Era un precioso manto estrellado, bello y espectacular hasta cortar la respiración, pero no era su Noche.
Su Noche extendía unas manos juguetonas, salpicadas de constelaciones, que lo acariciaban y lo hacían volar. Eso a él le enganchaba y por eso siempre salía a su encuentro desesperado.
Pero esa vez su Noche no apareció. No le hizo volar.
Estaba acunando a la pequeña criatura que él había engendrado.
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