viernes, 12 de junio de 2015
Tormenta.
Aquella maldita e inoportuna tormenta la había arrancado de la cama. Con lo frágil que era su sueño, evocado artificialmente a base de pastillas soporíferas, no sería fácil volver a conciliarlo. Por eso, y para evitar dar vueltas en la cama hasta desesperarse, había salido al encuentro de los relámpagos tras el cristal de su ventana. Su ajado reflejo casi la asustaba más que aquellos truenos con los que podría anunciarse fácilmente el fin del mundo. Cuánto había cambiado... Aquel era el primer pensamiento que se le venía a la cabeza a Ana al encontrarse con su yo más etéreo en el vidrio empañado. No se reconocía tras todas aquellas arrugas que cubrían su rostro apergaminado antaño tan liso y fresco. Tampoco su sonrisa era la que la había identificado siempre. Ahora parecía un rasguño casi desdentado en su cara. Apenas quedaba nada de la chica alegre que había sido una vez. Tan sólo tenía un recuerdo fantasmal de ella. A veces soñaba y la veía ahí tocando tímidamente el piano. Entonces se miraba las manos y algo se rompía en su interior. Ana estaba cansada y sabía que su fin estaba cerca. Como tantas otras veces en su vida se sentía poco preparada para ello. ¿Por qué las tormentas la hacían sentirse así? ¿Por qué siempre le encogían el corazón y la sumían en esa melancolía? Trató de tranquilizarse. No era momento de pensar en esas cosas. Volvió a alzar su mirada al cielo y taladró con sus pupilas las nubes negras que lo encendían todo a centellazos que parecían partir el cielo en dos.
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