Sábado por la mañana.
Desperté sobresaltada de una terrible pesadilla. Mi corazón palpitaba a una velocidad increíble y notaba un sudor frío en la frente. Soñé que me habían arrancado los ojos y mi mundo había ido oscureciendo poco a poco. Rápidamente me llevé las manos a los ojos como si se tratara de un acto reflejo. ¡Qué alivio! Noté su presencia bajo mis párpados. Abrí los ojos. Todo estaba oscuro. ¡Qué raro! No sería mucho antes de las nueve, y no recordaba haber bajado la persiana...
Me incorporé. A tientas busqué mis gafas, como de costumbre. Me las puse y dirigí mi mano hacia el interruptor de la luz. Lo pulsé pero todo seguía oscuro. “¡Bueno!”, dije, “¡Ahora se ha ido la luz!”
Me levanté. Busqué el pomo de la puerta entre tropezones y golpes. Al fin lo encontré. Abrí la puerta. Todo seguía oscuro. Angustiada llamé a mis padres. Nadie respondió. “Estarán comprando”, pensé. Fui hacia el salón. El pasillo me pareció que duraba una eternidad. Y nunca me había percatado de lo frías que estaban las paredes. Llegué por fin. No había ni un ápice de luz y me extrañó porque desde la terraza se ven las farolas de la calle. Volví a pulsar el interruptor pero nada cambió. Fui hacia la terraza y mi cara quedó estampada en el frío cristal. “¡No puede ser!”, pensé, “aunque estuviera oscuro siempre podría distinguir la silueta de las cosas”. Di unos pasos hacia atrás y me caí. Había tropezado con el taburete del piano y al caer me agarré a lo primero que pillé. Golpeé con la mano derecha las teclas del piano haciendo sonar un estruendoso y disonante acorde. ¡Oh, no! ¡Cómo podía ser tan patosa! Maldije por lo bajo. Tenía la espalda dolorida y el golpe debía de haber sido fuerte porque oí a un lado la voz asustada de mi hermana pequeña: “¡¿Qué pasa Ana?! ¿Estás bien?”
“Sí, sí”, respondí malhumorada.
“¡Vale, vale, perdona!”, respondió mi hermana algo dolida.
“¿Quieres encender la luz?”, pregunté intentando suavizar la voz.
“¿Para qué?!” me respondió. Me quedé sorprendida.
“Hombre Cristina, creo que está claro, ¿no?”
“¿Cómo?”
“¡Déjate de rollos y enciende la luz!, pregunté perdiendo el control.
“¿Pero para qué si es de día?”, exclamó casi riendo.
“¿Me estás tomando el pelo?”
“No”, me dijo muy seria.
“Y entonces, ¿por qué no veo nada?
“¿Cómo que no ves nada?”
“Como que no veo”.
Se hizo un silencio incómodo. Luego nos empezamos a reír y cuando aquello dejó de tener gracia, mi risa se tornó en llanto interno y lágrimas silenciosas. No soportaba aquello. ¿Qué me estaba ocurriendo? El dolor de la espalda me hizo reaccionar. Notaba la presencia de mi hermana, pero me sentía sola e indefensa en un mundo que era totalmente desconocido para mí. Mi hermana estaba alterada y confusa, casi lloraba. Intenté controlarme para no disgustarla y la mentí. “¡Cris, que es una broma!”
Fue lo más estúpido que podía haber hecho; pero no se me ocurría nada mejor. Nunca la había visto tan preocupada. Supongo que por su mente pasarían miles de cosas y pensamientos. Traté de dramatizar exageradamente la escena; para que ella misma se riera o hiciera algo que me permitiera tener algo de ventaja y buscar una solución. Entonces, y aunque no fue lo mejor, se fue a la cocina enfadada por mi ridícula actuación. Eso, a pesar de todo, me alivió un poco, porque ahora no me veía en la necesidad de fingir. Pero ahora si que me sentía sola y perdida. La mentira me ayudaba. Me calmé y como siempre hago cuando estoy enfadada o triste, me puse a tocar el piano. Me sabía la partitura de memoria, por lo que recordar las notas no supondría un obstáculo. Poco a poco y con suavidad fui acercando mis manos al teclado. Realmente estaba desorientada y eso me aturdió un poco. Sin embargo, intenté localizar el do central. Su sonido es fácilmente reconocible. Y a partir de ahí me coloqué en posición para empezar. Noté cómo mis manos se deslizaban solas por esa alfombra dicromática... Por fin un rato de tranquilidad. La música me absorbió por completo... Pasamos a formar un solo universo y todo era perfecto. Me escocían los ojos de llorar y decidí no pensar... Todavía podía recordar la posición de los objetos en mi casa. Eso me tranquilizó aún más. No sentía nada. De repente, mis dedos se bloquearon. No conseguía dar la nota siguiente. Tardé un buen rato en encontrarla y perdí por completo el hilo de la obra. Me enfadé y golpeé el piano, descargando toda mi frustración sobre él. Volví a llorar. Acudí a Dios pero no le encontré o quizá no quise encontrarle. Yo seguía allí sola. No me quedaban más lágrimas, ni tampoco fuerzas para llorar. Resignada, intenté calmarme. Me levanté. Me apoyé en la suave textura de la tela del sofá. Me senté y con una voz ronca y ahogada; que intenté en vano disfrazar; pedí a mi hermana que me trajera el discman porque yo no sabía dónde estaba. Ella accedió. Lo cogí con cuidado. Noté sus botones y el cable de los auriculares. Lo seguí hasta sus extremos y me los coloqué en los oídos. Recordaba la posición de cada uno de los botones o por lo menos de los más imprescindibles. Lo puse en marcha. De nuevo se creó ese magnífico universo entre la música y yo. Cerré los párpados doloridos. Subí los pies al sofá y me di con lo que parecía ser un pico de la cubierta de un libro. Lo cogí. No era un libro. Supuse que era un cuaderno cuando palpé las anillas. De ellas sobresalía un lápiz encajado. Lo cogí. Abrí el cuaderno. Noté la suave superficie de las hojas. La música sonaba en mis oídos. Cogí el lápiz y lo empecé a deslizar por la hoja al ritmo de la música. Y creé dibujos que sólo podía descifrar mi imaginación y me sentí feliz dentro de lo posible. Me pesaban los párpados... Poco a poco caí rendida al siempre suave regazo del sueño...
Algo me zarandeaba... Era mi madre. Abrí los ojos y por fin lo vi todo. Aquella sensación de haber nacido de nuevo era increíble. Me levanté de un brinco y de mis manos cayeron un lápiz y un cuaderno. Recordé. Lo cogí, le di la vuelta y vi unos garabatos que se asemejaban a una flor y unas palabras que decían: “Es sólo un sueño”. Y empecé a reír.
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