Qué malo es deberse palabras, cuando lo valen todo.
Qué malo es deberse razones, cuando lo explican todo y ponen fin a la elucubración.
Qué malo es deberse un momento que nos cure a ambos. Así andamos mendigando pócimas milagrosas a otros...
Qué malo es esperar un instante contigo, que nunca llega.
Preparo discursos largos, llenos de cosas pendientes que decirte, esperando escupírtelo todo con un beso.
domingo, 4 de febrero de 2018
jueves, 1 de febrero de 2018
Isla Infancia.
Muchas veces me pierdo en mis pensamientos. Soy de ese tipo de personas que bucean a menudo por su mente e incluso hacen el muerto en el mar de su memoria y se dejan llevar por las corrientes.
La mayoría de las veces acabo en una isla en concreto. Una isla virgen, intacta, inocua, patrimonio de mi humanidad: mi infancia.
Allí muchas cosas están a salvo pero con el tiempo se han ido desfigurando. Desde hace un tiempo hay una neblina extraña de olvido, olor a desván y ha crecido la vegetación salvaje tapando la vista.
Cada vez me cuesta más llegar al corazón de mi pequeña isla. Soy una extraña en esta tierra, su humedad me satura los pulmones, me asfixia. Creo que así es como me habla la isla, mandándome señales para que la abandone. Un día viví en ella como fauna autóctona y ahora soy una especie invasora que no encaja. Duele.
Mientras estoy allí doy largos paseos admirándolo todo para recordarlo durante el viaje de vuelta, como si nunca supiera cuando podré regresar.
Desde la orilla oteo el horizonte. Reconozco que lo que veo, esos pegotes que sobresalen en el mar, me gusta aunque no puedo evitar sentir miedo ante la idea de abandonar mi querida isla. Miedo y mucha ansiedad.
En mi isla hay personas que no pueden salir de ella. Intenté, en viajes anteriores, que nadaran conmigo de regreso al continente pero no hubo manera. El mar les quemaba.
Esas personas se han ido a vivir al corazón de la isla y visitarlos supone atravesar un laberinto espinoso de una especie recia, resistente y de crecimiento vertiginoso. Cualidades de una mala hierba. Admito, a mi pesar, que lo he dejado crecer entre visita y visita y se está lignificando. No puedo nadar hasta aquí con la katana que he fabricado en el continente porque el mar la funde.
Tengo las manos llenas de arañazos tratando de llegar hasta ellos, pero es imposible avanzar. No puedo verlos. No me llega el eco de su voz. Tampoco les llegan mis gritos.
Lloro amargamente. Los echo tanto de menos.
Cuando lloro escribo mensajes en botellas y las lanzo a la deriva. Necesito un rescate que no llega. Cuando me doy cuenta de que he naufragado, acaricio la arena una última vez y vuelvo al agua. De pequeña saltaba las olas. Ahora ya no me divierte, juraría que se han vuelto más poderosas. Trato de no volver la vista atrás pero es imposible, como cuando de niña localizaba la sombrilla de mi familia, de rayas verdes y blancas, desde mi piscina de arena. Entonces me envuelve la corriente contraria y el océano me obliga a nadar con los ojos puestos en la otra orilla. Cuando llego a tierra hay gente esperándome, me ayudan a levantar, me colocan una toalla para secarme. Me preguntan, con la preocupación enmarcándoles el rostro, dónde he estado para venir tan desastrosa y derrotada. No me salen las palabras. Sólo puedo levantar la vista hacia el horizonte. La isla ha desaparecido.
Os prometo que volveré.
La mayoría de las veces acabo en una isla en concreto. Una isla virgen, intacta, inocua, patrimonio de mi humanidad: mi infancia.
Allí muchas cosas están a salvo pero con el tiempo se han ido desfigurando. Desde hace un tiempo hay una neblina extraña de olvido, olor a desván y ha crecido la vegetación salvaje tapando la vista.
Cada vez me cuesta más llegar al corazón de mi pequeña isla. Soy una extraña en esta tierra, su humedad me satura los pulmones, me asfixia. Creo que así es como me habla la isla, mandándome señales para que la abandone. Un día viví en ella como fauna autóctona y ahora soy una especie invasora que no encaja. Duele.
Mientras estoy allí doy largos paseos admirándolo todo para recordarlo durante el viaje de vuelta, como si nunca supiera cuando podré regresar.
Desde la orilla oteo el horizonte. Reconozco que lo que veo, esos pegotes que sobresalen en el mar, me gusta aunque no puedo evitar sentir miedo ante la idea de abandonar mi querida isla. Miedo y mucha ansiedad.
En mi isla hay personas que no pueden salir de ella. Intenté, en viajes anteriores, que nadaran conmigo de regreso al continente pero no hubo manera. El mar les quemaba.
Esas personas se han ido a vivir al corazón de la isla y visitarlos supone atravesar un laberinto espinoso de una especie recia, resistente y de crecimiento vertiginoso. Cualidades de una mala hierba. Admito, a mi pesar, que lo he dejado crecer entre visita y visita y se está lignificando. No puedo nadar hasta aquí con la katana que he fabricado en el continente porque el mar la funde.
Tengo las manos llenas de arañazos tratando de llegar hasta ellos, pero es imposible avanzar. No puedo verlos. No me llega el eco de su voz. Tampoco les llegan mis gritos.
Lloro amargamente. Los echo tanto de menos.
Cuando lloro escribo mensajes en botellas y las lanzo a la deriva. Necesito un rescate que no llega. Cuando me doy cuenta de que he naufragado, acaricio la arena una última vez y vuelvo al agua. De pequeña saltaba las olas. Ahora ya no me divierte, juraría que se han vuelto más poderosas. Trato de no volver la vista atrás pero es imposible, como cuando de niña localizaba la sombrilla de mi familia, de rayas verdes y blancas, desde mi piscina de arena. Entonces me envuelve la corriente contraria y el océano me obliga a nadar con los ojos puestos en la otra orilla. Cuando llego a tierra hay gente esperándome, me ayudan a levantar, me colocan una toalla para secarme. Me preguntan, con la preocupación enmarcándoles el rostro, dónde he estado para venir tan desastrosa y derrotada. No me salen las palabras. Sólo puedo levantar la vista hacia el horizonte. La isla ha desaparecido.
Os prometo que volveré.
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