martes, 14 de agosto de 2012
Las Perseidas.
Algo tiene el Universo que encandila, hipnotiza, empequeñece. Todo lo que allí ocurre fuera de nuestro limitado alcance parece atraernos con la fuerza de un agujero negro o el canto de una sirena. Descubrir las constelaciones de entre tantas estrellas se antoja un juego fascinante pero lo es aún más verlas cruzar el cielo. Es increíble la ilusión que puede hacer observar el manso firmamento a la espera de una estrella fugaz que rompa la quietud por un efímero instante. Pocos eventos de este tipo he presenciado en mi vida pero hice lo posible porque no se me escaparan las Perseidas la madrugada del día doce de agosto incómodamente sentada en un puff de mimbre y apoyada sobre una almohada en el alfeizar de la ventana de la buhardilla junto a mi hermana. En mi cabeza se apilaban desordenados los deseos que lanzaría al viento al paso de los astros como si no quisiera perder la ocasión de hablarles de ellos a las estrellas, esperando de ellas algún tipo de poder o magia ancestral capaz de cambiar el rumbo de mi vida. Desde ese momento, en mi retina han quedado grabadas esas estelas de fuego surcando el negro de la noche y en mi alma los deseos que viajan con ellas en el tiempo.
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