domingo, 7 de junio de 2015

Un momento de reflexión por favor: Obsolescencia.

Necesitaba pensar. Pararlo todo una vez más y pensar de verdad, como antes de vivir inmersa en esta vorágine de pensamientos caóticos de la que no puedo escapar tan fácilmente, dedicándole el tiempo necesario a esa necesidad tan primaria que es reflexionar y que a veces olvido cubrir porque no hace rugir al estómago. Así, en silencio y a solas, me encuentro gozando de un ratito de intimidad con mi pensamiento acelerado, voluble y cambiante. La sensación es fascinante desde luego.
Y me he dado cuenta, de que este pensamiento que ahora transcribo frenéticamente producto de mi pensamiento más actualizado, valga la redundancia, permanecerá en formol en esta entrada del blog, hasta que muera la Red o hasta que la Red quiera, encerrado como una foto en un álbum de recuerdos o un amor soñado en un diario y se quedará anticuado e incluso, dentro de unos años, me podrá parecer irreconocible cuando lo relea. Y será como es esa imagen congelada en el tiempo, tan sólo un pensamiento temprano que escribí como si me fuera la vida en ello y que algún día veré obsoleto, anticuado, afuncional. Quizá bonito, quizá inmaduro, quizá ficticio, quizá lo mire con ojos tiernos, pero jamás volverá intacto y puro a llenar los rincones de mi mente como lo hace ahora, con la fuerza de un río liberado después de mucho tiempo retenido. Probablemente se disfrace de matices y vuelva a reescribirlo travestido o mutado, pero nunca será el mismo. Se adaptará, si es bueno, para no morir en neuronas marginadas, pero nunca nunca nunca volverá a ser el mismo. Así es la obsolescencia del pensamiento. Los pensamientos también se olvidan en un rincón, en algún milímetro cuadrado del hipocampo, se abandonan como un juguete roto, como un móvil pasado de moda. Porque siempre acaba llegando un pensamiento mejor que lo reemplaza, que ocupa su sitio en nuestro lóbulo frontal. Sólo los grandes pensamientos, los más puros, permanecen inmutables, siempre en el escaparate de nuestra mente, del que tiramos en cualquier situación, el que nos reconforta cuando todo se ha transformado y aún con todo es difícil encontrarlos en un cerebro con un gran historial. Esos pensamientos son especímenes raros en la pecera que llevamos sobre los hombros y pescarlos se hace difícil cuando las aguas se vuelven turbias y se llenan de mierda. A veces es bueno depurar las aguas para entrever el sedimento, las montoneras de pensamientos, algunos fosilizados ya, que cubren el fondo y sirven de sustrato a otros pensamientos nuevos.

Obsolescencia...

Tremenda palabra. Nunca una palabra me había evocado tanto abandono, tanto olvido, tanto reemplazo, tanta inutilidad. Y es que, nos guste o no, vivimos en la era de la obsolescencia. La sustitución de lo que se queda en segundo plano por algo mejor. ¿Dónde está el arte de la conservación? A veces uno no sabe qué conservar y qué tirar, y se ve abocado a un dilema existencial al juzgar lo que tiene valor y aquello que no tiene el suficiente como para preservarlo. Antaño, se buscaba la inmortalidad de lo material y un buen ejemplo de ello era la costumbre de dejar en herencia joyas de madres a hijas, y éstas, a su vez, a las suyas y así de generación en generación. Pero... ¿y ahora? ¿Qué les dejan las madres a sus hijas si nada tiene un valor suficiente como para no ser reemplazado?

Entonces llego a la conclusión de que probablemente lo más rico que les podamos dejar a nuestros hijos sean esos pensamientos que un día creímos caducos, obsoletos. Porque quizá ellos los tengan también y al leerlos, sientan que no están perdidos, que no están solos, que lo que piensan ya lo han pensado otros y puedan así utilizarlos como especímenes con los que dar vida a su propia pecera, de aguas cristalinas, espero.

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