jueves, 17 de septiembre de 2015

Hojas Secas.


Aún no me he recuperado de la visión que sigue pintada en mi retina y mi cuerpo tampoco parece dar señales de querer recuperarse del shock. Apenas puedo parpadear y mucho menos escribir. Me tiemblan las manos y me faltan palabras para describir lo que acaba de pasar aquí en mi cuarto. Y eso que soy escritor. En paro y con el síndrome de la página en blanco, pero escritor al fin y al cabo. Debería poder sentirme capaz de sacar una saga entera de lo que he presenciado y sin embargo, sólo pretendo escribirlo para no olvidarlo jamás, si es que algo así se puede olvidar. Quizá sólo haya pasado en mi imaginación pero sé que no, que ha sido tan real como yo. Me había alquilado una tranquila casita rural para tratar de refrescar mis ideas para la nueva novela que tenía apalabrada. Ésa que, a estas alturas del año, ni siquiera tiene forma en mi cabeza. Sonaba bien hace una semana aquella frase que tanto me había repetido en la universidad y que no había dejado de emplearla en mi madurez totalmente seguro de la flor que alguien, mi santa madre quizá, me había puesto en el culo “allí seguro que se me ocurre algo y otra vez a vivir del cuento –y nunca mejor dicho-”. Pero mi frustración iba creciendo al ver que se acababa el plazo de entrega del borrador definitivo y mi mente seguía en blanco. No, la flor nunca me había fallado y la presión me excitaba inspirándome hasta límites insospechados. Mi editora me besaría el culo al ver el borrador encuadernado en su escritorio justo unas horas antes de que nos venciera la maldita fecha, como la tenía acostumbrada sólo por ver su cara de éxtasis y oír los sensuales improperios que solía descargar contra mí. Se ponía tan bonita cuando se exasperaba… Y quizá me lo acabaría agradeciendo como sólo ella sabe. Sin embargo, aquella casita y su silencio desquiciante me estaban volviendo del revés. Soy un hombre de bullicio y de inspiración callejera. No se puede esperar que un entorno idílico sede a quién se duerme escuchando heavy del duro. La paz no es para mí, ni lo será. Pero no cambio ni por todo el ruido del mundo ni por todo el oro lo que he vivido hace unos instantes. Justo cuando estaba a punto de tirarme de los pelos ha ocurrido lo inimaginable, incluso para mí, que lo he imaginado casi todo y más si es por dinero. Es probable que al releer esto ni yo mismo me crea mis propias palabras. Pero sé que no son fruto del alcohol ni de un buen porro. Hasta hace unos instantes, una ninfa, no de las que detienen coches en lencería, sino una de verdad, una de esas criaturas que han poblado fuentes y bosques durante siglos, que han hecho perder la cordura y la paciencia a más de un incauto forajido y han tomado forma en las mentes de los grandes artistas, ha estado en mi cama. Miraba sin ver a través de la ventana de mi habitación con un café ardiendo entre las manos, cuando al entornar los ojos y enfocar, la he visto. Un cuerpo desnudo y tendido en el suelo alzaba una mano suplicante con las pocas fuerzas que le quedaban. Tardé un poco en reaccionar pero salí pitando hacia ella. A medida que me iba acercando a la ninfa sentía que mi corazón se aceleraba. Era como si de repente estuviera presenciando un milagro, la visión más espléndida que puede esperar un hombre enamorado de las musas. Pero aquel ser estaba malherido y se hundía en las sombras, el más cruel de los destinos para una criatura de luz. Sentí que me daba permiso para cogerla en brazos y llevarla a un lugar seguro. Sólo quise salvarla. Deseé que se salvara. La llevé dentro y la dejé con cuidado sobre mi cama. Temí que se hiciera añicos al rozar las sábanas. No me atrevía a hacerla nada, ni siquiera a acariciarla, aunque de mis dedos tiraban unos hilos con la fuerza de un imán de neodimio hacia su cuerpo. Casi podía sentir cómo mis labios boqueaban el aire buscando sus labios. Así que sólo pude quedarme petrificado, sin saber qué hacer. Entonces me miró a los ojos y sentí lo que no soy capaz de describir. Puede que me hechizara, pero estoy seguro de que no fui presa de ningún embrujo. Simplemente durante aquellos minutos la amé locamente. Quise acariciarla pero en sus gestos entendí que la aterrorizaba. Recordé que las ninfas huían de los seres humanos y conmigo no iba a ser diferente. Pero ella no podía huir. Buscaba un refugio donde morir. Quizá mi cama era algo más cálida que la tumba de fría y punzante hojarasca que la hubiera envuelto de no haberla recogido. Quizá necesitaba sentir que aquel mundo que se apagaba ante sus ojos no era tan malvado. Algo oscuro la estaba devorando por dentro. Agonizaba en mi cama por la ponzoña de una trampa mortal que invadía su cuerpo desnudo, níveo y centelleante, ennegreciéndolo. No he podido despegar mis ojos de ella. Y al mirarme una segunda vez supe que estaba perdido, condenado a ver cómo desaparecía entre las sábanas dejando un rastro de hojas secas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario