jueves, 23 de abril de 2015
El hueco de sus manos.
Había visto de todo en su corta vida pero aquello sin duda la había sobrepasado con creces. Cerró la puerta del baño con toda la furia y toda la rabia que tenía acumuladas dentro tratando de acallar con el portazo la desesperación que luchaba por salir desde algún lugar de su pecho abriéndose hueco dolorosamente por la tráquea, quemándole sin contemplaciones la garganta hasta abrasarle la boca y salir finalmente despedida a propulsión en forma de gritos y llanto desconsolado. Porque no había consuelo, no había droga capaz de hacerla desconectar de aquella realidad. No había nada que la pudiera devolver lo que le había robado la vida. Ni siquiera la muerte parecía ser la salida. No para ella no. No era capaz de otra cosa más que de odiar. Llevaba muchos años en guerra consigo misma y con el mundo y nadie se libraba del veneno de sus pensamientos. Nadie. Ni siquiera esa deidad a la que ella había rezado fervorosamente desde niña. Ya no era capaz de oir las respuestas a sus propias preguntas. Respuestas que ella misma fabricaba y que bailaban en su cabeza como puestas ahí por Él. Pero Él nunca le había dado una sola respuesta. Ella había dado con las soluciones por sí misma creyendo que venían de más allá, de alguien que velaba por ella. Pero ya no oía esas soluciones, ni siquiera era capaz de autoengañarse. Ya no. No podía traicionarse de aquella manera. Con los ojos ardientes y mojados de quién llora amargamente miró al cielo de su baño, más allá de las sucias baldosas del techo, atravesando kilos y kilos de hormigón y cemento armado, llegando con sus pupilas a las mismas estrellas del firmamento y le espetó sin miramientos por qué la había abandonado de aquella manera, por qué ya no se sentía una hija más, una hija especial como le habían dicho tantas veces aquellas monjas que velaban tan fervorosamente por su pudor y recato. La saliva seguía saliendo a cada palabra que pronunciaba. Se sentía una pobre loca encerrada, engañada. Por qué le había obligado a mirar a la cara a la realidad, preguntaba con los ojos desorbitados fuera de sí. Por qué no se apiadaba de ella de una vez y la permitía vivir ajena a tanta desolación, a tanto dolor. Por qué se reía de ella, le gritó como una demente. Por qué iba a creer en su palabra. ¿Acaso para ella tenía reservado un mejor final o un mejor destino? En qué era ella diferente a toda aquella gente abandonada, en qué era diferente para pensar que tendría una mejor vida que la de aquellos que la vieron crecer y acabaron sus días entre sufrimiento y olvido. ¿Por qué para ella iba a ser mejor, más idílico? ¿Acaso lo merecía? ¿Qué había hecho ella para merecer nada de Dios o de la Vida? Entonces comprendió que una vez más no iba a obtener respuesta. Que ni siquiera estaba en sus manos responderse y entonces se apoderó de ella el miedo como nunca antes. Se dejó caer al suelo y se hizo un ovillo escondiendo la cabeza entre sus manos. Lo único que la calmó fue aquella oscuridad improvisada en el hueco de sus manos.
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