martes, 29 de abril de 2014

Lo que nadie sabe.

Lo que nadie sabe es que cuando nadie me ve soy quien realmente soy y no quien pretendo. Lo que nadie sabe es que me da miedo la soledad porque me descubro y me siento incapaz de asumir lo que destapo de lo más recóndito de mi pensamiento y caminar con ello, arrastrando unas cadenas más pesadas de lo que soy capaz de cargar. Lo que nadie sabe es que no puedo pensar en blanco porque demasiadas cosas empañan los procesos de mi mente, entorpeciendo incluso su descanso. Lo que nadie sabe es que nunca pensé que hubiera vida después de tu muerte. Nadie me dijo que un día me vería obligada a respirar sin ti a mi lado. Lo que nadie sabe es que para mí la vida ya no tiene ese color rosa con que la pintaba de niña y no tan niña y que a veces desaparece de ella todo el color. Lo que nadie sabe es que no puedo caminar sabiendo que te he deshonrado, porque lo he hecho y eso es lo que más me pesa. Lo que nadie sabe es que lucho cada día por devolverte de alguna forma todo lo que tú hiciste por mí durante tanto tiempo. Lo que nadie sabe es que temo olvidarte. Temo que el tiempo difumine tu rostro en mi recuerdo y desaparezcas de mis sueños. Lo que nadie sabe es que yo tampoco te siento aquí ni allí. Te has ido para no volver y tu ausencia y tu recuerdo duelen y resultan inaguantables por igual. Lo que nadie sabe es que no sé si llorar o no y que si lloro soy una fuente inagotable. Lo que nadie sabe es que te he prometido encontrarnos al final del camino y abrazarte como después del colegio y tocar tus manos llenas de vida de nuevo. Lo que nadie sabe es que aún te oigo silbar en el garaje, te veo cortando judías oyendo la radio, te veo leyendo el periódico, desayunando tostadas, tomando el yogur del mediodía... Lo que nadie sabe es que hubiera dado todo por tenerte un poco más. Lo que nadie sabe es que deseo que estés con el yayo Félix jugando a las cartas. Lo que nadie sabe es que eso es lo que quiero creer pero que en el fondo siento que no hay más. Lo que nadie sabe es que sea como sea te seguiré escribiendo y manteniendo tu recuerdo vivo. Lo que todo el mundo sabe es que te echo de menos. Lo que todo el mundo sabe es que tu nieta te quiere con locura.

martes, 22 de abril de 2014

Otra vez Bathory.

Aquella jornada, como tantas otras, había sido realmente agotadora para Marta en la planta de cuidados intensivos en la que llevaba casi tres años trabajando incesante y apasionadamente desde que terminara sus estudios de enfermería. A pesar del cansancio se encontraba inmensamente feliz pues su dedicación a los demás le hacía sentir algo muy especial que la reconfortaba y aliviaba el agotamiento mental que empezaba a hacer mella en ella, insuflándole fuerzas cada día para dar lo mejor de sí con aquellos que más lo necesitaban. Marta tenía muchas virtudes y todo aquel que la conocía no tenía ni una sola palabra desfavorable hacia ella. Se desvivía por los demás, eso era evidente. De hecho sus amigos le habían recomendado en innumerables ocasiones que bajara un poco el ritmo si no quería consumirse y pagar las consecuencias y acabar siendo una enferma más como aquellos que cuidaba a diario con tanto mimo. Lo que no sabían era que Marta tenía una virtud: era capaz de sentir, como si lo pudiera ver, la bondad y la maldad de las personas que entraban en su radio de percepción. Era como un sentido más, como la vista o el olfato, y sin duda le servía en su vida diaria para rodearse de personas buenas y evitar a aquellas que no lo eran. Con el tiempo y por su trabajo, esta virtud se había agudizado e incluso en alguna ocasión le habían invadido vivencias de la persona a la que analizaba. Al principio aquello le había asustado. Tanto era así que en su pequeño piso de alquiler había montañas de libros de psicología y autoayuda que ella había comprado con el objetivo de conocer casos de personas con su misma capacidad y aprender a aceptarse y tolerar su peculiar forma de ser. En ninguno de ellos halló respuestas satisfactorias pero con el tiempo intentó acostumbrarse a esa capacidad que no se había atrevido a compartir con nadie.

Así pues, aquella noche después de ocho duras y eternas horas en el hospital, llegó a duras penas al metro con la mente puesta en su mullida cama de sábanas frescas y olor a lavanda. A pesar de la hora intempestiva, el vagón iba repleto de jóvenes que aprovechaban la noche del viernes para celebrar todo lo que tenían pendiente por celebrar. A Marta se le escapó un suspiro. Ya no se sentía joven y en parte lo echaba de menos. Ahora su vida se resumía en una rutina entre el trabajo y su casa. Ni siquiera se planteaba casarse y tener una familia. Es más, ni siquiera se planteaba tener una casa propia. Y no era por las múltiples veces que Carlos, su chico, le había pedido que hablaran lo de casarse. Él estaba ilusionadísimo pero a Marta aún le parecía precipitado. No, antes debía sincerarse con él y hablarle de su peculiaridad. No se había atrevido a decírselo. Temía que él la viera con otros ojos, la tratara como un bicho raro... ¿Cómo podía pensar eso? No, Carlos era especial. Le costaría asimilar la noticia, sí, pero Marta le conocía y sabía que la amaba con todo su ser y que no renunciaría a ella por nada. Tenía que contárselo y sería esa misma noche. Al llegar a casa. Le despertaría suavemente con un beso y le susurraría al oído que le ama por encima de todo y de paso aprovecharía para decirle que su chica es un tanto especial pero que ya lo hablarían más tranquilamente por la mañana con un buen croissant para el desayuno. Debía de notársele en el rostro la fatiga porque enseguida una joven le cedió el asiento y ella, tras agradecerlo, se dejó caer en él. Se frotó el cuello buscando aliviar tanta tensión acumulada y sintió que cabeceaba. Para colmo el trayecto era interminable... Quería evitar dormirse y pasarse de parada por lo que revolvió su bolso en busca del nuevo libro que había cogido en el bibliometro. Nada más comenzar a leer las letras iniciaron un molesto baile ante sus ojos cansados.

De repente un escalofrío muy familiar le recorrió de arriba a abajo y un sudor frío emepezó a mojarle las palmas de las manos, la espalda y la frente. Era esa sensación tan desagradable que sentía siempre que reconocía un aura de maldad muy intensa. Se debatió entre buscar a la persona de la que emanaba tanta maldad o seguir fingiendo que leía atentamente entre bostezo y bostezo. Aquello no era normal. Su percepción era de una maldad que nunca había experimentado antes. No se veían personas tan malas a menudo... Era como si un monstruo legendario se hallara entre ellos. Porque estaba allí entre ese panda de críos juerguistas. ¿Quién era? ¿Era posible que fuera el cansancio el que le estaba jugando esa mala pasada? Entonces, se olvidó del sueño que notaba y alzó la mirada suavemente de las páginas del libro. Todo parecía normal en aquel vagón salvo unos ojos que escudriñaban a todos los pasajeros desde la otra punta.

Marta no se atrevió a mirar a la persona de ojos inquietos fijamente por lo que decidió hacerlo a través del reflejo en los cristales oscuros del vagón. Lo que vio la impactó sobremanera. Se trataba de una mujer de piel muy blanca, cabello oscuro y ojos negros como la noche. Vestía de forma muy rara como si no supiera combinar las distintas prendas (quizá no tenía ningún gusto por la moda, se dijo Marta)y lucía unas joyas muy antiguas. Marta pensó que se trataba de una pobre mujer sin más, por su aspecto, totalmente fuera de onda como si no fuera de aquel tiempo y sin embargo era joven. Parecía haber clavado sus ojos en una joven de piel pálida pintada como una puerta... pero entonces con un movimiento rápido de sus iris clavó la mirada en Marta y le dedicó una macabra sonrisa que petrificó a la enfermera que ya no sabía si todo aquello no estaban siendo más que los efectos del cansancio. Entonces Marta se atrevió a mirar a aquella mujer que, en un abrir y cerrar de ojos, se había levantado y pegado a la chiquilla del "maquillaje a kilos" para salir en la misma parada.

A Marta no le abandonó durante el resto del trayecto aquel miedo que se había instalado en ella dejando una expresión de pánico en su cara. Al llegar a casa con los ojos como platos decidió hacerse una tila y echarse en la cama junto a Carlos que ya roncaba feliz. Le cogió un brazo suavemente y lo posó alrededor de su cintura y a pesar de haberse tapado hasta arriba con el edredón no era capaz de entrar en calor, ni de tranquilizarse. Aquellos ojos de loca se habían quedado impresos en su retina y amenazaban con no borrarse en mucho tiempo. Antes de que el sueño la envolviese una visión se apoderó de su mente.

Un furioso gentío armado con hoces, palos, rastrillos y antorchas, se agolpaba a las puertas de un castillo reclamando justicia. Querían la cabeza de su señora. A los gritos de "¡Bruja a la hoguera!¡Bathory asesina!¡Púdrete en el Infierno maldita", una figura se asomó a la balconada entre carcajadas histéricas. Marta podía verlo todo con claridad y no pudo evitar que se le acelerara el corazón hasta casi salírsele del pecho cuando reconoció esos ojos locos en el pálido y desencajado rostro de la señora del castillo que no paraba de gritar: ¿Qué pedís pueblo holgazán? ¿Mi cabeza? ¿Emparedarme entre los muros de este castillo? Yo que os he dado más de lo que merecíais, gusanos. Os perseguiré siempre y beberé la sangre de vuestras bellas hijas para hacerme inmortal y seguir atormentándoos eternamente...

Marta volvió en sí empapada en sudor. Carlos se había despertado y había tratado de rescatarla de aquella pesadilla. Marta con los ojos desorbitados y el pulso desbocado sólo pudo decir: Ha vuelto... Otra vez... Bathory.





lunes, 21 de abril de 2014

Desde el observatorio.


Aquel atardecer ensangrentado presagiaba silenciosa y amenazadoramente lo peor, pero era tan bello que Land no cambiaría por nada las impresionantes vistas de las que podía disfrutar desde las ruinas del viejo observatorio. Una bandada de ibis tan rojos como la misma sangre surcaban los cielos en una huida desesperada a ninguna parte en aquel planeta desolado.

sábado, 19 de abril de 2014

Una historia diferente.

En el teatro Lumiere, los cristales retumbaban como locos ante los alaridos de la gran diva del canto lírico del momento. A pesar de haber consagrado su vida al noble arte del canto seguía siendo una verdadera tortura escucharla. En aquel ensayo para el gran estreno, la diva pareció croar como nunca y las jóvenes coristas apenas pudieron reprimir las risas y las chanzas.

Aquella tarde el destino quiso dar una oportunidad a la joven Tyara. Allí, en un rincón y totalmente dedicada a la limpieza del teatro, la joven, que conocía a la perfección las canciones que la diva gritaba una y otra vez y que en su mente sonaban como música celestial, aprovechó la oscuridad y la soledad al término del ensayo para acercarse al escenario.
Una vez encima del escenario sintió cientos de mariposas revoloteando en su estómago. Sentía miedo por si la descubrían pero necesitaba hacerlo. Entonces, se dejó llevar y de su boca salió la más dulce melodía. Cuando hubo terminado el silencio que la envolvió de nuevo la sobrecogió y le golpeó igual que la realidad que vivía en ese teatro desde que era una niña y cada día durante 16 años. Pero no podía intuir que entre las sombras de aquel teatro se hallaba una figura que se deleitaría con su voz cada noche.


viernes, 18 de abril de 2014

Paget y el gusanito desconocido.

El joven James Paget afrontaba con gran entusiasmo su ingreso en el primer curso de Medicina en el hospital de San Bartolomé de Londres aquel año de 1835. Todos los días recorría solitario al amanecer las calles grises y húmedas de la capital para quedarse contemplando, como si de un sagrado ritual se tratara, la imponente fachada de su santuario de conocimiento.


Aquella tarde había pedido permiso, como venía haciendo desde el principio del curso, para quedarse un rato más en la sala de inspección. Había algo que le había llamado poderosamente la atención en aquel cadáver que tenía ante él y que nadie parecía apreciar. Salió de la sala a hurtadillas en busca de un microscopio que le sirviera para acercarse un poco más a aquellas insólitas partículas pero todas las salas estaban cerradas y todo apuntaba a que el bedel estaría en la taberna ingiriendo su ración diaria de malta fermentada. Por el camino encontró a su amigo Wilson y aprovechó para pedirle que le ayudara a buscar ese dichoso microscopio. Sin embargo, Wilson deseaba irse a su casa tras un agotador día de estudio y lo que menos le apetecía en aquel momento era ir de expedición por el hospital buscando un maldito microscopio. Paget no insistió más pues tuvo una idea. Recordó de pronto que en el Museo Británico en el que tantas veces se había colado para ver las colecciones de plantas que le chiflaban podría encontrar lo que buscaba. Pero para ello necesitaba encontrar al viejo Robert Brown que de seguro le permitiría acceder a un microscopio.., y sabía donde hacerlo. En el Departamento de Botánica del Museo Británico que Brown supervisaba. Él le proporcionaría un cacharro de ésos al fin. Así que volvió a la sala de Inspección y extrajo de aquel cuerpo inerte ese pequeño grano de arroz que le llamaba tantísimo la atención, lo envolvió y se apresuró al Museo. El viejo Brown se pasaba noches enteras sin dormir dibujando raros especímenes vegetales... Así que hoy podría ser una de esas noches. Paget corrió veloz y llegó a las puertas metálicas del departamento. Llamó insistentemente a la puerta pues aquello no podía esperar y cuando creía que nadie le abriría las puertas apareció Brown con su habitual cara de enfado.

-¿Qué haces aquí a estas horas muchacho? Anda, deja de incordiar y vete a dormir con tu mamá.
-Señor Brown, soy yo, James Paget ¿no me reconoce? Si vengo aquí casi todas las semanas.
-Ay sí hijo, es que sin mis gafas no veo tres en un burro... ¿Qué se te ofrece?
-¿Me dejaría usar uno de sus microscopios? No puede esperar, es un asunto urgente, señor.

Tras un instante de duda el viejo Brown se dio la vuelta y animó al chico a que lo siguiera. Cuando Paget se encontró delante del microscopio no pudo contener su ansiedad y enseguida se colocó cerca de la luz para mirar a través de sus lentes.

-¡Un gusano! ¡Es un gusano! ¿Lo ve señor Brown? ¡Es un gusano! Envuelto en una cápsula, señor. Mire, mire.
-¿Sabe usted algo de gusanos parásitos señor Paget?, le preguntó Brown al observar que el chico había acertado.
-¡No señor!¡A Dios gracias!

El viejo lo miró con interés y le recomendó que escribiera a la Albernatian Society, un club de estudiantes que sin duda sacaría jugo a su descubrimiento. Paget así lo hizo y dieciocho días después Owen anunció el hallazgo de un nematodo parásito llamado Trichina spiralis y reconoció al joven James Paget como su descubridor.


jueves, 17 de abril de 2014

Sí señores, padezco incontinencia.

Querido lector ávido de nuevas experiencias y jugosas noticias:
si lee este artículo con el fin de reírse de mi problema absténgase, se lo ruego, de hacer comentarios inapropiados o hirientes. Sepa que si lo hago público es porque creo que mi curioso síndrome debería ser considerado una enfermedad de declaración obligatoria; por lo que aquí dejo mi testimonio por escrito para que lo sepa todo el mundo y se tomen las medidas pertinentes. Aún no se han hecho estudios, ni se ha determinado lo contagioso que puede llegar a ser por lo que agradecería, cuanto menos, cierta prudencia. Verá, resulta que apenas puedo contener estas ganas mías de escribir que se acentúan hasta volverse inaguantables a eso de la una y media de la madrugada, hora que han elegido las inoportunas musas para avivarme el intelecto. Por más que intento reprimirme y cerrar los pabellones auditivos ante las susurradas insinuaciones de las inspiradoras diosas del artisteo siento que me invade una nueva forma de incontinencia verbal aguda para la que no existe ni cura ni vacuna (y si existiera lo más probable sería que el Gobierno la bloqueara en un penoso intento de neodespotismo ignorante). Atienda querido amigo, siento que si fuera yo una olla a presión y el vapor millones de palabras bullendo en el interior, la válvula pitaría como anunciando una irremediable y ruidosa explosión. Un big bang en miniatura, para que usté me entienda. ¡Pobre de mí! Y pobres de los que les alcance la onda expansiva que no tendrán más remedio que leer pacientemente todo aquello que brote sin control ni censura al ritmo de mis dedillos bailongos e incontrolables en un rock and roll frenético sobre el teclado del ordenador al compás de mis ideas absurdas.
Así y con todo estimado lector, no se acerque mucho a mí por lo que pueda contagiarle. Por lo que sé, y si siente que padece alguno de estos síntomas, lo más recomendable y sensato es que acuda al médico de inmediato y le comente su caso. Quizá le orienten mejor que a mí.