A veces creo que escribo de todo y a veces que escribo de nada.
Que hablo de mis emociones más profundas, universales y absolutas, de revelaciones del alma, que en el prisma del tiempo acaban pareciéndome un montón de estupideces, soliloquio insoportable lleno de ridiculeces vanas. Que de la hoguera muy poco se salva. Que doy vueltas sobre lo mismo, perdida en el carrusel de mis pensamientos, examinándome al detalle con alevosía hipocondriaca, sufriendo lo indecible por ello casi por hobby, royendo un hueso que nunca acaba, que no me deja satisfecha y que su sabor amarga. Pensamientos que se enredan, que son ovillos de lana. Que llenan diarios de una adolescencia incompleta e inacabada. Que pierden el sentido y provocan la carcajada. Que no se sabe dónde empiezan ni tampoco dónde acaban. Tormentos que se destiñen y se vuelven una mancha difusa en el expediente, un pobre chiste sin gracia. Que hacen ruido de cacerolas en mi cabeza y no son nueces ni son nada.
Que escribo desde mi torre de princesa encerrada, que no ha experimentado lo suficiente pero cree saberlo todo tan sólo porque lo abarca su mirada, porque tiene la capacidad de imaginarlo cuando le dé la gana y así vuela "in aeternum" como una hoja desprendida que no acaba de tocar fondo, que no vuela pero "es volada". Sin rumbo en un desierto de fantasía estéril, de oasis sin calma. Que acabará muerta con un libro en las manos, preguntándose aún si vivió su vida, o se perdió en el típico cuento de hadas, si no fue un espejismo o simplemente nada.
Y así me devano los sesos, vivo sin vivir, escribo sin decir. Aunque quizá en cada cosa que escribo esté la clave para dar el siguiente paso, a modo de instrucciones para la existencia. Escribir de todo y de nada no es estético, ni productivo a simple vista, pero aclara la visión, despeja el camino, sana. Porque contiene algo mío, quizá un reflejo de mis miedos y de mis esperanzas. Quizá sea mi forma de abrir caminos entre tanta lana desmadejada.
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