lunes, 9 de mayo de 2016

Tren al subconsciente.

Una cosa era cierta: si volvía a escuchar ese ruidito una vez más, se arrancaría de cuajo los carísimos injertos capilares que se había financiado con la pensión de viudedad. Llevaba días sin poder dormir y empezaba a sospechar que sin aquellas pastillas, que rebozadas en las colillas de varios días en una típica escena de embriaguez cinematográfica había ahogado en el váter embozándolo, no podría volver a abandonarse a los brazos de Morfeo. Con las córneas enrojecidas, desesperada y enfundada en su bata de franela, su abrigo de piel y sus zapatillas de cuadros escoceses, cogió en brazos a su pequeño Cornelio, un chihuahua narcotizado de ojos desorbitados, y salió de casa rumbo a la estación. Cogería el primer tren con destino al subconsciente. Sí, eso haría. Al fin y al cabo, siempre había podido amodorrarse con el suave traqueteo. No podía resultar muy complicado dormirse en esos cómodos vagones. Era la solución. Dónde despertaría no le importaba. Al menos lo haría descansada y con sus injertos capilares intactos.

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