domingo, 3 de septiembre de 2017

Queden de mí.

Queden de mí
atardeceres
paseos a la sombra
silencios
penumbra
besos escondidos
el espacio entre cuatro paredes
errores
intentos fallidos
palabras, muchas palabras
y sobre todo

SUEÑOS

Abuela.

Nos habían aconsejado ir a verla sin expectativas. Nos habían repetido hasta la saciedad que el hecho de que no reconociera los rostros de sus nietos podría suponernos una tristeza inmensa e irreparable.
Yo temía que Miguelín no lo entendiera y la odiara. Porque yo no lo entendía. Y la odiaba. Sin saber muy bien por qué pero la odiaba. Quizá era mi forma de recriminarle que se hubiera olvidado de nosotros así. De la noche a la mañana. O eso me parecía.
Pero mi hermano pequeño no se rendía nunca. Había una determinación férrea en sus ojos, como cuando se disfrazaba de Superman y corría por la casa diciéndonos que todo era posible con una sonrisa.

-¿Qué harías si a tu princesa se le hubiera olvidado cómo escapar de la torre custodiada por un temible dragón? ¿La abandonarías sólo porque no reconoce a su caballero? ¿O porque no cree que esté en peligro? Ea. Ella es mi princesa.

A sus seis años me desarmaba y eso me enfurecía. Estaba dispuesto a luchar por ella. Y yo, el hermano mayor, tenía miedo. Ya no creía en los finales felices de los cuentos. Me había vuelto un cobarde pero reconozco que Miguelín tiró de mí. Me contagió de alguna manera.

Nos dimos la mano y entramos en aquella pequeña habitación decorada en los tonos pastel que tanto le habían gustado siempre. No había fotos. Ni nada que pudiera removerle sentimientos. Decían que podría crearle más confusión. Yo creía que eso sólo empeoraba las cosas, pues no habría forma de hacerla recordar. Creo que pensaba que podría recuperar la memoria. Que el alzheimer era como una fiebre que se acabaría extinguiendo algún día, pero nadie más parecía pensar como yo. Nadie me sacó de mi error.

Y allí estaba ella, con la mirada fija en las ramas de los árboles del jardín, absorta en un mundo inalcanzable. Quizá era verdad que había olvidado cómo escapar de la torre. Quizá había olvidado que estaba en una torre. Quizá lo había olvidado todo.

-¿Abuela?

Sin apartar la vista de las ramas danzantes y tras un larguísimo minuto en el que había estado excavando en su deteriorada memoria, una sonrisa apareció en su rostro.

La Ilusionista.

La Comunidad Mágica nunca vio con buenos ojos lo que hacía. Lo consideraban exhibicionismo y traición.
Claro que también era "objetivo abatible" para las Autoridades no Mágicas. Lo que hacía era, como decían, cosa de brujería y atentaba contra las leyes de los hombres y los dioses.
La persiguieron incesantemente. Incluso llegaron a pedir una recompensa considerable, muy considerable, por encontrarla y entregarla viva o muerta.
Creó mucha expectación. Más, si era posible.
Tenían espías dispersos por las calles, entrenados sólo para reconocerla y atraparla... Hicieron correr rumores de que la habían arrestado por fin para desprestigiarla, para restarle importancia, para que cayera en el olvido.
Pero ella era más lista que todas esas mentes obtusas y jugaba bien sus cartas. Eso la hacía más fascinante aún. 

Tanto se fantaseó con su existencia que se convirtió en un auténtico mito.

Yo la vi, cuando era una adolescente, en un tugurio de mala muerte después de la jornada en la fábrica allá por diciembre de 1920. Aún me cuesta creerlo.

La llamaban “La Ilusionista”. Nunca sabías dónde aparecería pero si eras suficientemente afortunado y ella te consideraba "puro de mente", te elegía para que creyeras en ella, y por ende en la magia.


Bebía cerveza cuando apareció tras de mí. Corrían rumores sobre su aspecto cambiante. Me hizo seguirla hasta el callejón. Cuando llegamos al pasadizo, cerró los ojos y comenzó a acariciarme la cara, el pelo, el cuello, los brazos.., creo que estaba recordando mi silueta o algo así. Era como si me estuviera dibujando en su mente... Entonces vi cómo las venas de sus manos comenzaron a emitir un brillo azulado que las recorría hasta llegar a las puntas de sus dedos. De ellas fue brotando un hilillo de una sustancia indefinible e ingrávida de ese mismo brillo azulado, que emergía en forma de volutas de humo e iba quedando poco a poco suspendida en el aire. Al principio no reconocí la figura hasta que pude contemplar ante mí, una forma humana. ¡Era yo! O mi reflejo, o mi esencia. Pero era yo. Mi pelo, mi vestido, mi colgante... Fue tal mi embelesamiento que no vi cómo desapareció en una llamarada de humo verde. Creí.

Café volador.


Tin tilín, tin tilín tilín.., tin tilín, tin tilín tilín… tin tilín, tin tilín tilín...

Y así durante diez larguísimos minutos o más (que a mí se me hacían eternos).
A mi padre le encantaba darle vueltas al café y golpear el vasito con la cucharilla.., ¡¿qué.., unas 10 veces por milisegundo?!
¡Ni los aceleradores de partículas son tan rápidos! ¿Qué demonios tenía que mezclar? ¿Acaso era el azúcar un bloque de cemento indisoluble o algo así?
Lograría una fusión atómica si se lo propusiera. Maldito soniquete.
Desde la cama, tapándome las orejas con la almohada, intentaba buscarle una explicación racional a semejante comportamiento. Llegué a la conclusión de que podía ser una especie de rollo zen, un ritual mañanero inexplicable, propio de mentes tan brillantes como retraídas. A mí me ponía de los nervios, claro. (Yo no tenía una mente brillante ni tampoco retraída).
Aquel taladrante y desquiciante soniquete se convirtió, en contra de mi voluntad, en mi despertador y uno no suele llevarse bien con los despertadores, que yo sepa.
Yo al menos no.
Así que un día me levanté e hice como con aquel relojito tan desquiciante (sólo que esta vez no tiré por la ventana ningún reloj).
El café describió una hermosa parábola invertida y aterrizó en algún tipo de neandertal que gruñó ante el extraño fenómeno del café volador.

Me quejo pero lo echo de menos.

Mi musa en el café.

No me mires así. No deliro.
No me juzgues. No soy yo, ¡es este café! Su amargura me corroe.
Seguro que mi sangre es de este tono achocolatado y cabalga desenfrenada por mis venas.
¡Mira mis escleróticas, mis uñas! ¿No las ves distintas? Comprobé la etiqueta y ponía “sabor, aroma y color extrafuertes”.., ¡¿pero tanto?!
Escribo sin parar palabras cafeínicas, frenéticas, caóticas y desesperadas.
He hecho del café mi única musa. ¡Y es real maldita sea! Es decir, ¡la veo! ¿La ves tú también?
Es pequeñísima. Tan alta como el capuchón de un bolígrafo. Tan grácil como un fuego fatuo. Tan refulgente como una aurora boreal.
No me mires así, te lo ruego. Haces que me sienta incómodo. ¡Te digo que no deliro! ¿No?
Si tú la vieras como yo... Pero es escurridiza. Le gusta el café.
La veo asomar su cabecita calva sobre la superficie de la taza para zambullirse después en el líquido marrón con risitas estridentes. A veces se tira de cabeza y hace unos largos tranquilamente. Otras hace natación sincronizada al compás de la música de mi móvil. Otras se coge las rodillas.., salta.., y lo pone todo perdido. A veces sumerge media carita, y con ojos picarones, resopla bajo el agua y hace espuma. ¡Y con sus diminutos piececillos salpica mis hojas! ¡Criatura exasperante! A veces sale de su escondite y juega con mi pluma. Otras, se mete de cabeza en el azucarero y cargando en sus bracitos un montón de oro blanco lo vuelca en la taza satisfecha. Creo que se exfolia la piel. Le gusta cómo le queda después. Se tumba en el asa y se acaricia los brazos con expresión de regusto. Pero es efímera y muere con los últimos sorbos. Y con ella mi inspiración se esfuma, quedando ambas fosilizadas en los posos hasta el próximo café.