Anna besaba con devoción el rostro de su hermano, deformado tras el ataque aéreo. Él se repudiaba, se asqueaba, por esa nueva apariencia monstruosa e inacabada. Mejor hubiera sido morir del todo, no a medias. Pero ella agarraba suavemente su cara y lo besaba como si nada hubiera pasado, como si no faltaran gran parte de la boca y la nariz. Anna era una mujer especial. Siempre lo había demostrado. Por eso era una reconocida artista. Esculpía con la sencillez y la grandiosidad de los genios de antaño, encerrada en su estudio a todas horas.
-¿Cómo está Martha?
El silencio de Anna fue demoledor. Le intentó besar para acallar los remordimientos pero él apartó la cara sintiéndose un monstruo.
-Se ha ido, ¿verdad?
-Eddie, la recuperaremos. Yo te ayudaré.
-¿Cómo, Anna, cómo? ¡Maldita sea! Ojalá hubieran acabado conmigo.
Anna no estaba acostumbrada a ver la desesperación en su hermano. Había sido un joven deslumbrante, encantador, vital. Pero la guerra... La guerra mataba de muchas formas y aquello era lo que quedaba de aquel joven. Casi tan frágil como un recuerdo. A Anna le sobrevinieron las lágrimas, pero las retuvo valientemente antes de que se desparramaran por sus mejillas, temiendo que con ellas se escapara también su entereza.
-Yo te devolveré el rostro, Eddie. He leído un ensayo del doctor Wood y creo que...
-¡Basta ya Anna! ¡Fuera de aquí! ¡¡Fuera!!
La muchacha se sintió herida pero desistió. Era más útil retirarse a trabajar en esa idea que tenía en mente que permanecer allí salvando a un alma torturada a base de esperanzas vanas. La llevaría hasta el final, por él.
El siguiente paso sería escribir al doctor Dervert Wood. Estaba convencida de entender su idea y de poder llevarla a cabo. Sólo necesitaba material y hombres dispuestos a ponerse en sus manos. Perfeccionaría la técnica para poder ayudar a su hermano. Necesitaba devolverle su rostro, su dignidad, su vida. Necesitaba que volviera alguien parecido al joven que marchó a la temida guerra.
Trabajó durante días en una máscara de cobre galvanizado. Había tomado su propio rostro como molde y referencia y aún quedaban restos de yeso en su cara y en sus manos. Se miraba al espejo y trataba de darle forma y textura humanas, incluyendo las cejas hechas con pelos de pinceles que insertaba con mimo. Era como si se desmontara pieza a pieza para dar vida a aquella réplica de sí misma.
Cuando la terminó concertó una cita con Wood. Marcharía a Boston tan pronto como le llegara la respuesta. Fuera la que fuese. No estaba dispuesta a admitir un "gracias por su interés señorita Coleman, pero no." Haría lo imposible por poner en marcha su único deseo en esta vida, olvidándose de la suya propia.
Semanas después Wood, que la había ignorado, ofrecía una conferencia sobre su afamado artículo "La esperanza de los valientes sin rostro" en el Gentlemen´s Club y fue allí donde Anna, vestida de traje pantalón, escondiéndose tras una apariencia masculina y esa máscara, clon de su gesto más característico con una de las cejas un poco enarcada, se dirigió a él, repitiendo el discurso que había ensayado hasta la saciedad. Wood comenzaba a recelar al ver que aquella extraña persona le hablaba sin mover los labios. Entonces ella se quitó la máscara, no pretendía conseguir que la tomara por más loca aún. El autor del artículo pareció perder el aliento y el color de su rostro, que parecía un molde de yeso.
-Señorita Coleman, su conducta es... del todo inapropiada para una mujer. Mañana a las diez en mi estudio de la calle Peverty.
Anna sonrió aliviada y tras saludar al portero con una reverencia salió corriendo a la calle tratando de contener su excitación.
Wood admitió que el arte de Anna permitía llevar a cabo su idea de devolver los rostros a los soldados mutilados y se comprometió a estudiar el caso de Eddie.
Anna, que veía cada vez más cercana la posibilidad de devolverle a su hermano un rostro con el que rehacer su vida junto a Martha, volvió a casa para adecentar el estudio y así poder acoger a Wood, que se trasladaba con ella para trabajar codo con codo, y todo el nuevo material necesario para fabricar los moldes. Pero al llegar a casa, Martha la estaba esperando. Aquello podía significar tantas cosas... Su cara era un complejo amalgama de sentimientos difíciles de adivinar a simple vista.
-Eddie ha muerto, Anna. Lo enterraron ayer. Quisieron avisarte pero estabas lejos.
Había dicho todo eso de corrido al ver que Anna se había quedado paralizada. Tras unos interminables segundos de ausencia, la muchacha, que libraba una terrible lucha interna, volvió a la realidad.
-Gracias Martha, puedes irte.
Su voz sonaba inerte.
Las últimas palabras de la que había sido la prometida de su hermano, antes de que se cerrara la puerta tras ella, le llegaron amortiguadas pero afiladas como una guadaña:
-Las dos lo abandonamos y tendremos que vivir con ello.
Cuando se quedó por fin sola, Anna avanzó moribunda a su estudio y una vez allí sucumbió al llanto y a la culpa.
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