El sábado pasado me pasó algo increíble. Todos los integrantes del club de Ajedrez fuimos a un torneo que se celebraba en el Retiro. Una vez allí, un perro labrador precioso se acercó a mí y me olfateó. Yo le acaricié. Su pelaje era muy suave y me quedé con algunos pelos entre los dedos. Para quitármelos me sacudí en la ropa y fue entonces cuando me di cuenta de lo suave que era la textura de mi camiseta. Entramos en la sala y nos sentaron con nuestros respectivos contrincantes. Me dirigí hacia mi mesa y allí, sentado con la mirada fija en ninguna parte y una sonrisa en los labios, se encontraba el que sería mi contrincante: un hombre no muy mayor, de pelo castaño y cara redonda. Yo le saludé. Él me devolvió el saludo con aquella sonrisa agradable que se dibujaba fácilmente en su rostro; pero no me miró. Me senté. Deslicé una mano temblorosa por el tablero, saboreando su lisa superficie y coloqué las piezas; me sentía como un rey insuflando valor en los corazones de sus caballeros antes de la batalla. Cuando terminé me quedé esperando para ver si movía él. Pero no hizo nada. Yo me sentía un poco incómoda. Como es mi costumbre comencé a mirarme las manos; de ahí mi mirada se posó en el tablero y luego en un tablero más pequeño que había al lado. Estaba agujereado. Pensé que era un nuevo modelo para campeonatos y no le di más importancia. Entonces se me ocurrió decir: ¿Empezamos ya? El hombre se sobresaltó y dije apresuradamente: ¿Si le parece bien? Y él respondió: Sí, sí, claro... Vi cómo bajaba su mano hasta el tablero agujereado, tanteaba las piezas y sin ninguna vacilación movió el peón de dama a su correspondiente casilla y lo encajó perfectamente. ¡Así que era eso! Era ciego. Aquella situación era totalmente desconocida para mí y aunque me chocó mucho intenté actuar con normalidad. La partida se desarrolló como cualquier otra. De repente, noté algo que me rozaba las piernas. Miré hacia abajo y reconocí al perro labrador de antes, estaba justo debajo de su dueño y empujaba una silla contra mí. Creo que era para distraerme y no sé si fue por eso; pero, efectivamente, perdí la partida (era de esperar). Al finalizar la partida le di la mano y le felicité. Me levanté y me fui. Mientras caminaba me di la vuelta y vi que aquél ciego manifestaba su victoria acariciando suave y cariñosamente al perro. Sonreí para mis adentros y pensé en lo admirable que es vivir sin el sentido de la vista del que tan poco prescindimos y ver la vida desde una oscuridad que no es tan profunda y que tiene otras pinceladas de color, otros matices y otras muchas sensaciones.
Llegué a mi casa e intenté hacer cosas con los ojos cerrados. Descubrí que al principio cuesta adaptarse a ello; pero al final te acabas acostumbrando y aprendes a valorar las cosas de otra manera.
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