domingo, 20 de mayo de 2018

Abuelos.

Siempre me prevenían de ese tiempo sin ellos.

Querían que entendiera la ausencia, que la procesara y aprendiera a vivir con ella.
Pensaban que así me protegían de lo duro de la vida y de los efectos de la soledad involuntaria.

"Disfruta de tus abuelos que un día los perderás", me repetían unos y otros.

Lo que no imaginaban es que yo ya vivía con la angustia de que desaparecieran un buen día, sin más.
Sin pedirme siquiera permiso para irse.
Como la arena que se escurre entre los dedos.

No sabía cómo exprimir -aún más- los momentos con ellos. Que fueron muchos.

Yo andaba aterrorizada de que se volatilizaran en medio del parque de canastas o al llamar al timbre de mi puerta con la bolsa de palomitas y el paquete de chicles que compraban para mi hermana y para mí el fin de semana o al echarse la siesta o al desaparecer por una sala del Museo de Ciencias.
Pero ellos como si nada, como si no se fueran a ir jamás de mi lado. Eran felices. Eran maestros en eso de restar importancia a lo que inevitablemente llegaría con el paso de unos pocos años.

Lo daban por hecho. Lo asumieron. No lo pensaban. No sé. El caso es que no podrían haber imaginado que años después de su partida yo seguiría rota por dentro.

Trataron de prepararme.
Como si así fuera a doler menos.
Como si mentalizándome previamente en sesiones de entrenamiento intensivo fuera a lograr doblegar la angustia futura con éxito.

Y sin embargo, dolió tanto que no cabe en palabras.

El entrenamiento no fue suficiente. Fracasé.

Y a día de hoy sigo sin estar preparada para esa ausencia eterna. Aunque sonrío a menudo.
Y nunca es como te dicen ni como piensas.
Es como es al final. Como sucede. Como lo padeces. Como lo sientes. Como lo gritas. Como te duele.

Ahora vivo la nada. Una pausa gigante.

Entre cafés y recuerdos. En una vigilia inacabable.

Recordándoles saludándonos desde la ventana de la cocina hasta vernos doblar la esquina.

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