Quizá su historia y su nombre hubiesen pasado desapercibidos. Quizá su existencia habría sido intrascendental, tan fugaz e insulsa como la de muchos otros; pero desde que recibió aquel mensaje del hombre de la Dársena 3 el destino quiso que todo eso cambiara y aquí me encuentro yo tecleando frenéticamente la aventura que transformó su vida y su sino.
Jacinto Ulloa se sentía presa del monótono transcurrir del tiempo en aquel intercambiador madrileño. Se pasaba los días pegado a un monitor que le revelaba segundo a segundo lo que acontecía en cada rincón de aquellas instalaciones que tan bien conocía. Digámoslo así: para él la estación no tenía ningún secreto. Su vida había estado ligada a las vías desde que tenía uso de razón. Su madre murió pocos años después del parto y fue sacado adelante gracias al esfuerzo conjunto de su padre y su abuelo quienes le introdujeron en el mundo de lo subterráneo. Su abuelo había sido vigilante en una estación de ferrocarril, pero cuando llegó el metro a la ciudad no pudo resistirse a desentrañar sus secretos. Se trasladó a un cuartucho de la estación de Moncloa, el mismo cuartucho en el que engendró a Mario, el padre de Jacinto, y el mismo en el que éste se crió hasta convertirse en conductor de metro. Por suerte Jacinto nació entre las impolutas paredes de un hospital y no en los escasos metros cuadrados que vieron crecer a su padre. La muerte de su madre, cuando Jacinto contaba la tierna edad de cinco años, obligó a Mario a tomar la decisión de no separarse jamás de su hijo y hacer de padre y madre con la incondicional ayuda del abuelo. Enseñó a Jacinto todo lo que sabía del metro con el fin de que éste se preparara y siguiera sus pasos teniendo un buen oficio y una vida tranquila y algún día pudiera formar su familia en el exterior. Lo que más le gustaba al pequeño Jacinto era entretenerse en la cabina y observar a su padre conducir y de vez en cuando le pedía tocar el freno o el silbato. Y por las noches cuando la vida en la estación se paraba por completo jugaba a encontrar tesoros perdidos siguiendo los trayectos de las líneas. Una noche tocaba encontrar el tesoro del rufián Patadepalo en alguna estación de la Línea 1, otra fragmentos del mapa de la fuente de la eterna juventud en la 3. Así nuestro joven protagonista fue creciendo entre el constante ajetreo de los pasajeros y los incesantes quejidos de las vías al paso de los vagones y fue testigo de cómo poco a poco se fue modernizando con la implantación de lo que siempre había oído a su padre como "nuevas tecnologías". Se formó en el campo de la vigilancia monitorizada y sus ojos pasaron a ver en blanco y negro los entresijos de la vida diaria en aquella estación.
Así, con la licencia que permite al narrador saltarse lo insustancial, llegamos al día en el que Jacinto comprendió que la vida en el interior de aquella estación no era tan lejana a la crueldad de la vida en la superficie.
Con sus cuarenta y cuatro años ya empezaban a pesarle los párpados a horas intempestivas y cada vez surgían más mofas de los compañeros que antes le conocían como el Búho. Más de una noche Jacinto tuvo que tirar de café para evitar las molestas cabezadas que le separaban de la realidad bicolor que custodiaba. Aquel día en que todo cambió el sino quiso que su café fuera a derramarse sobre el intrincado cableado de uno de sus monitores, el que custodiaba la Dársena 3. Perdió la visión de la zona y nadie fue testigo de su fallo y de su enojo porque a esas horas de la noche sólo quedaban él y los murmullos impersonales de los aparatos que trabajan incesantemente en aquella cabina de aire viciado.
Le llevó un buen rato secar aquel estropicio y recuperar la imagen. Cuando ésta volvió a llenar cada píxel de la pantalla un suspiro de alivio surgió de sus labios.
Arrojó con una sarta de improperios el vaso de plástico responsable de la pérdida de comunicación a la papelera repleta de los desperdicios de varios días y se dejó caer sobre la silla fija ante el monitor de la Dársena 3. Casi instantáneamente sus ojos se hicieron a aquellos pasillos, con sus recovecos y buscaron ansiosos cualquier indicio de desorden que hubiera podido ocurrir en aquel impass de caos. Sin embargo, la imagen no delató la presencia de anormalidades. Como siempre. Todo en su sitio. Emilia, la mujer de la limpieza acompasaba sus pasos al ritmo del minutero del reloj de la estación y empujaba el carro de la basura absorta en sus pensamientos y en la música que llenaba sus oídos taponados con esos auriculares horrorosos que él le había regalado tiempo atrás. A Jacinto le gustaba observarla aunque con el paso del tiempo había notado cómo se había ensombrecido su semblante y se había enfriado su relación. Sabía que su tiempo en aquella estación había terminado. Tenía que arriesgarse a salir al exterior y buscar fortuna en otra parte. Quizá si le traía nuevos aires a Emilia ella volvería a quererle.
De repente, algo le sacó de su abstracción. Algo no cuadraba en las imágenes que le devolvía el monitor de la Dársena 3. En uno de los pasillos menos visible al ángulo de las cámaras parecía haber un bulto en el suelo. Resopló indignado, no podía contactar con los vigilantes de a pie para que fueran a echar un vistazo. Probablemente fuera un macuto olvidado de algún pasajero despistado.., pero ¿cómo le había pasado desapercibido antes? No, imposible. No había quitado ojo de la pantalla. Tenían que haberlo dejado cuando sucedió el imprevisto del café en la cabina. ¡Mierda! Exclamó para sus adentros, otra vez le tocaría ir a mirar.
Cogió su manojo de llaves y echó a andar hacia la Dársena 3. Iba pensando en su error cuando empezó a vislumbrar a lo lejos aquello que había identificado como un macuto en el monitor pero que a medida que se acercaba se daba cuenta de que no era nada parecido. Aquel bulto respiraba entrecortadamente. Jacinto corrió hacia él y al llegar a su lado descubrió un charco de sangre que salía del pecho reventado de aquel hombre de pelo canoso y complexión fuerte que agonizaba. No le quedaba tiempo.
Jacinto se arrodilló junto a él y sacó nervioso el móvil de su bolsillo con la intención de alertar a la policía. La mano ensangrentada del moribundo le cogió la muñeca, deteniendo la llamada y con el esfuerzo de quien lucha contra la muerte en el último minuto le susurró:
- Ataque bioterrorista. Virus letal disperso por red de agua potable.
Jacinto no daba crédito y lívido se levantó desorientado cuando el hombre expiró. De golpe le inundó el pánico. Por primera vez en su vida no sabía lo que tenía que hacer. ¿Alertar a la policía? ¿Le creerían loco? Lo que estaba claro era que un hombre había sido asesinado por conocer aquella información, ¿y si era una cadena de mensajes y él era el próximo objetivo de los asesinos? Tenía que dar cuenta de todo ello pero ¿a quién? Entre las sombras detectó movimiento. Quizá los responsables de aquel homicidio siguiesen allí por si tuvieran que encargarse de posibles testigos.
Jacinto corrió hacia lo que conocía mejor que la palma de su mano. Las vías.
No tenía una idea de por qué huía, ni siquiera sabía si huía de alguien pero el eco de unos pasos tras él le hizo actuar sin pensar. ¿Cuántos serían? ¿Por qué no le habían disparado ya? ¿Acaso disfrutaban haciendo sufrir a la gente que conocía sus planes? La respuesta cruzó su mente como un rayo: Sí. Quizá así si fallaban en la ejecución de sus altos propósitos al menos se aseguraban cobrarse unas cuantas vidas sumidas en el terror y la angustia. O quizá algo los había despistado. O quizá se habían ido tras reventar a aquel hombre de la Dársena 3 conscientes de que a aquellas horas nadie lo presenciaría ni podría coger el testigo pero habían vuelto para asegurarse de que así fuera. No había muchas más posibilidades. Ni tampoco las tendría él si lograban darle alcance. Logró perder el eco de los pasos, parecían provenir de una única persona, al adentrarse en la oscuridad de las vías. Trastabilló unas cuantas veces antes de que sus ojos se acostumbraran a aquella oscuridad evitando sacar la pequeña linterna que llevaba colgada del cinto para no dar pistas a su perseguidor.
No tenía idea de cuánto llevaba recorrido, pero había tratado de ir todo lo rápido que le permitían sus piernas. Había escogido los recorridos y pasajes más desconocidos para evitar a su verdugo pero éste parecía desenvolverse como pez en el agua por aquel laberinto de hierros. Se sentía atrapado en aquella ratonera que era su hogar desde niño y lo único que pensaba era ganar tiempo, esconderse, para alertar a las autoridades. No perdía de vista las vías ni las indicaciones aunque mantenía su cabeza fija en el mensaje. Habían logrado colar un virus mortal en la red de agua corriente. Eso significaba que en poco tiempo la gente empezaría a caer en masa, se colapsarían las urgencias y se generaría el caos más absoluto hasta que lograran reconocer la fuente de la infección. Quizá ya estuviera haciendo estragos entre la población. Por lo visto, sólo él tenía la información necesaria para atajar esa búsqueda. Y ahora su vida corría peligro porque conocía el origen de todo. Aún más angustiado, si esto era posible, trató de llamar a la policía con su viejo teléfono móvil pero no había cobertura. Por fin sabía cuál era su próximo objetivo. La estación más cercana que le permitiera hacer esa llamada.
Recorrió mentalmente el plano de metro situando cada estación con cobertura y puso rumbo a la más próxima. El eco de unas palabras furiosas en lo que parecía árabe resonó en su cabeza y sintió mucho miedo. Por lo poco que veía las noticias estaba al tanto del fanatismo religioso de ciertas culturas y del afán terrorista que asolaba el planeta. Y pensó que probablemente fuera la única oportunidad de salvar la ciudad de un ataque invisible y silente. Tenía que dar la voz de alarma.
Por fin llegó a la estación. Llevaba mucha ventaja a su perseguidor pero no se confió porque sabía de lo traicioneros que eran los falsos ecos lejanos que se colaban entre los túneles y se mezclaban con oportunas corrientes de aire que equivocaban al oído inexperto y vulnerable en cuanto a la distancia a la que se encontraba el origen.
Marcó tembloroso pero decidido los números que le pondrían en contacto con la policía. En cuanto oyó una voz al otro lado del auricular soltó automáticamente:
- Mensaje Urgente: Virus letal disperso en red de agua corriente.
A penas pudo terminar la frase cuando una bala le atravesó el costado. Antes de que la segunda le acertara fatalmente en el pecho logró decir:
- Ataque terrorista. Quién sabe si más de dos asesinados.
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