domingo, 30 de enero de 2011

Abdem.

Todo había terminado. Nada importaba ya. No había luz más allá de aquel momento. No merecía la pena seguir adelante. Aquello por lo que había luchado, aquello que había amado como nunca hubiera podido imaginar, yacía ahora inerte a su lado en el viejo camastro de aquella tienda perdida en la inmensidad del desierto africano. Los efectos de la droga que el asesino había vertido en su vaso mientras dormía empezaban a remitir y un dolor agudo se apoderó de ella. Llevó sus finos y blancos dedos a aquella piel oscura como el ébano que tan sólo unas horas antes la había hecho vibrar bajo las sábanas. Deseó con todas sus fuerzas fundirse con él y la desesperación la llevó a hundir sus uñas en la carne del Tuareg. Se llamaba Abdem.

No va a venir.

No va a venir- pensó Emma decepcionada mirando tras los cristales de la habitación de aquel solitario caserón. De fondo, la tos desgarrada de su hijo pequeño le golpeaba el pecho produciéndole un dolor insoportable. Se volvió hacia él y se sentó a su lado.
- Tranquilo mi niño. El doctor no tardará. Seguramente no habrá encontrado el camino pero seguro que vendrá- parecía que diciéndoselo en voz alta acabaría sonando como una verdadera justificación. El doctor le había dado su palabra. Iría a sanar al niño y nada más. No podía fallarle. En eso no. Su hijo era su prioridad no sus deslices amorosos. Se había jurado no volver a desearle por nada del mundo. Era una dolorosa necesidad que ella misma se había impuesto. Ya había sufrido demasiado por amor y no volvería a caer en los desesperados brazos del deseo. La segunda guerra mundial parecía inminente y sabía que al doctor lo llamarían para atender a los soldados heridos pues pertenecía a los altos escalafones del Ejército Británico.

Marinero hasta la muerte

“Hola papi.
Nada ha cambiado en el pueblo desde que te fuiste.
Los viejos del pueblo todavía me llaman “El milagro de Dios”.
Puede que en cierta medida tengan algo de razón pero yo no me considero tan especial.
Sólo yo sé que tú fuiste mi verdadero ángel de la guardia aquel día. ¿Lo recuerdas?
Yo sí. Demasiado intensamente. Tanto que aún sueño con ello. Es mi pesadilla constante. Incluso despierta oigo tu agonía. Todo está demasiado bien grabado en mi mente…
Habíamos salido a pescar en “La trucha” con tu colega Fernando. ¿Recuerdas aquella embarcación tan cutre que te había regalado el tío Emiliano? Dios mío era horrible. Pero a pesar de todo era acogedora. Además lo único que importaba era que estábamos los dos. Tú y yo. Como los piratas de las historias que me contabas de pequeña antes de ir a dormir aquellas frías noches de invierno que predecían tu marcha a alta mar.
Siempre quise ser uno de ellos. Notar el gélido viento salado remover mi pelo y pegarse a mi piel. Y por delante todo un océano por explorar. Solos tú y yo. Padre e hija. Maestro y aprendiz.
Aquella mañana todo era perfecto a pesar de que sabía que a la mañana siguiente te irías de nuevo a arriesgar tu vida persiguiendo a aquellos condenados bancos de peces.
Sin embargo, no podía permitir que ese tipo de pensamientos me abrumara. Quería estar contenta y contagiarte con mi alegría.
Pasamos una mañana estupenda. Mientras Fernando hacía la comida tú me contabas esa leyenda que tanto te gustaba sobre el monstruo gigante de escamas de oro y que por eso todas las noches salías a intentar cazarlo, para poder comprarme esa muñeca que se me había antojado y regalarle a mamá un anillo con nuestros nombres grabados.
Eso te hacía grande, papá.
Si te tuviera aquí te abrazaría como nunca. Pero sé que eso no es posible. Ya no. Y me arrepiento. Te echo de menos. He crecido, he madurado y he aprendido a recordarte con una sonrisa. Ya no lloro. Pero cada día me levanto con impotencia por no haber sido capaz de salvarte. Maldita tormenta.
Todo empezó a eso de las nueve de la noche. Las nubes que se habían formado comenzaron a descargar toneladas de agua. Los aparatos no habían predicho aquella tormenta.
El viento empezó a rugir sin piedad levantando olas que chocaban violentamente contra nuestra embarcación y nos hacía tambalearnos peligrosamente por la cubierta. Se me revolvieron las tripas al instante y no pude evitar echarlo todo allí mismo.
Entonces tú te apresuraste a darme aquella pastilla que me tomaba siempre que me inundaban las náuseas y temiendo por mi salud me llevaste a la cabina. El calorcito me dio la bienvenida.
El mareo no parecía remitir pero me permitía atisbar vuestras figuras en la oscuridad de la noche llevando cubos de agua para achicar el agua que empezaba a inundarlo todo.
Entonces haciendo todo el acopio de valor que pude salí a la cubierta y me abofeteó el viento gélido que rugía con gran fuerza. Tenía que ayudarte. Fue estúpido, ya lo sé. Pero no podía permitir que aquella tormenta lo arruinara todo.
Entonces me agarré fuertemente a las cuerdas y cogí el cubo más cercano.
Las olas nos engullían y el barco se mecía aún más peligrosamente. Fue en una de esas estocadas en las que salí disparada por la borda. Intentaste aferrarte a mi mano pero la humedad lo impidió y caí al agua embravecida.
Al atravesar el agua noté como si se me clavaran miles de dagas afiladas en todo el cuerpo. Noté cómo me iba hundiendo en las profundidades. Estaba desorientada y no era capaz de discernir hacia dónde se encontraba la superficie. Pateé y moví los brazos desesperadamente. Me empezaba a quedar sin aire en los pulmones y el cerebro cada vez funcionaba más lentamente. Tenía todos los miembros aturdidos. El frío era insoportable. Todo mi cuerpo se retorcía y cada una de mis células agonizaba. Tarde o temprano tendría que dar una bocanada para aspirar toda aquella agua si no me quedaba inconsciente primero. ¿Pero por qué aquello no ocurría de una vez? Si tenía que morir ¿por qué no en aquel mismo instante? Rogué a Dios que me llevara con Él pero quizá era demasiado pronto.
Entonces cuando los ojos se me empezaron a cerrar, noté tus fuertes manos que me empujaban hacia la superficie. Me dejé llevar y me sumí en la inconsciencia. Sin embargo, pude oír cómo le gritabas a Fernando que me agarrara y me subiera al bote.
Después sólo oí el silencio.
Al día siguiente, me desperté y no reconocí aquel extraño lugar. Hacía mucho frío y empezaron a castañetearme los dientes. Recorrí el lugar con la mirada, y allí sentada encontré a mamá que había estado llorando toda la noche a juzgar por la hinchazón de sus ojos. Te llamé con todas mis fuerzas y sobresalté a mamá que se lanzó a mis brazos y comenzó a sollozar. Desde ese momento comprendí que te había perdido para siempre.
Y ya ves, aquí estoy hablando contigo como si nada hubiera pasado. Como si el tiempo se hubiera detenido en aquella hermosa mañana de invierno.”

¿Y si me pasara esto?

Sábado por la mañana.
Desperté sobresaltada de una terrible pesadilla. Mi corazón palpitaba a una velocidad increíble y notaba un sudor frío en la frente. Soñé que me habían arrancado los ojos y mi mundo había ido oscureciendo poco a poco. Rápidamente me llevé las manos a los ojos como si se tratara de un acto reflejo. ¡Qué alivio! Noté su presencia bajo mis párpados. Abrí los ojos. Todo estaba oscuro. ¡Qué raro! No sería mucho antes de las nueve, y no recordaba haber bajado la persiana...
Me incorporé. A tientas busqué mis gafas, como de costumbre. Me las puse y dirigí mi mano hacia el interruptor de la luz. Lo pulsé pero todo seguía oscuro. “¡Bueno!”, dije, “¡Ahora se ha ido la luz!”
Me levanté. Busqué el pomo de la puerta entre tropezones y golpes. Al fin lo encontré. Abrí la puerta. Todo seguía oscuro. Angustiada llamé a mis padres. Nadie respondió. “Estarán comprando”, pensé. Fui hacia el salón. El pasillo me pareció que duraba una eternidad. Y nunca me había percatado de lo frías que estaban las paredes. Llegué por fin. No había ni un ápice de luz y me extrañó porque desde la terraza se ven las farolas de la calle. Volví a pulsar el interruptor pero nada cambió. Fui hacia la terraza y mi cara quedó estampada en el frío cristal. “¡No puede ser!”, pensé, “aunque estuviera oscuro siempre podría distinguir la silueta de las cosas”. Di unos pasos hacia atrás y me caí. Había tropezado con el taburete del piano y al caer me agarré a lo primero que pillé. Golpeé con la mano derecha las teclas del piano haciendo sonar un estruendoso y disonante acorde. ¡Oh, no! ¡Cómo podía ser tan patosa! Maldije por lo bajo. Tenía la espalda dolorida y el golpe debía de haber sido fuerte porque oí a un lado la voz asustada de mi hermana pequeña: “¡¿Qué pasa Ana?! ¿Estás bien?”
“Sí, sí”, respondí malhumorada.
“¡Vale, vale, perdona!”, respondió mi hermana algo dolida.
“¿Quieres encender la luz?”, pregunté intentando suavizar la voz.
“¿Para qué?!” me respondió. Me quedé sorprendida.
“Hombre Cristina, creo que está claro, ¿no?”
“¿Cómo?”
“¡Déjate de rollos y enciende la luz!, pregunté perdiendo el control.
“¿Pero para qué si es de día?”, exclamó casi riendo.
“¿Me estás tomando el pelo?”
“No”, me dijo muy seria.
“Y entonces, ¿por qué no veo nada?
“¿Cómo que no ves nada?”
“Como que no veo”.
Se hizo un silencio incómodo. Luego nos empezamos a reír y cuando aquello dejó de tener gracia, mi risa se tornó en llanto interno y lágrimas silenciosas. No soportaba aquello. ¿Qué me estaba ocurriendo? El dolor de la espalda me hizo reaccionar. Notaba la presencia de mi hermana, pero me sentía sola e indefensa en un mundo que era totalmente desconocido para mí. Mi hermana estaba alterada y confusa, casi lloraba. Intenté controlarme para no disgustarla y la mentí. “¡Cris, que es una broma!”
Fue lo más estúpido que podía haber hecho; pero no se me ocurría nada mejor. Nunca la había visto tan preocupada. Supongo que por su mente pasarían miles de cosas y pensamientos. Traté de dramatizar exageradamente la escena; para que ella misma se riera o hiciera algo que me permitiera tener algo de ventaja y buscar una solución. Entonces, y aunque no fue lo mejor, se fue a la cocina enfadada por mi ridícula actuación. Eso, a pesar de todo, me alivió un poco, porque ahora no me veía en la necesidad de fingir. Pero ahora si que me sentía sola y perdida. La mentira me ayudaba. Me calmé y como siempre hago cuando estoy enfadada o triste, me puse a tocar el piano. Me sabía la partitura de memoria, por lo que recordar las notas no supondría un obstáculo. Poco a poco y con suavidad fui acercando mis manos al teclado. Realmente estaba desorientada y eso me aturdió un poco. Sin embargo, intenté localizar el do central. Su sonido es fácilmente reconocible. Y a partir de ahí me coloqué en posición para empezar. Noté cómo mis manos se deslizaban solas por esa alfombra dicromática... Por fin un rato de tranquilidad. La música me absorbió por completo... Pasamos a formar un solo universo y todo era perfecto. Me escocían los ojos de llorar y decidí no pensar... Todavía podía recordar la posición de los objetos en mi casa. Eso me tranquilizó aún más. No sentía nada. De repente, mis dedos se bloquearon. No conseguía dar la nota siguiente. Tardé un buen rato en encontrarla y perdí por completo el hilo de la obra. Me enfadé y golpeé el piano, descargando toda mi frustración sobre él. Volví a llorar. Acudí a Dios pero no le encontré o quizá no quise encontrarle. Yo seguía allí sola. No me quedaban más lágrimas, ni tampoco fuerzas para llorar. Resignada, intenté calmarme. Me levanté. Me apoyé en la suave textura de la tela del sofá. Me senté y con una voz ronca y ahogada; que intenté en vano disfrazar; pedí a mi hermana que me trajera el discman porque yo no sabía dónde estaba. Ella accedió. Lo cogí con cuidado. Noté sus botones y el cable de los auriculares. Lo seguí hasta sus extremos y me los coloqué en los oídos. Recordaba la posición de cada uno de los botones o por lo menos de los más imprescindibles. Lo puse en marcha. De nuevo se creó ese magnífico universo entre la música y yo. Cerré los párpados doloridos. Subí los pies al sofá y me di con lo que parecía ser un pico de la cubierta de un libro. Lo cogí. No era un libro. Supuse que era un cuaderno cuando palpé las anillas. De ellas sobresalía un lápiz encajado. Lo cogí. Abrí el cuaderno. Noté la suave superficie de las hojas. La música sonaba en mis oídos. Cogí el lápiz y lo empecé a deslizar por la hoja al ritmo de la música. Y creé dibujos que sólo podía descifrar mi imaginación y me sentí feliz dentro de lo posible. Me pesaban los párpados... Poco a poco caí rendida al siempre suave regazo del sueño...
Algo me zarandeaba... Era mi madre. Abrí los ojos y por fin lo vi todo. Aquella sensación de haber nacido de nuevo era increíble. Me levanté de un brinco y de mis manos cayeron un lápiz y un cuaderno. Recordé. Lo cogí, le di la vuelta y vi unos garabatos que se asemejaban a una flor y unas palabras que decían: “Es sólo un sueño”. Y empecé a reír.

Me pasó de verdad.

El sábado pasado me pasó algo increíble. Todos los integrantes del club de Ajedrez fuimos a un torneo que se celebraba en el Retiro. Una vez allí, un perro labrador precioso se acercó a mí y me olfateó. Yo le acaricié. Su pelaje era muy suave y me quedé con algunos pelos entre los dedos. Para quitármelos me sacudí en la ropa y fue entonces cuando me di cuenta de lo suave que era la textura de mi camiseta. Entramos en la sala y nos sentaron con nuestros respectivos contrincantes. Me dirigí hacia mi mesa y allí, sentado con la mirada fija en ninguna parte y una sonrisa en los labios, se encontraba el que sería mi contrincante: un hombre no muy mayor, de pelo castaño y cara redonda. Yo le saludé. Él me devolvió el saludo con aquella sonrisa agradable que se dibujaba fácilmente en su rostro; pero no me miró. Me senté. Deslicé una mano temblorosa por el tablero, saboreando su lisa superficie y coloqué las piezas; me sentía como un rey insuflando valor en los corazones de sus caballeros antes de la batalla. Cuando terminé me quedé esperando para ver si movía él. Pero no hizo nada. Yo me sentía un poco incómoda. Como es mi costumbre comencé a mirarme las manos; de ahí mi mirada se posó en el tablero y luego en un tablero más pequeño que había al lado. Estaba agujereado. Pensé que era un nuevo modelo para campeonatos y no le di más importancia. Entonces se me ocurrió decir: ¿Empezamos ya? El hombre se sobresaltó y dije apresuradamente: ¿Si le parece bien? Y él respondió: Sí, sí, claro... Vi cómo bajaba su mano hasta el tablero agujereado, tanteaba las piezas y sin ninguna vacilación movió el peón de dama a su correspondiente casilla y lo encajó perfectamente. ¡Así que era eso! Era ciego. Aquella situación era totalmente desconocida para mí y aunque me chocó mucho intenté actuar con normalidad. La partida se desarrolló como cualquier otra. De repente, noté algo que me rozaba las piernas. Miré hacia abajo y reconocí al perro labrador de antes, estaba justo debajo de su dueño y empujaba una silla contra mí. Creo que era para distraerme y no sé si fue por eso; pero, efectivamente, perdí la partida (era de esperar). Al finalizar la partida le di la mano y le felicité. Me levanté y me fui. Mientras caminaba me di la vuelta y vi que aquél ciego manifestaba su victoria acariciando suave y cariñosamente al perro. Sonreí para mis adentros y pensé en lo admirable que es vivir sin el sentido de la vista del que tan poco prescindimos y ver la vida desde una oscuridad que no es tan profunda y que tiene otras pinceladas de color, otros matices y otras muchas sensaciones.
Llegué a mi casa e intenté hacer cosas con los ojos cerrados. Descubrí que al principio cuesta adaptarse a ello; pero al final te acabas acostumbrando y aprendes a valorar las cosas de otra manera.

HÁBLAME DEL MAR MARINERO

Una extraña costumbre en que me inició mi querido abuelo cuando yo era pequeña consistía en cerrar los ojos sentada en la fina y cálida arena del mar para saborear cada segundo de vida que quedaba atrapado en ese momento. En cierta manera podría decir que aprendí a agarrar el tiempo entre mis dedos y a obligarlo a ralentizarse.
Sin embargo desde que el tiempo dejó de transcurrir para mi abuelo me aparté de todo aquello que me recordaba esos buenos tiempos. Me fui a vivir con mi tía a la ciudad pero la pobre no podía permitirse pagarme una buena educación; algo que yo ansiaba enormemente. Así que decidí arriesgarme y sabiendo que mi tía podía seguir ofreciéndome cobijo, a los dieciséis años empecé a trabajar como camarera en un conocido pub. Sin embargo, no conseguí hacerme con aquel ambiente y lo poco que había ahorrado no era suficiente para entrar en el mundo “académico”. Desesperada me arrojé a los brazos de la auto enseñanza. Compré todo tipo de libros para instruirme en cultura general. Empecé a escribir un diario, recuerdo la textura de sus páginas amarillentas y el sonido de la pluma rasgando el papel y viendo que la redacción no me suponía grandes esfuerzos y que podía desenvolverme con facilidad decidí lanzarme a escribir mis propios relatos. Volví a comprarme libros pero esta vez de literatura para dejarme fascinar por aquellos nuevos mundos que cobraban vida en cuanto deslizaba mis ojos entre aquella maraña de letras. Interioricé cada una de aquellas historias y logré ver aquellos mundos en mi mente con total claridad. Después di un nuevo paso introduciéndome a mi misma en aquellos parajes extraños y creando nuevas aventuras, expandiendo ese universo. Entonces después de aquellos sueños llenos de magia me lancé a escribir. Iba rápida como un rayo por miedo de que se me fueran a perder las ideas. Escribía con los ojos cerrados para así poder ver mejor cada detalle de mis personajes y de mi universo. Viajé al mar y retomé todas aquellas sensaciones olvidadas. La suave brisa marina volvía a acariciarme los hombros desnudos y a envolverme con sus finos dedos salados. Entonces me llenó una grata sensación de serenidad que me devolvió la paz que había perdido.
Llevé mis relatos a una editorial lo antes que pude. Por entonces malcomía y me estaba quedando en los huesos. Necesitaba el dinero cuanto antes. Gustaron mis historias. Tuve un nombre.

¿Sabéis lo que me gustaría escribir algún día? Esto.

Es frío. Es calculador. Es cruel. Es inhumano. Es un perturbado.
Sé que voy a morir.
Lo tiene todo planeado.
No puedo escapar.
Me ha pedido que escriba mis últimas palabras.
Está sentado frente al tablero de ajedrez y juguetea con las piezas tan tranquilo.
Sólo quiero que termine con esto de una puta vez.