Alicia corría y corría. De vez en cuando giraba la cabeza para asegurarse de que le sacaba una buena ventaja a aquella panda de seres descerebrados y desquiciados que pedían su cabeza, pero no dejaba de correr. No podía. Y así ocurría siempre, como cada vez que alguien leía su historia obligándola a revivir una pesadilla terrible. ¿Es que nadie pensaba en la pobre Alicia? ¿Cuántos le habían preguntado si quería perseguir a ese condenado conejo blanco? Desde luego aquello era una verdadera locura. Detestaba correr hasta ser rescatada justo en el momento en el que se le echaban encima aquellos endemoniados personajes. Pero no había otro remedio. Había aprendido a resignarse, a esperar despertar en el momento adecuado. Así eran las cosas en aquel lugar y no se podían cambiar ¿o sí?
De repente Alicia frenó en seco y sin dudarlo sacó dos espadas del cinto. Empuñó ambas con sendas manos y al hacerlo una furia tremenda se apoderó de ella y, en menos que canta un dodo, comenzaron a rodar cabezas y a volar pedacitos de cartas por doquier. Alicia pudo sentir por un instante la euforia fugaz de la venganza y despertar de aquella pesadilla sabiendo que había ganado la batalla de verdad, que por un día había dejado de huir. Jamás podría adivinar que alguien en un pequeño blog había cambiado su historia para que, cuando fuera leída, Alicia pudiera cambiar su destino y saborear la venganza en una tierra de locos.
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