Eran dos damas o eso se comentaba. Sucedía siempre, como cuando chocan dos portentosas y ancestrales fuerzas opuestas enfrentadas en batalla. Entre gritos de guerra e improperios se tiraban de sus hermosos cabellos reales, se arrancaban las relucientes coronas, se arañaban las nobles caras, se sacaban a bocados botones y lazos... Eran demasiado orgullosas y ninguna quería admitir la derrota en el campo de batalla, pero el juego era el juego y estaban dispuestas a todo por su Rey.
Esto era lo que la pequeña Ana imaginaba cuando su padre cambiaba dama por dama concentrado ante el tablero de ajedrez que le absorbía los sesos.
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