No me mires así. No deliro.
No me juzgues. No soy yo, ¡es este café! Su amargura me corroe.
Seguro que mi sangre es de este tono achocolatado y cabalga desenfrenada por mis venas.
¡Mira mis escleróticas, mis uñas! ¿No las ves distintas? Comprobé la etiqueta y ponía “sabor, aroma y color extrafuertes”.., ¡¿pero tanto?!
Escribo sin parar palabras cafeínicas, frenéticas, caóticas y desesperadas.
He hecho del café mi única musa. ¡Y es real maldita sea! Es decir, ¡la veo! ¿La ves tú también?
Es pequeñísima. Tan alta como el capuchón de un bolígrafo. Tan grácil como un fuego fatuo. Tan refulgente como una aurora boreal.
No me mires así, te lo ruego. Haces que me sienta incómodo. ¡Te digo que no deliro! ¿No?
Si tú la vieras como yo... Pero es escurridiza. Le gusta el café.
La veo asomar su cabecita calva sobre la superficie de la taza para zambullirse después en el líquido marrón con risitas estridentes. A veces se tira de cabeza y hace unos largos tranquilamente. Otras hace natación sincronizada al compás de la música de mi móvil. Otras se coge las rodillas.., salta.., y lo pone todo perdido. A veces sumerge media carita, y con ojos picarones, resopla bajo el agua y hace espuma. ¡Y con sus diminutos piececillos salpica mis hojas! ¡Criatura exasperante! A veces sale de su escondite y juega con mi pluma. Otras, se mete de cabeza en el azucarero y cargando en sus bracitos un montón de oro blanco lo vuelca en la taza satisfecha. Creo que se exfolia la piel. Le gusta cómo le queda después. Se tumba en el asa y se acaricia los brazos con expresión de regusto. Pero es efímera y muere con los últimos sorbos. Y con ella mi inspiración se esfuma, quedando ambas fosilizadas en los posos hasta el próximo café.
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