miércoles, 25 de mayo de 2016

Cansada.

A veces su vida parecía componerse de decepciones continuas y no era capaz de hallarles solución. Sentía que sus propias desilusiones la abofeteaban sin piedad, sin temer arañarle la piel, y la acusaban con el dedo riéndose de ella a crueles carcajadas, esperando a caso que respondiera con valentía y decisión y se levantara en armas. Pero lejos de levantarse se quedaba paralizada preguntándose el típico por qué a mí, sintiendo el peso de la soledad más absoluta, la incomprensión y el desamparo de quién no cuenta con una guía que le acompañe a la salida, que le indique los baches del camino y le tienda su mano para evitar que tropiece. Como si a nadie le importara que se marchitase. Estaba cansada. Muy cansada de esperar de la vida lo que no le ofrecía y harta de dar sin recibir a cambio y de que eso se hubiera convertido en la tónica de su existencia. Lo único que lograba aliviarla un poco era transcribir sus miedos, sus preguntas sin respuesta porque de esa manera se daba tiempo para entenderse, para volver a levantarse con el nuevo amanecer.

Dos cobardes.

Vamos di lo que tengas que decir.
Se acerca mi parada y no volveremos a vernos.
Este tren es nuestra oportunidad. ¿No lo ves?
Vamos, dime eso que me han contado tus ojos al cruzarse nuestras pupilas.
No tenemos tiempo. ¿Por qué no dices nada?
¿Por qué has vuelto a perderte en la lectura? ¿Acaso me das por imposible?
No. Me niego. Vamos, dímelo, me bajo aquí. ¿No ves que estoy haciendo el amago de levantarme?
No me dejes escapar. No consientas que te añore cada vez que me suba al vagón.
Por favor. Di algo. Lo que sea.


Todo eso se quedó atrapado en mi boca golpeándome los dientes.
Ninguno nos atrevimos a decir lo que teníamos que habernos dicho. Y así fue cómo nos perdimos, cómo nos diluimos entre la gente.
Fuimos dos cobardes.

Mi primer haiku.

Vamos, dímelo
o pasarán los años
y lloraremos.

El Niño que creció.

Cuenta la leyenda que en la segunda estrella a la derecha, una temible abominación surgió del acto más puro. Un enloquecido Peter Pan, al no ver a la joven Wendy esperándolo tras el cristal, la buscó por todos los rincones y al reconocerla tras un rostro ajado, dolorido y hecho jirones, postrada en la cama y entre estertores, se deshizo su sombra en un llanto ahogado.
Tembloroso y desesperado, descubriendo el miedo en su reflejo, la cubrió con polvo de hadas y tímidos besos y la guió al País de Nunca Jamás temiendo quebrarle los huesos. Le dio de beber del agua de la laguna y las sirenas la mimaron a la luz de la luna.
Peter no entendía nada ni conciliaba el sueño tratando de devolver a Wendy la poca vida que cabía en su cuerpo y a pesar de sus esfuerzos de alquimista, ella no podía morir y tampoco vivir por completo. Peter colérico y desconocido lo cubrió todo con un invierno crudo y descolorido y extenuado se encerró en su casa árbol, se sentía un niño envejecido, mientras Wendy se deshacía en una interminable agonía ahora que su tiempo había vencido. Peter se negaba a devolverla a su hogar, a que muriera y con ella su deseo de volver a verla. Pero decidió que la solución no estaba en el Peter niño por eso se despidió del hada y le juró a Wendy que volvería. Pasaron los años y el niño que jamás crecía vagaba por la Tierra buscando una cura que jamás encontraría. Cansada de esperar, Wendy, entre sus típicos dolores, se embadurnó de polvo de hada, necesario para emprender el largo viaje interestelar, y salió a buscarlo.
Voló y voló y, agotada la magia, descendió suave y torpemente en una parcela de suelo mullido y esponjoso, lleno de hojas caídas de arce rojo. Curiosamente se hallaba en el parque en el que desaparecían los bebés de los carritos en los descuidos de sus nanas, como en su día les ocurrió a los Niños Perdidos. Era reconfortante aspirar de nuevo ese aire tan puro, aunque los pulmones le ardían por el esfuerzo. El agotamiento la hizo buscar un sitio donde poder tomar aliento y recuperarse, pero se temía lo peor. El destino quiso que se encaminara hacia aquel banco. Sentado en él había un viejo cabizbajo que lloraba. Ella le alzó suavemente la barbilla y al ver sus ojos reconoció a su Peter. Al niño le había sorprendido el tiempo. Wendy le puso los dedos en los labios acallando el desosiego que le empezaba a brotar del alma, y tras besarlos se reclinó en su hombro, encontrando la calma más pura. Así vieron juntos el último atardecer.






Diferente.

Se volvió oscura.
Y su nuevo yo amaba diferente.
Ya no daba besos tibios.
Comía bocas.

Nadie te dijo nunca.

Nadie te dijo nunca,

que en el fondo de tu alma,
que con desgarro y en soledad,
que a gritos y en silencio,
que sufriente y eufórica a ratos alternos,
que confundida y segura a partes iguales,
que loca y cuerda,

amarías.

lunes, 23 de mayo de 2016

Sorprendido en un vagón.

Cuando por fin logré sentarme en el asiento que indicaba el billete, no pude evitar hacerlo con un resoplido. Me sentía viejo, muy viejo y en la soledad de aquel compartimento encontré la intimidad necesaria para reconocer que estaba cansado, muy cansado. Fijé la mirada en el cristal y me perdí en aquellos pensamientos que no dejaban de rondarme. LLevaba un tiempo tratando de asimilar la idea de haberme convertido en un jubilado. Me había topado con ello de golpe y casi a la fuerza. Sin quererlo. Siempre había estado tan seguro de mis habilidades, tan enardecido por la fuerza y la vitalidad de la juventud.., que no lograba adaptarme aunque seguramente mi nueva forma de vida fuera para muchos motivo de envidia. Mi nueva condición se me antojaba extraña y vivirla en soledad lo hacía mucho más duro de lo que podría admitir. El mundo se había vuelto de repente incapaz de ofrecerme nada nuevo, tan anodino lo veía con mis ojos de lince desgastado. Lejos quedaban ya aquellos años en los que al observar a mi alrededor me sorprendía resolviendo acertijos, pasando noches en vela descifrando tramas enigmáticas, persiguiendo a delincuentes entre pistas más o menos falsas o desenmascarando personajes, dignos del género ficticio al abrigo de la noche cerrada y tan bien difuminados y mimetizados con el paisaje insípido de la cotidianidad diurna, escondidos en semblantes concentrados y ceñudos detrás de periódicos a los que realmente no prestaban ninguna atención. Ahora me dedicaba a viajar sin destino, con la maleta llena de papeles en los que escribía poco a poco mis memorias de detective.
Me disponía a transcribir un nuevo pasaje, al que había estado dando vueltas tratando de poner en orden los sucesos y fechas que bailaban inexactos en mis cada vez más frágiles recuerdos, cuando un semblante llamó mi atención de repente. Mi cerebro se reactivó de nuevo y se me dilataron los orificios nasales como a un perro sabueso olisqueando huellas en la tierra. No la había oído llegar al compartimento, tan absorto me tenían mis tribulaciones de jubilado inexperto. Estaba sentada frente a mí. Pocas veces había sido testigo de un instinto de protección tan intenso. Había visto niños aferrados a peluches, a trapos, a los brazos de sus madres... por temor a extraviarlos, a sentirse solos o a ser sorprendidos por algún monstruo comeniños... Pero aquella niña que había captado mi atención no tenía ninguno de esos miedos. Refugiaba bajo su aparatoso abrigo de ante marrón, en el hueco entre su pecho palpitante y su brazo derecho, un libro desgastado con la determinación de un ángel custodio. Descubrí el libro antes que sus ojos y en ese lapso de tiempo ella ya me había analizado y clavaba sus ojos en los míos. En ellos estaba latente un desafío. Comprendí de qué se trataba cuando bajé la mirada a la altura de su cadera. Semioculta entre su cuerpecito y la pared del compartimento asomaba de una manga del abrigo su mano izquierda con la que me apuntaba sin vacilar con sus dedos simulando una pistola. Si la delataba estaba muerto. Entonces sentí una presión en un costado y al bajar la vista vi el cañón de una pistola hundiéndose en mi traje. A él tampoco lo había oído llegar.

viernes, 20 de mayo de 2016

Un dolor extraño.

En un intento de reconciliarme conmigo misma y hallar la seguridad para avanzar por fin sin balbucear, y después de miles de amagos, intenté rebuscar en mi pasado, creyéndolo culpable de todos mis males, buceando entre recuerdos, sonidos, olores y flashbacks como en las pelis.., a cuerpo descubierto, sin protección alguna... Pero no encontré esa ansiada respuesta. Sólo una neblina gris en el lóbulo frontal, más confusión y un intenso dolor reventándome el diagnóstico, haciéndolo añicos sorprendiéndome como un piedra suicida estallando contra la luna de un coche a toda pastilla. Un dolor extraño, tan extraño como yo me sentía allí desmadejada tratando de sobrellevar ese pesado duelo existencial por la muerte de una parte de mi. Nunca me habían gustado las despedidas. Me había resistido durante mucho tiempo a arrostrar ese necesario enfrentamiento con mi yo pasado, más presente que nunca en aquella habitación, casi corpóreo. Ojalá no hubiera emprendido nunca esa búsqueda pero lo había hecho y sólo me quedaba tirar de valor. Quizá había sido la única forma de pasar página por fin, a pesar del precio, a pesar del vacío. Comprendí que ese dolor era el sentimiento que me acompañaría durante mucho tiempo, hasta que en el próximo enfrentamiento la melancolía madura lo reemplazara con el paso de los años, tiñéndolo de serenidad, firmando así la tregua. Quise poder cambiarlo todo, quemarlo todo y no dejar rastro de mi. Quise huir. Quise no haber sido lo que fui. Quise comprender lo incomprensible. Quise tantas cosas... Y aun queriéndolo con todas mis fuerzas nada sucedió. Sólo seguía allí igual de desmadejada que hacía cinco minutos. Quizá habían pasado horas desde que decidí dar el paso pero el revoltijo espacio temporal en mi cabeza me había hecho perder la noción del tiempo.

lunes, 16 de mayo de 2016

Disolución.


Entonces la nada comenzó a engullirla y de ella no quedaron más que virutas, como raspas de un pescado devorado, en el vacío que acabaron por extinguirse como las brasas.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Cruce de miradas.

Hay miradas que no se olvidan, que se clavan y te acompañan durante días obligándote a recordarlas e incluso a buscarles un sentido o dedicarles unas palabras. Y la mirada de esa mujer cambió por completo mi percepción de ella. Por supuesto la conocía, aunque nunca fuimos tan cercanas como hubiésemos esperado dada nuestra relación de parentesco, pero no de la forma en la que la empecé a conocer. Ese día entendí que ya no la miraba con ojos de niña. Nos mirábamos con los ojos de las mujeres. Esos ojos que rebuscan en el alma, se conectan y se entienden sin palabras. Sus párpados y sus ojeras me hablaron de su pasado, nada fácil, y las arruguitas de sus ángulos de un presente cansado y gris. De pronto comprendí muchas cosas de golpe y me pregunté otras tantas. De pronto y de forma fugaz, pude ponerme en su pellejo y lo único que podía pensar era en salir de ahí. ¿Cómo podía resistir tanto? ¿Que la hacía aferrarse a la vida que llevaba? ¿Cómo era capaz de sobrellevar tanta soledad, tanta infelicidad? Me sentí incómoda invadiendo su intimidad de aquella forma. Así que aparté los ojos e hice lo que probablemente haya hecho mucha gente al estar con ella: pensar en otra cosa y quitarle hierro al asunto. Si tuviera valor la miraría de nuevo para decirla, sin palabras, lo que probablemente nadie le haya confesado, que la comprendo.

martes, 10 de mayo de 2016

Soy un ser cambiante.

Soy un ser cambiante, en guerra e irritable.
Es mi vida una ensalada de desazones, un revuelto de pasiones, un amasijo de cables.
Tengo una mente juguetona, dispersa y obcecada. Frustrada de nacimiento, obsesiva y desaforada.
Cambié mil veces de hogar y no pude echar raíces.., así me faltan amigos y me sobran cicatrices.
Dicen que me parezco a mi padre, que no acabo las cosas... pero los que lo dicen no me conocen: soy peor aún si cabe.
Son las palabras de la gente mis tesoros, a veces tumba y a veces oro.
Los pensamientos se me estancan y a veces se me desbordan o rompen aguas.
No soy mujer de excesos salvo por los del hambre del alma.
Son mis demonios terribles huesos que en el esófago se me atragantan y me pinchan con tridente a la altura del cardias.
Son mis deseos nubes que lloran lluvia ácida, pájaros muertos, cruces cargadas a la espalda.
Son mis caminos laberintos, troncos nudosos, telas de araña.
Son mis temidos brotes de angustia, azotes de ira y pena. Y mis metas oasis en la arena.
Son mis fantasías sueños diurnos, encuentros furtivos y besos de almohada.
Y mis días estaciones de metro, tan repletos, tan vacíos, tan llenos de nada.
Soy lo que nunca pensé, lo inimaginable. Un ser cambiante, en guerra y beligerante.


lunes, 9 de mayo de 2016

Tren al subconsciente.

Una cosa era cierta: si volvía a escuchar ese ruidito una vez más, se arrancaría de cuajo los carísimos injertos capilares que se había financiado con la pensión de viudedad. Llevaba días sin poder dormir y empezaba a sospechar que sin aquellas pastillas, que rebozadas en las colillas de varios días en una típica escena de embriaguez cinematográfica había ahogado en el váter embozándolo, no podría volver a abandonarse a los brazos de Morfeo. Con las córneas enrojecidas, desesperada y enfundada en su bata de franela, su abrigo de piel y sus zapatillas de cuadros escoceses, cogió en brazos a su pequeño Cornelio, un chihuahua narcotizado de ojos desorbitados, y salió de casa rumbo a la estación. Cogería el primer tren con destino al subconsciente. Sí, eso haría. Al fin y al cabo, siempre había podido amodorrarse con el suave traqueteo. No podía resultar muy complicado dormirse en esos cómodos vagones. Era la solución. Dónde despertaría no le importaba. Al menos lo haría descansada y con sus injertos capilares intactos.

jueves, 5 de mayo de 2016

La sombra por las pupilas.

Había un halo de tristeza gris que bailaba a su alrededor y parecía querer abrigarla. Trémula y llameante la seguía, como el manto de un rey acabado sigue silencioso y fiel sus pasos lentos hacia el temido cadalso. Se había llegado a acostumbrar a la omnipresencia de aquella envolvente burbuja de aire apesadumbrado que apagaba, como extingue el vacío la llama, cualquier amago de relumbrante felicidad y lo respiraba como si fuera el oxígeno más puro. Era una dama triste. Muchos se cruzaban en su camino y la miraban misericordiosos como si ella cargara con una cruz que nadie más podría ni querría soportar. Pocos lograban sostener una mirada tan gris, tan terrena, que atrapaba como el fango. Porque al mirar, le asomaba la sombra por las pupilas.