“Hola papi.
Nada ha cambiado en el pueblo desde que te fuiste.
Los viejos del pueblo todavía me llaman “El milagro de Dios”.
Puede que en cierta medida tengan algo de razón pero yo no me considero tan especial.
Sólo yo sé que tú fuiste mi verdadero ángel de la guardia aquel día. ¿Lo recuerdas?
Yo sí. Demasiado intensamente. Tanto que aún sueño con ello. Es mi pesadilla constante. Incluso despierta oigo tu agonía. Todo está demasiado bien grabado en mi mente…
Habíamos salido a pescar en “La trucha” con tu colega Fernando. ¿Recuerdas aquella embarcación tan cutre que te había regalado el tío Emiliano? Dios mío era horrible. Pero a pesar de todo era acogedora. Además lo único que importaba era que estábamos los dos. Tú y yo. Como los piratas de las historias que me contabas de pequeña antes de ir a dormir aquellas frías noches de invierno que predecían tu marcha a alta mar.
Siempre quise ser uno de ellos. Notar el gélido viento salado remover mi pelo y pegarse a mi piel. Y por delante todo un océano por explorar. Solos tú y yo. Padre e hija. Maestro y aprendiz.
Aquella mañana todo era perfecto a pesar de que sabía que a la mañana siguiente te irías de nuevo a arriesgar tu vida persiguiendo a aquellos condenados bancos de peces.
Sin embargo, no podía permitir que ese tipo de pensamientos me abrumara. Quería estar contenta y contagiarte con mi alegría.
Pasamos una mañana estupenda. Mientras Fernando hacía la comida tú me contabas esa leyenda que tanto te gustaba sobre el monstruo gigante de escamas de oro y que por eso todas las noches salías a intentar cazarlo, para poder comprarme esa muñeca que se me había antojado y regalarle a mamá un anillo con nuestros nombres grabados.
Eso te hacía grande, papá.
Si te tuviera aquí te abrazaría como nunca. Pero sé que eso no es posible. Ya no. Y me arrepiento. Te echo de menos. He crecido, he madurado y he aprendido a recordarte con una sonrisa. Ya no lloro. Pero cada día me levanto con impotencia por no haber sido capaz de salvarte. Maldita tormenta.
Todo empezó a eso de las nueve de la noche. Las nubes que se habían formado comenzaron a descargar toneladas de agua. Los aparatos no habían predicho aquella tormenta.
El viento empezó a rugir sin piedad levantando olas que chocaban violentamente contra nuestra embarcación y nos hacía tambalearnos peligrosamente por la cubierta. Se me revolvieron las tripas al instante y no pude evitar echarlo todo allí mismo.
Entonces tú te apresuraste a darme aquella pastilla que me tomaba siempre que me inundaban las náuseas y temiendo por mi salud me llevaste a la cabina. El calorcito me dio la bienvenida.
El mareo no parecía remitir pero me permitía atisbar vuestras figuras en la oscuridad de la noche llevando cubos de agua para achicar el agua que empezaba a inundarlo todo.
Entonces haciendo todo el acopio de valor que pude salí a la cubierta y me abofeteó el viento gélido que rugía con gran fuerza. Tenía que ayudarte. Fue estúpido, ya lo sé. Pero no podía permitir que aquella tormenta lo arruinara todo.
Entonces me agarré fuertemente a las cuerdas y cogí el cubo más cercano.
Las olas nos engullían y el barco se mecía aún más peligrosamente. Fue en una de esas estocadas en las que salí disparada por la borda. Intentaste aferrarte a mi mano pero la humedad lo impidió y caí al agua embravecida.
Al atravesar el agua noté como si se me clavaran miles de dagas afiladas en todo el cuerpo. Noté cómo me iba hundiendo en las profundidades. Estaba desorientada y no era capaz de discernir hacia dónde se encontraba la superficie. Pateé y moví los brazos desesperadamente. Me empezaba a quedar sin aire en los pulmones y el cerebro cada vez funcionaba más lentamente. Tenía todos los miembros aturdidos. El frío era insoportable. Todo mi cuerpo se retorcía y cada una de mis células agonizaba. Tarde o temprano tendría que dar una bocanada para aspirar toda aquella agua si no me quedaba inconsciente primero. ¿Pero por qué aquello no ocurría de una vez? Si tenía que morir ¿por qué no en aquel mismo instante? Rogué a Dios que me llevara con Él pero quizá era demasiado pronto.
Entonces cuando los ojos se me empezaron a cerrar, noté tus fuertes manos que me empujaban hacia la superficie. Me dejé llevar y me sumí en la inconsciencia. Sin embargo, pude oír cómo le gritabas a Fernando que me agarrara y me subiera al bote.
Después sólo oí el silencio.
Al día siguiente, me desperté y no reconocí aquel extraño lugar. Hacía mucho frío y empezaron a castañetearme los dientes. Recorrí el lugar con la mirada, y allí sentada encontré a mamá que había estado llorando toda la noche a juzgar por la hinchazón de sus ojos. Te llamé con todas mis fuerzas y sobresalté a mamá que se lanzó a mis brazos y comenzó a sollozar. Desde ese momento comprendí que te había perdido para siempre.
Y ya ves, aquí estoy hablando contigo como si nada hubiera pasado. Como si el tiempo se hubiera detenido en aquella hermosa mañana de invierno.”
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