martes, 12 de marzo de 2013
El convencionalismo en los vagones y el hombre de la capucha amarilla.
Hace tiempo que me descubro en el metro espiando furtivamente a los pasajeros en busca de un personaje que me atraiga lo suficiente como para inventar su historia, pero el convencionalismo reina en los vagones. Ni un alma diferente, llamativa. Todas esclavas de las tendencias, del dinero, de los instrumentos tecnológicos imprescindibles de pantalla táctil de ultimísima generación que les chupan el cerebro a través de los ojos que apenas parpadean hipnotizados por los píxeles de esas máquinas que acunan en sus manos de pulgares oponibles superdesarrollados a base de tecleteo frenético. Mentiría si no admitiera que hay alguna reivindicativa pero no deja de ser más de lo mismo: ese espíritu joven y luchador que encara al sistema con unos cuantos rotos en sus pantalones, pinchos en sus pulseras, un look muy transgresor y una novela de Tolstói. Pero sigue sin ser lo que busco. Sin embargo, hace unos días, cuando tocó el diluvio universal del año, me topé sin quererlo ni beberlo con lo que andaba buscando tan ávidamente. Un hombre de mediana edad perdido en sus pensamientos con ojos abiertos como platos tras unas lentes doradas, con una barba prominente pero no del todo descuidada, vestido todo de pana con unos pantalones y una sudadera amarilla encapuchada y un misterioso maletín de cuero. Tenía muchos ingredientes para pasar desapercibido pero algo me hizo centrar en él toda mi atención. Se sentó frente a mí y en el mismo instante en el que lo miré por primera vez, empezó a murmurar algo ininteligible y tras colocarse la capucha, como si dentro del metro fuera a caerle el chaparrón que azotaba en el exterior, se aferró a su maletín. Mi mente no paraba de hacer hipótesis, de viajar por su historia a través de los datos que ofrecían su comportamiento y su aspecto tan inusuales. Si no fuera por su gesto adusto y poco amable pensaría que el Capitán Pescanova se había escapado del anuncio de la tele, pero distaba mucho de parecerse a aquel personaje de ciencia publicitaria. Aquel hombre que portaba consigo ese maletín, sin duda encerraba un misterio. Todos sus gestos parecían querer esconderle de algo o de alguien pero a mis ojos aquello no hacía más que delatarle. Imaginé documentos secretos en manos de un estrafalario guardián custodio que escapaba de unos perseguidores escabulléndose entre la muchedumbre un día gris y lluvioso de marzo... Sin embargo, cuando me encontraba ensimismada en la búsqueda de respuestas a aquel interrogante la reconocida voz que anunciaba las paradas y conexiones de metro pregonaba mi destino y me obligó a apearme perdiendo la pista a aquel hombre de la capucha amarilla. Cuando me volví en el andén a echarle un último vistazo sus ojos profundos y azabaches se clavaron en mí burlones: no podría seguirle la pista.
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