste se encontraba fuera, en una asamblea o algo así en Londres. Señor necesito su ayuda. Usted es el único que puede ayudarme en este momento. Mi... Mi amigo está enfermo. Al caer la noche fui a verle, ya que me extrañó su ausencia durante el día, y estaba sufriendo a causa de la fiebre. Temblaba mucho y apenas me oía. Me asusté mucho.- Dijo con la voz entrecortada. Sin embargo aquello no le bastó al hombre.
- Le repito que ya no trabajo. No entiendo por qué está usted aquí sabiendo que yo no voy a poder ayudarla. Está perdiendo su tiempo y yo el mío así que si me disculpa...
El doctor hizo ademán de irse pero la voz de Elisabeth quebró aquel silencio incómodo:
- ¡¡Es un gran escritor y músico!!
Silencio.
- Por favor se lo pido...
El estado de la joven debió de serle suficiente al doctor, o quizá la horrible y aburrida perspectiva de estarse toda la noche pegado a sus hojas pensando en cómo comenzar sus memorias le bastó para ponerse su capa y su sombrero para acompañar a Elisabeth.
El señor Driscoll le dijo a la señora Ningham que no le esperara y que se fuera a dormir. Asimismo la joven le agradeció a la mujer todo lo que había hecho por ella y la invitó a pasar algunos días, sin tener que cocinar ni limpiar, en su posada.
El hombre cogió un maletín y llevó a Elisabeth a la parte de atrás de la mansión donde reposaban los caballos.
- ¿Sabe usted montar a caballo, Elisabeth?- preguntó en un tono más afable como queriendo tranquilizar a la chica.
- Mi padre me enseñó cuando era pequeña. Pero ahora... No sé si me atrevo... - respondió la joven acariciando la cabeza de uno de los corceles.
- Pues se atreverá. Yo iré a su lado- dijo optimista el señor Driscoll para animar a la muchacha, mientras ensillaba dos caballos tan negros como la propia noche.
Y juntos cabalgaron hacia la posada donde Jack estaba siendo ayudado por el matrimonio Heidelberg sin muchos resultados.
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- ¿Cuál es el diagnóstico? ¿Se pondrá bien? ¿Puedo ayudar en algo, señor Driscoll?- preguntó Elisabeth sin poder disimular aquel deje de desesperación y nerviosismo en su voz, después del reconocimiento; durante el cual la muchacha había estado algo intranquila.
- Tranquila Elisabeth. Ven conmigo. Fuera te explicaré lo que debes hacer.- Dijo el hombre guiando suavemente a la chica hasta la entrada de la posada en la que había un pequeño y modesto jardincillo y una fuentecilla.
Mientras caminaban el doctor se dirigió a la fuente sin decir palabra pues se había percatado de la tensión de la chica y por eso quería saber qué palabras le diría y se sentó.
- Elisabeth... Jack es un hombre fuerte. Superará sin demasiados problemas estas fiebres. Lo que necesita es tranquilidad y reposo, friegas de romero y tomar esa disolución a lo largo del día a pequeños sorbos. Ya la he preparado y la he dejado en su habitación. Y tú también necesitas tranquilizarte. Es... Es ese hombre tan importante para ti... – preguntó dispuesto a escuchar la respuesta propia de una jovencilla enamorada.
- Señor Driscoll... No sé porqué me importa tanto y tampoco sé si usted podría llegar a creerme pero... He perdido a todas aquellas personas que han significado algo en mi vida y... Simplemente no le quiero perder a él. Me hizo sonreír cuando la oscuridad y la tristeza me inundaban. Me cautivó primero con su música, luego con sus palabras y por último con sus ojos sinceros. Si se fuera creo que no volvería a ser la misma.
Durante un eterno momento se miraron como padre e hija y la chica vio en sus ojos la fuerza y el optimismo que necesitaba para tener esperanza. Lo que le empujó a decir:
- Además... Todavía no me ha pagado la estancia.
Y los dos rieron y se fundieron en un cariñoso abrazo.
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Los días pasaron y Elisabeth tuvo que seguir al frente de la posada; lo que no le impidió cuidar a Jack en sus ratos libres. Cada día subía a darle sus mejunjes y aquellos eran los ratos más entretenidos del día. Jack iba recuperándose y eso les permitía contarse alguna que otra batallita, malos y buenos recuerdos, pequeñas aventuras, deseos...
Y poco a poco se fueron conociendo el uno al otro. Elisabeth le trasladó a una pequeña habitación con unas vistas preciosas porque Jack le había dicho que quería escribir de nuevo. La chica, a pesar del cansancio, disfrutaba de la compañía de Jack, aunque solo fuese como buenísimos amigos y además Jack iba recuperando la movilidad en las piernas atrofiadas por haber permanecido tanto tiempo en cama; lo que les permitió salir algunos días al jardín a pasear lentamente cuando había menos gente en la posada.
Una noche Elisabeth fue a su habitación y tras ponerse el camisón y cepillarse el pelo, se dispuso a meterse en la cama y cuando tiró de las sábanas descubrió una nota.
“Mira debajo de la cama”
Así lo hizo y al descubrir lo que había, cogió el paquete con una sonrisa en la cara, se sentó en la cama y lo abrió. Descubrió la historia de cómo se conocieron escrita por Jack y los sentimientos que Elisabeth había despertado en él. Durante la lectura se sintió feliz y aliviada. Cuando terminó de leer vio que aún había algo más. Pero qué podía ser... A la chica le empezaban a sudar las manos. Entonces una melodía comenzó a sonar procedente del piano que había en la sala contigua a la suya, pues su habitación se encontraba en el primer piso de la posada, al tiempo que ella descubría una partitura cuya canción coincidía con la melodía del piano. Elisabeth salió de su habitación y allí estaba Jack tocando sólo para ella.
La joven se aproximó al piano y se sentó junto a él. Y como recordando su niñez se dispuso a improvisar un hermoso acompañamiento para el tema principal.
Tocaban con tal pasión que los huéspedes no pudieron evitar salir a hurtadillas de sus habitaciones para presenciar aquel precioso e irrepetible momento.
Cuando terminaron, Elisabeth y Jack se quedaron sentados, mirando las teclas y sin saber qué decir. Poco a poco, Jack fue rozando la mano de la muchacha. Elisabeth levantó la mirada y luego la dirigió a él y simplemente susurró:
- Gracias Jack
- No tienes que agradecerme nada. Soy yo el que debe darte las gracias por haberme salvado y por haber olvidado mi deuda económica contigo.- Dijo con una sonrisa y las cejas suavemente arqueadas.
- Aún no la he olvidado.- Respondió Elisabeth rápida y desafiante, como saliendo de aquel sueño. Pero al ver la cara de desconcierto de su amigo se echó a reír. Y después de las risas les sobrevino de nuevo el pánico ante aquella situación tan deseada pero a la vez enormemente incómoda por la falta de palabras. Pero Elisabeth no aguantó más y sin pensarlo hizo lo que tanto había deseado. Miró de nuevo a Jack y con su mano derecha le obligó suavemente a mirarla. Lentamente se fue acercando a él mirándole a los ojos. Cada vez sentía su respiración más agitada. Y al fin sus labios se encontraron.
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