domingo, 23 de junio de 2013

Coraline

Coraline siempre se había diferenciado de los demás por esa sensibilidad especial que la caracterizaba en todos los sentidos. Parecía vivir en un mundo paralelo y eso a veces la hacía un ser de hielo, distante y fría. Pero su corazón era de una calidez extraordinaria. Y yo la amaba. La amaba con todo mi ser. Me deleitaba adivinándola tras las puertas de su habitación con la mirada perdida en el horizonte después del cristal de su ventana. Sus ojos verdes enmarcados en una palidez etérea y tirabuzones negros como el abismo enroscados en su cuello de cisne. Su boca roja de fresa entonaba las más bellas melodías, sus delicadas manos sanaban cualquier cuerpo ya fuera de bestia o de hombre y daban redención al alma errante y pecadora. El compás de su pecho, sobre el que descansaba la joya que le había entregado cuando éramos niños en señal de mi amor, era el compás de la vida. Vida que ella me daba con cada sonrisa. Amaba a Coraline por encima de todas las cosas y aquella noche le pediría por fin que aceptara ser mi esposa.

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