domingo, 3 de septiembre de 2017
Café volador.
Tin tilín, tin tilín tilín.., tin tilín, tin tilín tilín… tin tilín, tin tilín tilín...
Y así durante diez larguísimos minutos o más (que a mí se me hacían eternos).
A mi padre le encantaba darle vueltas al café y golpear el vasito con la cucharilla.., ¡¿qué.., unas 10 veces por milisegundo?!
¡Ni los aceleradores de partículas son tan rápidos! ¿Qué demonios tenía que mezclar? ¿Acaso era el azúcar un bloque de cemento indisoluble o algo así?
Lograría una fusión atómica si se lo propusiera. Maldito soniquete.
Desde la cama, tapándome las orejas con la almohada, intentaba buscarle una explicación racional a semejante comportamiento. Llegué a la conclusión de que podía ser una especie de rollo zen, un ritual mañanero inexplicable, propio de mentes tan brillantes como retraídas. A mí me ponía de los nervios, claro. (Yo no tenía una mente brillante ni tampoco retraída).
Aquel taladrante y desquiciante soniquete se convirtió, en contra de mi voluntad, en mi despertador y uno no suele llevarse bien con los despertadores, que yo sepa.
Yo al menos no.
Así que un día me levanté e hice como con aquel relojito tan desquiciante (sólo que esta vez no tiré por la ventana ningún reloj).
El café describió una hermosa parábola invertida y aterrizó en algún tipo de neandertal que gruñó ante el extraño fenómeno del café volador.
Me quejo pero lo echo de menos.
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