miércoles, 23 de octubre de 2013

Marianita y su caballo.


A Marianita le encantaba vestirse de vaquero y convertir su habitación de juguetes en el escenario de una peli del oeste.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Zyrana y el tiempo.


Zyrana a penas podía contener su ansiedad. Llevaba años encerrada en el refugio que ella misma había construido en el interior de un cometa. Le resultaba imposible conciliar el sueño. El fulgor de las estrellas, antaño hipnotizante y bello a rabiar para ella, se había convertido casi en un estorbo, pues se pasaba noches en vela admirándolas sin poder descansar un momento sus ojos de topillo. Las ideas le iban y venían en un vaivén desesperado. Se moría de ganas de dar por fin con la solución definitiva a sus desvelos. No descansaría hasta comprender el gran enigma que la mantenía horas y horas observando, estudiando, reflexionando. El Tiempo. Ése era su mayor anhelo: comprender el significado del Tiempo. En el helado corazón del cometa errante kilómetros de pergamino tapizaban el suelo y las paredes de roca estelar. Zyrana pasaba días y noches enteros en vela anotando todo aquello que descubría al leer las estrellas o escuchar su canto universal. Quería todos los datos que le pudieran acercar un poco más a la clave del Tiempo. Sin embargo, tal y como se le ocurrían ideas las desechaba por ser menos brillantes que una gigante roja.
Entonces, no podría deciros cuándo, llegó a la desoladora conclusión de que el Tiempo era la consecuencia de la degradación de las cosas existentes, una forma de contabilizar la cercanía del fin de aquello que existía. El principio de las cosas existentes llevaba irremediable e inexorablemente a su fin y el que espera el fin es el que mide su Tiempo.
Entonces, como movida por un impulso, Zyrana cogió el volante del cometa y lo hizo virar para entrar en la órbita de la Tierra. Se había dado cuenta de que contaba los minutos para llegar a su verdadera casa y abrazar a su madre y achuchar a Caricias, su gato tricolor, y pasar junto a ellos la vida hasta el fin.

martes, 15 de octubre de 2013

Antoñita y las estrellas.


Antoñita tiene dos pasiones: las sevillanas y las estrellas. Una noche pidió un deseo al fabricante de sueños y éste le concedió un paseo en meteorito con su vestido de faralaes. A su paso fugaz por el firmamento las estrellas tintineaban como si de castañuelas se tratase.

martes, 8 de octubre de 2013

Historias de antes de la guerra: Don Isidro.


Aún están vivas en mi recuerdo las veces que mi abuelo cortaba nuestra conversación furtiva en la salita de estar al oir a su mujer gritar desde la cocina: “Pero Marce, ¡déjalo ya! ¿Para qué quieres repetir otra vez lo mismo? ¡Ay qué hombre éste!”

La verdad es que mi abuela siempre ha sido muy práctica, muy del presente. El Sancho Panza perfecto para mi abuelo, un galán trabajador con alma de Quijote y acento aragonés. Y es que aunque Sancho Panza se esfuerce por que el hidalgo caballero pose sus nobles pies sobre la tierra, no podrá evitar que el indómito señor vuele con su imaginación a lomos de un corcel caquéctico en busca de gigantes aspados. ¡Qué pareja! Y a pesar de todo se amaban con locura. Un amor que aún hoy perdura y se respira entre sondas, dolores y decenas de repeticiones por culpa de los estragos del Alzheimer.

Mi abuelo siempre ha querido que redactara de alguna forma su vida. Siempre ha buscado huecos clandestinos entre jota y jota para repetirme que deberíamos ponernos manos a la obra y escribir sin parar tantas cosas que le habían sucedido. Supongo que, como yo, él también la considera algo irrepetible y de un valor incalculable y de ahí nuestra casi obsesión de escribirlo todo, dejar constancia de todo, desde lo más relevante a lo más intrascendente. Por fin puedo decir que hay algo que he heredado de este genial caballero. Quizá por ello a ambos nos angustia el paso del tiempo: a él porque se le agota y a mí porque él se me escapa, se escurre como arena entre mis dedos sin yo poder hacer nada por evitarlo.

Así hoy he querido contaros una de las travesuras que de niño hacía mi abuelo.

En la modesta escuela republicana de Torrelacárcel, todos los niños del pueblo acudían obedientemente a clase cuando lo permitían las labores del campo. Mis bisabuelos siempre se mantuvieron firmes en el claro propósito de que sus hijos estudiaran y se formaran. En resumen, que no fueran unos analfabetos como la mayoría de habitantes del pueblo, porque sabían que ésa era la clave para que algún día su cultura les permitiera abrirse camino en la capital. Marcelino y Pedro Miguel iban juntos a clase y eran dos grandes estudiantes. Algo les hacía especiales. Eran dos niños muy responsables pero aún así no podían escapar de las reconocidas ganas de los niños de hacer alguna que otra travesurilla.
Así en la clase de don Isidro, un maestro de ésos que no podían contener el bostezo que precedía al sueño profundo en plena clase, los niños aprovechaban la cabezadita de rigor para coger el puntero de don Isidro para mover y adelantar con él las agujas del reloj para hacerle creer al maestro que había llegado por fin la hora de salir al recreo al despertar a éste haciéndole cosquillas en la nariz con la pluma de su escritorio. ¡Granujillaaaaas! Era el eco que oían los niños que ya se encontraban felices jugando en el patio y riendo a carcajadas. Desde luego don Isidro tenía muy mal despertar.

Diana y las notas.

Diana escuchaba furtivamente y extasiada el sonido del piano que llegaba atenuado a través de la pared, como si alguien hubiera amordazado la boca del instrumento en contra de su voluntad. Su admirado pianista vivía en el piso de al lado y cada vez que le oía abrir la puerta corría como una flecha hacia la mirilla para admirarle en secreto por fugaz que fuera su visión. Pocas veces se tiene a un pianista de vecino y Diana no tenía ningún problema en admitir que era una verdadera delicia a pesar de lo que oía en el ascensor y en el parking: que si era muy ruidoso, que si no respetaba las horas de guardar, que si siempre tocaba lo mismo… Pero a Diana no le importaba nada de eso. Simplemente se limitaba a parar lo que hacía cuando llegaban amortiguadas las primeras notas de su melodía favorita: Para Elisa. Entonces se agazapaba junto a la pared y pegaba el oido imaginándose allí con él admirando el movimiento de sus manos prodigiosas por la superficie del piano.

Con una pelota.


A veces desearía ser feliz tan sólo botando una pelota. De seguro el ruido de los botes taparía los aullidos de mis propias pesadillas y quizá las ahuyentara para siempre.