A la pequeña Gabriel le encantaba esconderse tras los arbustos para escuchar las historias que contaban los mayores de la aldea al calor de la hoguera y bajo la tenue luz de las estrellas sobre el cielo de la villa a la sombra de las montañas. En sus ojos chispeaban la emoción de lo prohibido y la avidez de la aventura. Temía que la descubrieran por los inevitablemente ruidosos y delatores trotes de su corazón pero aquello era lo que hacía de su desobediencia algo realmente excitante.
Le encantaban las historias de bufones que con la excusa de contar grandiosas hazañas se colaban en la corte para cortejar a princesas y doncellas, de heroínas que se ocultaban en el corazón del bosque, de guerreros que surcaban los cielos a lomos de dragones que dormitaban en las cuevas de las montañas... Pero aquella noche oiría una historia muy distinta.
Los pueblos del este habían sucumbido a las huestes del Caos. Así era como llamaban los humanos a esas hordas de criaturas que adoraban al Desequilibrio, la fuerza que cambiaba las cosas. Querían un cambio de tornas, un nuevo orden y sumir al mundo en un terrible e interminable caos. La fuerza de la expansión del Caos era tal que había llegado al otro lado de la Cordillera y la villa de Gabriel sería la primera en caer si lograban traspasar la cadena de montañas.
Gabriel se horrorizó ante aquellas noticias, a pesar de lo pequeña que era. Comprendía que las consecuencias podían ser terribles y que las probabilidades de no volver a ver su hogar y a su familia tal y como ahora los veía y amaba, eran muy altas. Por eso a Gabriel le entraron unas ganas tremendas de llorar. Sin embargo, no sentía miedo. Quería hacer algo. Por eso alzó su mirada al cielo y rezó a las estrellas. Quizá ellas tuvieran respuestas. Entonces, una luna gigantesca que había permanecido oculta tras una nube espesa iluminó las montañas. "¡Pues claro!", pensó la pequeña. ¡El brujo de la montaña! Él sabría qué hacer.
Esa misma noche Gabriel inició la caminata hacia la cueva del brujo. En su mente se iban aclarando las ideas. Escaló peñascos y riscos imposibles con la sola fuerza de sus pequeñas manitas y de su férrea voluntad y al fin llegó a la cueva.
El brujo andaba sumido en sus pensamientos y la pequeña Gabriel no tuvo más remedio que arrancarlo de sus ensoñaciones con un decidido saludo cordial. "Buenos días señor brujo de la montaña". El brujo sacudió la cabeza como para intentar sacar aquella molesta niña de sus oídos. ¿Una niña? Quizá se había esforzado más de lo normal en sus cavilaciones y tenía alucinaciones... Pero la pequeña, que era de carne y hueso y con un timbre de voz bastante ruidoso, volvió a saludarle. Así que todo aquello era real. El brujo resopló molesto por su presencia. Sin embargo a la niña no pareció cambiarle el ánimo y con toda la naturalidad del mundo le explicó al brujo lo que se contaba en la aldea. El brujo, que había olvidado lo molesta que podía resultarle aquella niña con voz de pito que reverberaba por doquier martilleándole sin piedad los tímpanos, saltó de la roca de pensar en la que solía sentarse a meditar farfullando. "¿Qué piensa señor brujo?", dijo la niña después de permitirle al brujo pasar un buen rato pensando en alto.
"Es hora de despertar a la montaña", dijo por fin. "Ella detendrá a los invasores y quizá les dé tal merecido que no vuelvan por aquí en mucho tiempo". La niña aplaudió entusiasmada por haber encontrado una solución. "Sin embargo, hemos de hacerla despertar y eso no es tarea sencilla. Hemos de llegar a su corazón helado y volver a infundirle el calor necesario para esta batalla."
Gabriel no necesitaba oir más. Ya estaba lista para la aventura.
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