La pequeña Toad tenía un secreto, pero no un secreto cualquiera sino uno bueno de verdad.
Uno de esos secretos que insuflan una energía muy especial en el corazón haciéndole latir con fuerza desmesurada cada día, aún cuando no haya nada que celebrar, ni nada por lo que seguir.
Sin embargo, Toad era feliz porque no estaba tan sola como los demás pensaban que se sentía una huérfana.
Cada crepúsculo, cuando la pequeña villa se iba a dormir, y con los gatos asomados desde los tejados como únicos testigos nocturnos, la niña arrastraba su pequeña pianola hasta la colina y a la luz de las estrellas le arrancaba las melodías más preciosas. Pero no era sólo por el placer de interpretar sin que la molestaran, sino porque con cada nota se añadían centímetros de piel a esa mujer que aparecía de la nada.
Era la Música, sin duda, la que tomaba forma corpórea para acompañar a la huérfana y danzar al ritmo de sus melodías. La mismísima Música danzaba a su alrededor, con la luz de las estrellas reflejándose en su piel. Era tan bella como creía que había sido su madre en vida. La acariciaba y a cada caricia de sus dedos etéreos, Toad cerraba los ojos para saborear ese calor que la inundaba reconfortándola de tanta soledad y desamparo.
Sin embargo, algo se le rompía por dentro cuando intuía el final. Las horas pasaban demasiado deprisa a su lado. Al amanecer debería estar de vuelta en el orfanato antes de que se dieran cuenta de su ausencia. Muchos no soportaban verla feliz y si llegaban a descubrir su secreto podrían delatarla, despojarla de aquella pianola mágica y.., no podía imaginar su vida sin la única compañía que la hacía feliz. Sería su desgracia. Por ello, Toad hacía de tripas corazón para, al notar los tenues destellos anaranjados del Sol, reprimir las lágrimas al ver cómo la Música se deshacía entre sus dedos al parar de tocar. Verla desaparecer la entristecía pero vivía pensando en el próximo crepúsculo.
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