Aquí van unas cuantas obviedades vitales, que son obvias teóricamente desde que nos cuentan eso de que la vida es nacer, relacionarse, reproducirse y morir (como si fuéramos a aceptarlo tan fácilmente, como si fuéramos ovejas dóciles e imbéciles, como si la vida no fuera un viaje de entendimiento profundo, de rebeldía y revelaciones), pero que sólo resultan obvias empíricamente cuando se viven y nos asolan temporalmente y luego reunimos el valor de analizarlas desde la distancia espaciotemporal valorando cuán capaces hemos sido de afrontarlas y cuál será nuestra posición en el futuro.
Las pérdidas, los desencantos con nosotros mismos, con nuestras vidas, con nuestra existencia, con nuestras circunstancias, con nuestros mayores, con nuestros familiares y amigos, etc, son parte esencial de nuestro crecimiento. Suelen responder a pasados demasiado cerrados, llenos de exigencias y perfección, de lazos familiares opresivos, de deseos frustrados, de tabúes, de corsés sentimentales, de alejamiento del dolor y del error, como si la línea recta fuese el único camino a la meta. A veces el sentimiento de derrota es rápidamente sustituido por otro mucho más motivador y positivo y otras veces nos abandonamos al sufrimiento dejando que se instale en nosotros, durante años incluso. Y todo cambia. Y todo se deforma.
Cuando dejas que el sufrimiento sea parte de ti, de tu carácter, de tu intimidad, la nueva base de tu filosofía e incluso de tu creatividad y se convierte en tu aliado, en la excusa perfecta para seguir viviendo en el inmovilismo, en el falso conformismo, en la convicción de tu propia incapacidad... Crees que la única vía posible es la de ir a la deriva. LLega a gustar cómo te petrifica y te conviertes en víctima de ti mismo y de tus circunstancias y vagas sin rumbo; los horizontes y las expectativas, antes claros y definidos, se diluyen como pintura aguada que escurre sobre el lienzo y el descontento motoriza tus impulsos carnales, espirituales y creativos. Durante mucho tiempo te convences de que quizá siempre has sido así, de que no saldrás de ahí porque en el fondo eres así, que nadie acudirá a salvarte de ti mismo como un ansiado redentor. Lees, buscas desesperadamente el ancla que al izarse te lleve a la superficie para poder respirar aire puro otra vez... Pero no llega porque eres tú. Y llenas páginas de diario con pensamientos funestos y analizas hasta la extenuación la base de tu comportamiento, como si fuera un parásito que pudieras extirpar tan fácilmente. Te dicen el famoso "todo pasa, ten paciencia" pero te pueden la impaciencia y la ansiedad. Y cometes errores. Y dejas de reconocerte. Te transformas.
Pero llega. Llega en un momento cualquiera el día en el que no notas más ese peso. Y no necesitas escribir frenéticamente para llenar tu descontento, para contentar tu hambre de felicidad, de autosatisfacción. Y llega la calma a la mente. Entonces empiezas a desintoxicarte de ti mismo y de tus hábitos durante el sufrimiento y te vuelves a acercar a tu yo de antes pero renovado, con una nueva consciencia de ti mismo y de tu vida. Y encuentras antiguas emociones y las entiendes, pero las nuevas son mucho más potentes e inspiradoras para el día a día. Y entonces eres feliz sin más. Mi consejo es que cuando te reconozcas en ese dulce momento, no busques demasiadas explicaciones y úsalo para reorganizar tu vida y tu interior. Tus valores. Redibuja tus horizontes, defínelos con trazos gruesos y simplemente anda hacia ellos con firmeza. Ya tienes el propósito que te faltaba. Ya puedes caminar sin las piedras en los bolsillos porque las has sacado inconscientemente y te ha gustado sentirte ligero. Ese momento llega y es absolutamente renovador. Aprovéchalo. Quizá tengas las páginas del diario más vacías que nunca. Quizá tengas sequía creativa. No te preocupes. Siempre puedes redirigir tu fantasía en otra dirección. Prueba a buscar de nuevo. No se te ocurra angustiarte. Estás viviendo de verdad. Sólo deja que te inunde la calma.
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