Hoy he apreciado, como nunca había hecho antes, la fragilidad de su cuerpo envuelto en esa bata a mediohacer que reduce el movimiento de quién la luce por lo fácil que resulta mostrar el pandero al mínimo gesto. Unas piernecitas reducidas al hueso cuelgan en esa silla ortopédica de la habitación 1404 del hospital a la que la han amordazado con tubos de oxígeno para limpiar sus pulmones. Unas manitas huesudas luchan por hacerse con el control de un triste muslo de pollo que apenas sabe a nada y que le está costando Dios y ayuda tragar por un esófago vago y desgastado que la ha vuelto de apetito caprichoso y pueril. Su cara ajada por la edad y los disgustos de los últimos tiempos ha empequeñecido bajo esa densa mata de canas acaracoladas y revueltas. Las enormes gafas de pasta que la permiten empeñarse durante largos ratos en la resolución de una sopa de letras, parece que se le vayan a lanzar por el trampolín nasal incapaz de seguir resistiendo y contenerlas. Sus ojillos de cordero degollao y su sonrisa triste y desganada me mueven a querer llevármela a casa aún teniendo a todos los médicos en contra.
Te quiero abuelita, recupérate pronto.
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