sábado, 29 de junio de 2013
El coleccionista.
Nunca había sentido tanta fascinación, tanto amor por nadie como sentía por sus preciosidades. Eran su bien más preciado, más mimado. Cada día, después de levantarse y colocarse su batín de terciopelo, se encerraba en la pequeña sala de trofeos y con el cuidado y el pulso de un cirujano sacaba los tesoros de sus ataúdes cristalinos para contemplarlos extasiado. Siempre del mismo modo, conteniendo la respiración como si su vaho pudiera corroer el material, con la misma parsimonia ceremonial, midiendo cada uno de sus movimientos, deleitándose con cada paso. Al verlas brillar bajo los primeros rayos del alba sentía una emoción difícil de describir que le recorría de pies a cabeza. Sentía una debilidad especial por aquellas obras de arte. Su padre le había inculcado desde niño ese amor por las navajas. Entre su colección se encontraban todo tipo de filos que harían las delicias de cualquier entendido, y él se afanaba en afilarlos y pulirlos cada mañana para conseguir ese brillo frío del acero que tanto placer le producía. Preparaba las piedras de afilar, las bañaba en una esencia de grasa humana que él mismo extraía de los cadáveres de sus víctimas, y durante horas deslizaba las cuchillas hasta ver en ellas su amado reflejo.
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