miércoles, 11 de mayo de 2016
Cruce de miradas.
Hay miradas que no se olvidan, que se clavan y te acompañan durante días obligándote a recordarlas e incluso a buscarles un sentido o dedicarles unas palabras. Y la mirada de esa mujer cambió por completo mi percepción de ella. Por supuesto la conocía, aunque nunca fuimos tan cercanas como hubiésemos esperado dada nuestra relación de parentesco, pero no de la forma en la que la empecé a conocer. Ese día entendí que ya no la miraba con ojos de niña. Nos mirábamos con los ojos de las mujeres. Esos ojos que rebuscan en el alma, se conectan y se entienden sin palabras. Sus párpados y sus ojeras me hablaron de su pasado, nada fácil, y las arruguitas de sus ángulos de un presente cansado y gris. De pronto comprendí muchas cosas de golpe y me pregunté otras tantas. De pronto y de forma fugaz, pude ponerme en su pellejo y lo único que podía pensar era en salir de ahí. ¿Cómo podía resistir tanto? ¿Que la hacía aferrarse a la vida que llevaba? ¿Cómo era capaz de sobrellevar tanta soledad, tanta infelicidad? Me sentí incómoda invadiendo su intimidad de aquella forma. Así que aparté los ojos e hice lo que probablemente haya hecho mucha gente al estar con ella: pensar en otra cosa y quitarle hierro al asunto. Si tuviera valor la miraría de nuevo para decirla, sin palabras, lo que probablemente nadie le haya confesado, que la comprendo.
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